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Hay algunos escritores muy talentosos para titular sus libros; a otros, en cambio, les cuesta mucho más, y muchas veces necesitan ayuda externa. Una vez escuché decir a un autor –creo que un poco en broma pero también bastante en serio– que a veces se le ocurrían títulos que le gustaban tanto que luego se sentía compelido a escribir novelas o cuentos solo para poder titularlos así. Con frecuencia es el editor el responsable del título final, que mejora con creces la propuesta del autor. Uno de los casos más célebres es el de la novela El corazón es un cazador solitario, al que su autora, Carson McCullers, había pensado titular El mudo.
Según Elena Rius, en su libro El síndrome del lector, publicado por Trama Editorial en 2017, “los autores se dividen más o menos a partes iguales entre aquellos que desde el principio tienen pensado un título para el libro que aún no han comenzado a escribir y los que mantienen la etiqueta de ‘título provisional’ o ‘sin título’ hasta terminar la versión final”.
De algunos libros se sabe el “título provisional” que mantuvieron durante su proceso de escritura. Mientras escribía Cien años de soledad, García Márquez llamaba a esa obra La casa. Para Joyce, Finnegans wake fue –durante los diecisiete años que tardó en escribirla– Work in progress. Rius enumera algunos de los títulos previos de El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald: Trimalchio in West Egg (“Trimalción en West Egg”); Among ash-heaps and millionaires (“Entre las cenizas y los millonarios”); Under the red, white, and blue (“Bajo la roja, blanca y azul”) y Gold-hatted Gatsby (“Gatsby el del sombrero de oro”). Quién sabe cuál habría sido la suerte de su hermosa novela si hubiese optado por alguno de estos títulos alternativos, que hoy nos suenan tan chirriantes.
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El hallazgo de un buen título puede ser un acto misterioso, fruto de largas cavilaciones o una revelación repentina e inesperada, como una epifanía. El argentino Sergio Bizzio publicó en 2008 un libro de poemas titulado Te desafío a correr como un idiota por el jardín. ¿De dónde sale un título tan extraño como ese? “Cuando la editorial Mansalva me propuso editar el libro no encontraba el título –contó Bizzio en una entrevista–. Nunca tuve problemas con los títulos, pero esta vez no aparecía. Una noche mi hijo y yo estábamos en una fiesta bastante aburrida, los dos sentados en unas sillitas al aire libre, y de pronto mi hijo me dice: ‘Papá, te desafío a correr como un idiota por el jardín’. ¡Ahí estaba, por fin! Y nos pusimos a correr”.
Un buen título puede estar escondido dentro de la obra, a la espera de que el autor quite la maleza de su alrededor y lo reconozca. Es el caso, por ejemplo, del cuento The life you save may be your own (“La vida que salves puede ser la tuya”), de Flannery O’Connor. Hacia el final del relato, el protagonista conduce un auto por una carretera y ve un letrero que anuncia esa frase. Seguro que mientras escribía O’Connor no tenía idea de que el cuento iba a titularse así. Pero cuando lo advirtió –cuando leyó el letrero, podríamos decir– ya no pudo imaginar que pudiera titularse de ninguna otra manera. Me parece extraordinario, porque forma parte del cuento como un dato casi marginal, secundario, pero como título dispara sus sentidos en múltiples direcciones.
Los buenos títulos a menudo están escondidos en obras ajenas. Dicen que John Steinbeck escribió una de sus novelas convencido de que se titularía Something that happened (“Algo que ocurrió”), pero que a último momento leyó el poema “A un ratón”, de Robert Burns, el cual afirma en su penúltimo párrafo que “los mejores planes de ratones y hombres a menudo fracasan”. Steinbeck decidió entonces que su novela se titulara De ratones y hombres.
No hay duda de que la poesía es una gran fuente de inspiración. Por citar un ejemplo más: cuán hermoso es el título de la película Eternal sunshine of the spotless mind (Michel Gondry, 2004), un verso del poema “Eloisa to Abelard”, del inglés Alexander Pope, escrito en 1717. En América Latina se tradujo como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. En España, en cambio, quizá porque el protagonista era Jim Carrey, les pareció mejor anunciarla como ¡Olvídate de mí! Quién sabe cuánta gente creyó que se trataba de otra comedia simplona del actor de La máscara y dejó de verla por ese motivo.
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Las traducciones de los títulos son, por cierto, toda una cuestión. Por la decisión inicial del traductor y por las discusiones que pueden suscitarse en el futuro. Hace tiempo escribimos aquí sobre Otra vuelta de tuerca, de Henry James, editada por Libros del Asteroide en 2015 con el título de La vuelta del torno. Dicen los que saben que La transformación es un título “más apropiado y respetuoso” del original de Kafka que La metamorfosis. Pero cuando una versión se ha impuesto y un título lleva décadas insertado en la tradición y la cultura de una lengua, ¿puede cambiarse después? ¿Tiene sentido? ¿Merece la pena?
J. D. Salinger, a diferencia de James y Kafka, tuvo oportunidad de dar su opinión. Consultado sobre qué título le parecía más apropiado en castellano para su novela The Catcher in the rye, traducida primero en Argentina como El cazador oculto y luego en España como El guardián entre el centeno, optó por esta última. Esta elección no zanjó el debate, ni mucho menos, como se puede apreciar, por ejemplo, en este artículo del Club de Traductores de Buenos Aires. Por cierto: hace poco vi en Netflix la película Asma (de Jake Hoffman, Estados Unidos, 2014) y, cuando uno de los personajes nombró la novela, en el subtítulo se leyó El cazador oculto. Sentí una satisfacción parecida a cuando supe que para nosotros los latinoamericanos, pese a todo, el Joker sigue siendo el Guasón.
Mi respuesta es que, en ocasiones, el título no puede cambiarse. Cuando se impone, ya es el título de la obra. Incluso si no es el más exacto. Aun si es erróneo. Sería, en todo caso, una de esas situaciones en que debiéramos disfrutar de la belleza de los errores en la escritura.
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Luego, cada uno con sus manías, por supuesto. Juan Filloy puso a sus más de sesenta libros títulos de siete letras, ni una más ni una menos: Op Oloop, ¡Estafen!, Decio 8A, Yo, yo y yo. Hoy en día pareciera que con Los Ochoa hizo trampa, pero cuando la escribió, en 1972, la ch era considera una sola letra.
Pablo Ramos, por su parte, titula todos sus libros con construcciones de cinco palabras: El origen de la tristeza, Cuando lo peor haya pasado, Hasta que puedas quererte solo. Ha contado que su “idea de los títulos largos” se deriva de haber sido socio, de chico, de una biblioteca llamada “Veladas de estudio después del trabajo”. Por eso, opina que los títulos “no tienen que ser El hambre, La noche. Eso es producto de la estetización: poner un título como una estrategia de marketing publicitario, un título efectivo y corto. El título de una obra no tiene que ser ni efectivo ni corto. En lo posible tiene que referir o ser la esencia poética de lo que querés transmitir”.
Creo esa es la clave de los mejores títulos: frases que condensan la “esencia poética” de la obra. Mucho mejor si lo hacen de un modo “no figurativo”, indirecto, oblicuo. Y mejor todavía si la frase forma parte del texto, y si, colocada como título, adquiere una nueva profundidad y expande sus sentidos. No es sencillo, claro. El título perfecto tal vez sea una utopía. Pero ahí está, por ejemplo, “La vida que salves puede ser la tuya”, de Flannery O’Connor. Quienes escribimos podemos tomarla como un modelo, un faro. Tal vez, de tanto intentarlo, cada tanto acertemos con algo que más o menos se le parezca.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.