La Generación X descubre la libertad de expresión

Exigimos a los jóvenes de hoy que entiendan nuestro contexto, por el que aún no han pasado o nunca pasarán, pero nos negamos a entender el suyo.
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María Villar, madrileña de 26 años y concursante de Operación Triunfo, insistió en un ensayo en cambiar la letra de “Quédate en Madrid”, una canción de Mecano de 1988: “Siempre los cariñitos me han parecido una mariconez”. Villar dijo que cantaría gilipollez en su lugar. Ana Torroja, la exvocalista del grupo, se mostró indignada por el cambio, y recordó, justamente, que “Mujer contra mujer”, un canto al amor entre lesbianas –en un momento en el que todavía pesaba más el tabú sobre ellas que sobre ellos–, también es de Mecano. Incluso corresponde al mismo álbum, Descanso dominical. (No es descartable que, curiosamente, en 1988 mariconez fuese en efecto un eufemismo de gilipollez.)

La reacción, al menos en mi feed de Twitter, sin duda sesgado, se puede resumir así: “Los millennials son gilipollas”. Es peligroso desatender sistemáticamente las razones del otro. ¿Qué ocurre cuando el otro son dos generaciones enteras?

Como explican Greg Lukianoff y Jonathan Haidt en su reciente y útil libro, The coddling of the American mind: How good intentions and bad ideas are setting up a generation for failure (cuya traducción al español está preparando la editorial Deusto), muchos jóvenes son educados para no juzgar los actos por sus intenciones sino por el efecto que producen, por un lado, y para que se tomen las críticas o faltas de respeto como agresiones o amenazas a su integridad, por otro. De vez en cuando conviene darle la vuelta al dicho: “No ofende quien puede, sino quien quiere”. Despejados el contexto y la intención, queda el efecto: mariconez es un término que identifica a un grupo minoritario con un atributo peyorativo: la cursilería. Los motivos (falta de contexto) y métodos (censura) de Villar pueden ser equivocados, pero su intención parece inobjetable.

El latiguillo “Los millennials descubren…” no es más que la vieja arrogancia generacional de siempre que, más coqueta, elude referirse a ellos como, simplemente, “los jóvenes de hoy”. Y tampoco despacharlos como imbéciles a golpe de sonajero les ayuda demasiado con el contexto. Les exigimos que entiendan el nuestro, por el que aún no han pasado o nunca pasarán, pero nos negamos a entender el suyo: esto no significa en absoluto que debamos situarnos en él, lo que es a veces parte del problema. Lukianoff y Haidt explican que hay una serie de factores entrelazados que han llevado a los padres a colocar a sus hijos en un determinado contexto (sobreprotección, fragilidad, dependencia) y a las universidades a asumirlo como propio (censura, “espacios seguros”, refuerzo de distorsiones cognitivas). Que exista una explicación, aun compleja y en varios aspectos tentativa, no significa que no haya que poner remedio, que empieza por intentar entender qué ocurre.

Casi todos los jóvenes han sentido alguna vez la necesidad de correr delante de los grises. Hoy lo pueden hacer en condiciones muy confortables, coherentes con su contexto. ¿Una guerra tendrían que pasar? Un punto medio razonable sería reconocer que tienen sus propios problemas; acaso uno de los más graves sea el impacto de las redes sociales en los adolescentes, cuyos efectos solo estamos empezando a percibir. El auge de las políticas identitarias de izquierdas (atomización) y de derechas (repliegue) ha convertido la política en lo personal. Y a su vez la politización del agravio está conduciendo, como otras veces en la historia, a su industrialización. Una manera vital de contener y neutralizar los efectos más nocivos del ciclo es que las instituciones preserven su libertad de expresión. Y por eso es tan preocupante que las generaciones mayores que las dirigen renuncien a ella, a veces por cortoplacismo, frivolidad o cobardía.

No nos conviene abrir una brecha generacional marcada por la incomunicación y la incomprensión, como la que existió entre la generación de abuelos que vivió la Guerra Civil y sus hijos. Para hacer el esfuerzo más llevadero, convendría, por otra parte, no contribuir a la lapidación de los que se están teniendo que partir la cara dos veces: incorrectos ayer y también hoy, antifascistas ayer y también hoy.

Concedamos el beneficio de la duda, y practiquemos todas las virtudes intelectuales que Lukianoff y Haidt recomiendan en su libro, pero dejemos también de pedir perdón por todo. El astronauta Scott Kelly tuvo que hacerlo hace poco en Twitter por haber citado a Churchill: “en la victoria, magnanimidad”. Daniel Hannan aportó el contexto: “¿Pensáis que Churchill era un racista? Pues veréis cuando sepáis del tipo al que derrotó”.

 

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(Madrid, 1978) es diseñadora y traductora.


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