El libro de estilo de The Associated Press es una de las principales guías de estilo que utilizan los periódicos estadounidenses. Como tantos manuales de estilo que se producen no solo entre las instituciones lexicográficas como diccionarios y, de manera más significativa, en la academia, el de la AP ha pasado en los últimos años a recomendar y de hecho hacer proselitismo a favor del llamado lenguaje inclusivo. A decir verdad, como mucho la AP ha sido más cauta que, por ejemplo, la Chartered Insurance Institute, la asociación profesional del negocio de los seguros británicos, cuyas “Directrices de Lenguaje Inclusivo” describen el propósito de este lenguaje como “galvanizar la inclusión” y “crear un ambiente más acogedor”, un paso esencial en lo que la CII ha denominado “el viaje hacia la diversidad e inclusión” de la profesión de los seguros.
Como en la reciente “Iniciativa para la Eliminación del Lenguaje Dañino”, dirigido a sus departamentos de tecnología de la información, que recomienda sustituir “americano” por “ciudadano estadounidense”, ya que “el término a menudo solo se refiere a gente de Estados Unidos, insinuando por tanto que Estados Unidos es el país más importante de América (constituida por 42 países)”, el propósito de estos códigos discursivos cada vez más dominantes es, en palabras de otro índice (en el sentido católico romano), la “Declaración sobre el Lenguaje Dañino”, de la Biblioteca Gleeson de la Universidad de San Francisco, participar en “los proyectos reparativos en marcha para identificar la descripción dañina, para remediar el lenguaje dañino cuando es posible y, cuando esto no es posible, defender el cambio”.
Como en tantos aspectos de lo woke, hay un elemento de verdad: un elemento que a menudo los antiwoke se niegan a afrontar. Está muy bien burlarse de que Stanford proscriba “americano” porque podría excluir a los estadounidenses, o de los muy difundidos llamamientos de lo que, en mis momentos más caprichosos, prefiero llamar “comunidad censora” –ya que ahora todo parece ser una comunidad– contra el término grandfathered, porque se considera “edadista”, pero nadie piensa de verdad que algunas expresiones que hasta hace muy poco tenían un uso totalmente respetable en Estados Unidos, como “jewed” por engañado o “very white of you” por muy decente u honorable por tu parte, deberían considerarse aceptables. Como en el debate sobre estatuas y el cambio de nombre de las calles, el asunto no es si todo debe considerarse moralmente aceptable, sino dónde debe trazarse la línea entre lo que los autores de la Declaración de la Independencia describían como males insufribles y los que no lo son. Me parece, por ejemplo, que una bandera confederada sobre una cúpula de un edificio de un estado, o estatuas en honor de los líderes de ese separatismo traidor, caen en un lado de esa divisoria, mientras que llamar al derribo de estatuas de Gandhi por su racismo antinegro, algo que ha ocurrido en algunos lugares de Estados Unidos y Canadá, cae en el otro, aunque no hay controversia en torno al racismo de Gandhi.
Que la forma de ley marcial lingüística que actualmente se institucionaliza en la anglosfera sea inteligente o lícita es otro asunto. Eso no se debe a que determinado lenguaje se considere –insistir en ello sería absurdo–, sino más bien a que en nombre de la inclusión y reparación la afrenta de ser ofendido ha sido magnificada hasta la fetichización. Hace unas décadas, Robert Hughes escribió un libro brillante titulado La cultura de la queja. Si estuviera vivo hoy, tendría que cambiar ese título a La cultura de la ofensa. Es la cultura en la que, si somos realistas, todos estamos destinados a vivir en el futuro previsible.
Pero hay una profunda contradicción moral e intelectual en la cultura de la inclusión que la controversia más bien cómica sobre el actual Libro de Estilo de la AP saca a la luz. En un tuit, la AP ha declarado que “recomendamos evitar las etiquetas generales y a menudo deshumanizadoras que introduce ‘the’, como en the poor [los pobres], the mentally ill [los enfermos mentales], the French [los franceses], the college-educated [los que tienen educación universitaria]. Y utilizar esas descripciones solo cuando son claramente relevantes”. El subsiguiente tsunami de escarnio en las redes sociales, que incluyó a la embajada francesa en Washington y su declaración burlona de que a partir de ese momento debía referirse a sí misma como “Embajada de la francesidad en Estados Unidos”, hizo que rápidamente la AP retrocediera, tuiteando –¿qué si no?– que su tuit anterior había “ofendido involuntariamente”.
Lo más interesante fue la respuesta de la vicepresidenta de comunicación corporativa de la AP, Laura Easton, en un intento por detener las críticas. “La referencia a ‘los franceses’, así como la referencia a ‘graduados [universitarios]’, declaró a Le Monde, “es un esfuerzo por mostrar que las etiquetas con ‘the’, aunque se perciban tradicionalmente como positivas, negativas o neutrales, no deberían usarse para nadie”. Poco después de la respuesta de Easton, un tuit de la cuenta de AP exponía la lógica de la organización. “Hemos eliminado un tuit anterior”, decía, “por una referencia inapropiada a las personas francesas. No pretendíamos ofender. Escribir personas francesas, ciudadanos franceses, etc., está bien. Pero los términos con ‘the’ para cualquier persona pueden resultar deshumanizadores e implicar una visión monolítica en vez de individuos diversos”.
Sean cuales sean las opiniones que tengamos sobre el asunto, la lógica del lenguaje inclusivo es coherente en la medida en que es un esfuerzo en pro de las rectificaciones y reparaciones históricas de la historia pasada de pecados (lingüísticos) cometidos por la cultura dominante, para crear las condiciones léxicas que permitan que los excluidos sean incluidos –los últimos serán los primeros y todo eso– y que actitudes negativas sean sustituidas por otras más positivas y proclives a la aceptación. Pero la afirmación de la AP es a la vez menos militante y más radical. Asegura que utilizar ‘the’ es por definición deshumanizador, porque, como dice el tuit, implica una visión monolítica, al margen de que el monolito en cuestión se retrate negativa, positiva o neutralmente (qué podamos concebir como ‘monolito neutral’ es una cuestión que quizá convenga dejar para otro conjunto de reflexiones).
Y sin embargo toda la distinción del tsunami identitario que se ha estrellado en nuestras riberas sociales y morales últimamente parecía relacionada con la defensa y validación de la identidad de grupo y, de hecho, con la insistencia de que esta se afirme de manera incuestionable. Quien lo dude solo tiene que mirar la llamada Bandera del Orgullo, con su conjunto constantemente creciente de barras y triángulos, cada uno de los cuales denota una identidad de género y/o sexual distinta (incluyendo algunas extremadamente dudosas como ‘asexual’ y ‘demisexual’, la cual significa al parecer que una persona te tiene que caer bien y no solo atraerte físicamente, antes de tener relaciones sexuales con ella). En ese sentido tiene que ver con la crítica del individualismo en favor de comunidades de afinidad, del mismo modo que el concepto de equidad en vez del de igualdad ha sido una crítica de la supuesta primacía de los derechos individuales sobre los derechos de grupo.
Que la AP defienda sus restricciones contra las descripciones de gente basadas en su pertenencia a grupos porque son deshumanizadoras sugiere algo diferente: que bajo la piel de las políticas identitarias, el cráneo del individualismo permanece inalterable. Porque el individualismo siempre reclamaba que uno no debería ser tratado como miembro de un grupo sino como el soberano de su propia identidad, y que debería hacer totalmente lo que desease, inventando, reinventándose si lo necesita. Las identidades de boutique de nuestra época, con demasiado frecuencia descritas erróneamente como balcanización, son de hecho una operación de falsa bandera del individualismo, aunque, en este caso, engaña sobre todo a quienes la ejecutan.
Publicado originalmente en el Substack del autor.
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.