La atrición de la Iglesia

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Desde hace ya varios meses, la Iglesia católica atraviesa por una crisis sin precedente. La revelación de abusos sexuales la ha lastimado no sólo por el hecho mismo, sino por la gran maquinaria de encubrimiento que, ahora se sabe, estaba en juego para ocultar y proteger a los criminales. Como en una novela de intriga, la lista de complicidades parece llegar hasta la cumbre vaticana.

Ejemplos sobran, pero volvamos al más cercano, el de Marcial Maciel. El hombre llevó no dos sino tres o cuatro vidas paralelas y, desde luego, diametralmente opuestas a los ideales cristianos que defendía —y exigía defender— con una disciplina espartana. Ante la apertura impostergable de su muy particular caja de Pandora, los Legionarios han ofrecido disculpas dos años después de la muerte de Maciel, justo cuando se está a punto de conocer el resultado de una larga investigación vaticana sobre la congregación, misma que podría derivar en una sustitución masiva de los altos mandos de la orden. Hay quien da por buenas las disculpas de la legión y a otra cosa. Me parece una postura sorprendente. Como alguna vez me recordaba una de las víctimas de Maciel, la contrición no es equivalente a la atrición. En la primera, el arrepentimiento es auténtico; “una detestación del pecado cometido con la intención de no pecar en adelante”, de acuerdo con el Concilio de Trento. En la atrición, en cambio, el arrepentimiento se expresa en función primero de las secuelas del pecado antes que en el pecado mismo; es el “pesar de haber ofendido a Dios, no tanto por el amor que se le tiene como por temor a las consecuencias de la ofensa cometida”, en palabras de la Real Academia. En el caso de la Legión de Cristo —y, sospecho, de las disculpas vaticanas recientes— el perdón no es genuino. La Iglesia parece más preocupada por las consecuencias del escándalo que por el escándalo mismo. Y ese, por desgracia, ha sido su modus operandi desde hace décadas.

La historia está llena de ejemplos. ¿Qué pensar del caso de la Arquidiócesis de Boston, donde el cardenal Bernard Law protegió a varios pederastas moviéndolos de parroquia en parroquia antes que retirarlos del cuerpo sacerdotal? ¿O el caso de Lawrence Murphy, ese monstruo que abusó de 200 (¡200!) niños sordomudos protegido por una Iglesia que sabía de sus crímenes hasta que el propio Murphy, quizá exhausto de su propia y atroz impunidad, decidió retirarse él mismo del sacerdocio? Y ni hablar de lo que pasó en California con el cardenal Roger Mahony, guía espiritual para 5 millones de católicos en el área de Los Ángeles, un hombre acusado no sólo de proteger a pederastas moviéndolos de un lado a otro en Estados Unidos, sino de hacer lo mismo hacia México. El propio Joseph Ratzinger —hoy Benedicto XVI— cayó en la tentación de ocultar un aberrante caso de abuso cuando era arzobispo de Munich, cobijando a Peter Hullerman, un sacerdote acusado de abusar de niños en Alemania durante tres décadas o más. Antes que exponer a Hullerman al escarnio público —o, Dios nos libre, a la justicia civil—, Ratzinger lo recibió en Munich, donde lo recomendó para una “terapia”. La impunidad permitida por Ratzinger le abrió las puertas a Hullerman, quien, con plena libertad, volvió a las andadas.

Antes que aceptar su culpa plenamente, el Papa y la Iglesia han preferido ofrecer disculpas imperfectas y, de inmediato, comenzar una campaña de contraataque. Algo muy parecido ha ocurrido ya con los Legionarios de Cristo. Algunos ya han comprado el cuento de la contrición. Sospecho que se equivocan y al hacerlo evitan una auténtica renovación religiosa. La Iglesia sigue, como desde hace años, protegiéndose a sí misma, y no a quienes ha ofendido y destruido espiritual y físicamente. Y eso no es otra cosa más que un acto de atrición.

– León Krauze

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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