La obsesión del Himalaya

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El 18 de abril de 2014 fue el día más letal en la historia del alpinismo en el Everest. Un enorme bloque de hielo se desprendió cerca de la cascada de Khumbu, propiciando una avalancha que mató a dieciséis sherpas. Después de la tragedia, los grandes periódicos reflexionaron sobre el uso que los alpinistas hacen de los sherpas, a quienes contratan para pavimentar la montaña con cuerdas, equipo y escaleras para facilitar el camino del campamento base a la cumbre. Por sí solas, las cifras, repetidas en el Financial Times, el New Yorker y el Outside Magazine, resultan alarmantes: en la última década, el porcentaje de sherpas que perdieron la vida en el Everest es más alto que el de soldados estadounidenses caídos en Iraq entre 2003 y 2007; el alpinista promedio atraviesa la cascada de hielo, la región más peligrosa de la montaña, entre dos y cuatro veces, mientras que cada sherpa la cruza en veinticuatro ocasiones. Después del accidente, los sherpas han comenzado a exigir mejores salarios y una indemnización más justa para las familias de los que mueren en la montaña.

La historia del Everest es un elocuente microcosmos de arrebatos imperiales: la crónica del choque ideológico entre un pueblo para el que la conquista es un modo de vida y otro que, a pesar de vivir rodeado de montañas inmensas, ni siquiera tiene en su vocabulario una palabra equivalente a “cima”. Into the silence. The Great War, Mallory, and the conquest of Everest, de Wade Davis, recrea minuciosamente el descubrimiento del Everest, las primeras expediciones británicas al Tíbet y los tres esfuerzos truncos por conquistar el pico más alto del mundo, en 1921, 1922 y 1924. En 1903, preocupado por la influencia rusa en Asia Central, el gobierno británico mandó un regimiento militar, liderado por Francis Younghusband, a invadir el Tíbet. Solo en la batalla de Guru, seiscientos tibetanos perdieron la vida, mientras el ejército imperial contó nueve muertos: un periodista, un oficial y siete cipayos. Con la expedición de Younghusband se iniciaría la inquietud occidental por el Everest. Decepcionados al llegar a Lhasa, una de las últimas ciudades desconocidas del mundo, los británicos se vieron obligados a encontrar una nueva “tierra fantástica de lo desconocido” donde clavar el Union Jack. Tras comprobar que el Everest es el punto más alto del mundo durante una misión de reconocimiento dirigida por Cecil Rawling, Younghusband y lord Curzon, virrey de la India, decidieron que la montaña debía ser escalada por un equipo exclusivamente británico; como dice Davis, en ello vieron la posibilidad de un “gesto imperial de gran escala”.

Amén de otras complicaciones diplomáticas, la primera expedición debió posponerse cuando Gran Bretaña entró a la Primera Guerra Mundial, un asunto que recorre cada capítulo de Into the silence. Sin ella, es difícil entender el lugar que el Everest ocuparía en el imaginario colectivo inglés durante la década de los veinte, así como la terquedad por parte del Comité del Monte Everest y el Club Alpino por recaudar y gastar una fortuna para conquistar su cima. La enorme mayoría de quienes participaron en esas primeras tres aventuras al Tíbet peleó en la guerra. La figura central fue George Mallory, un hombre al que Davis no necesita esforzarse para darle características trágicas. Para estos veteranos, el Everest fue más que una empresa deportiva. La gran montaña era un enemigo y cada expedición una batalla contra el clima, la altitud, el hielo y la roca. En numerosas ocasiones, los miembros de las misiones hablan de la montaña como si aún estuvieran en el Somme: “los hombres descendiendo el glaciar parecían rezagados del ejército, como los que vi en las calles de Le Cateau en 1914”, escribe Edward Norton en un envío para el Times, mientras la geografía de ciertas partes del Himalaya, agreste, gris y estéril, evoca recuerdos de la guerra. “El paso entre Chöbuk y Rongbuk, la planicie atrás y los glaciares adelante, parecen tener la misma relación que, durante una marcha de la Gran Guerra, tenían los plantíos fértiles de Francia detrás y el campo herido frente a nosotros, pues ambos son valles tristes, que advierten la desolación por venir.”

La narrativa de la montaña trenzada con la Gran Guerra no es un capricho. Davis pinta el ocaso del Imperio británico, un imperio seguro de su superioridad física y moral, de los beneficios que ha exportado al mundo entero, humillado por un conflicto sin sentido y obsesionado con recobrar la dignidad en la punta de un obstáculo formidable. Vestidos con chaquetas de lana, botas de cuero y crampones rudimentarios, los alpinistas hacen todo lo posible para tolerar el embate inclemente de una montaña y un ecosistema que no comprenden: subestiman la importancia del oxígeno suplementario, no saben cómo calcular la llegada del monzón y piensan que fumar les ayudará a aclimatarse. En el camino mueren siete sherpas sepultados por una avalancha en 1922 y dos cipayos en 1924 (al reportar la muerte de los sherpas en un comunicado, un miembro de la expedición del 22 exclama: “¡Todos los blancos están a salvo!”). Las muertes fueron producto del celo de Mallory, quien insistió en un último intento, que culminó en la avalancha, y que en la premura de avanzar hacia un campamento elevado olvidó subir las provisiones necesarias, lo que ocasionó la muerte por hipotermia de otro par de compañeros. Su frenesí tendría un desenlace inevitable: el 8 de junio de 1924, junto a su compañero Sandy Irvine, de solo veintidós años de edad, Mallory emprendió el camino rumbo a la cumbre y ambos murieron.

Para los tibetanos, las montañas eran bastiones de deidades enigmáticas, demonios despiadados y fuerzas místicas. Chomolungma, la diosa, madre del universo, le negó esa primera cima a Gran Bretaña. En 1953, Tenzing Norgay y Edmund Hillary fueron los primeros en alcanzar la cumbre. Es difícil comulgar con la visión pagana que los tibetanos tenían de las montañas, pero parece justicia divina que un sherpa y un apicultor neozelandés, parte de la colonia más remota de Gran Bretaña, hayan sido los primeros en tocar la punta. No obstante, desde entonces, más de doscientos cincuenta personas han muerto intentando repetir la hazaña. Ciento tres de ellos eran sherpas.

El debate en torno a la cima del mundo ha continuado desde la publicación de Mal de altura (Jon Krakauer, 1996), un relato vertiginoso sobre el segundo día más trágico en el Everest que también es una crítica a la comercialización de la montaña. La cantidad de basura abandonada, el número de cadáveres no recuperados y el dilema en torno a David Sharp, un montañista que murió frente a decenas de colegas que camino a la cúspide no se detuvieron para auxiliarlo, son notas al pie frente a lo que ocurrió el pasado mes de abril. Producto de una época brutal y turbulenta, las primeras expediciones británicas por lo menos tenían un propósito, por más confuso que fuera. Hoy en día, el alpinismo en masa explota comunidades marginadas en aras de lograr una meta frívola. En palabras de Werner Herzog, que algo sabe del hombre, su relación con la naturaleza y sus sueños de opio: “Me parece significativo que los sherpas jamás hubieran intentado escalar el Himalaya hasta que un grupo de ingleses aristócratas y aburridos se dieron a la tarea de llevarlo a cabo. No necesitas estar en la punta del Everest para apreciarlo. Hablar de ‘conquistar’ una montaña es un error.” ~

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