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El gran ritual del futbol es el gol, al que solamente llegan los bienaventurados.
La Selección mexicana es blasfema hasta en ese relato, casi bíblico.
Solo anotó dos goles en tres partidos en Qatar: igual a nada. Porque no sirvieron de mucho. Quizá para la estadística del fracaso, en la cual los ratones hacen su nido. Otra vez el ritmo de Hamelín: una flauta que llama a la jaula de los que aspiran al queso refrigerado.
No solo no anota, sino que hasta cuando lo hace le pasan encima. El más reciente gol de Arabia Saudita le mata por la espalda, a pesar de que Argentina –sin tomar en cuenta el insulto de El Canelo Álvarez a Lionel Messi– le hacía el favor de clasificarse por diferencia de goles. Dicen en Sudamérica que los seleccionados mexicanos suelen equivocarse en los últimos quince minutos. Otra vez se comprueba que la prensa del sur lleva razón: los saudíes anotaron en el crepúsculo del desierto.
El equipo que hoy dirige Gerardo Martino queda fuera por primera vez en fase de grupos desde 1978, cuando perdió los tres partidos, ante Túnez, Alemania y Polonia. Dijo Julio Torri: los mexicanos no saben vivir, solo saben morir. Y la Selección mexicana es una muerte continua y despiadada que mata cada cuatro años a quienes creen que los Santos Reyes llegan el 6 de enero y el Niño Fidencio conoce el cielo estrellado. México padece de codependencia ante un cuadro que solo produce lástima y desconsuelo cuatrienal.
México estaba a un gol de pasar a la segunda ronda y en el postre del partido ante Arabia, como siempre, cometió el pecado del descuido: esta vez fue letal. Desde su debut, en 1930, los verdes han sido una vergüenza. Perdieron entonces 1-4 con Francia. Ganaron su primer punto hasta 1958, en Suecia. Y desde hace 88 años solo han jugado una vez cinco partidos: claro, cuando fueron sede. Pero esta vez ni el cielito lindo cumplió sus funciones en el medio campo.
El empate, a cero, ante Polonia significó el avance de la desgracia. La derrota ante Argentina (0-2) confirmó que la daga era cierta. México se jugó la baraja en los últimos 90 minutos, y como suele pasar, sacó un dos de bastos ante la brisca de copas. Y fijó su destino ante los árabes que diagnosticaron su muerte.
La realidad es dura, pero contundente: una liga que ha permitido todo tipo de corrupciones: el trato de promotores, el abuso de las televisoras, el enriquecimiento de los dueños de los clubes, la corrupción para el debut de nuevos talentos, la prensa domesticada, la pantalla llena de anuncios y el maltrato de sus seguidores, que no encuentran en la camiseta lo que tienen en el corazón. En México hasta la falsedad parece certeza, pero el mundo tiene la cualidad de poner las cosas en su sitio. Y la Selección mexicana se ha encontrado con su verdadero lugar: el descalabro.
El fracaso es una localidad para un conjunto que no sabe de pronósticos del tiempo; que siempre aparecen o nublado o con lluvia. Pusilánime y ajeno a la pasión de su tribuna, el once nacional es terriblemente mediocre: su afán es un quinto partido, como si el Mundial careciera del resto. Acostumbrado a la culpa, apunta a su seleccionador, al que otros llaman técnico o entrenador, porque solo así se resuelve la Historia: un nombre y apellido es mejor que 22 responsables, que dueños anónimos o que cientos de colocadores de jugadores, maletas y pendencieros.
El infortunio de Qatar fue anunciado como una novela de García Márquez; triste el destino de una mala durmiente. La selección de México es la costumbre del malentendido: siempre aspira al alarido y termina en la decepción. Siempre menudita; hecha a lo menos, a lo suficiente. No suspira por el campeonato, lo suyo es el pase, como si el pasaporte fuera necesario para la memoria: sus jugadores miran para abajo, la portería es destino; lo evitan. Como se evitan la meta o el sueño. Al estilo del toro que no quiere salir de las tablas, los jugadores mexicanos –los dueños, la prensa y sus compinches– se quedan en lo suyo: la aldea, lo pueblerino, lo cómodo. Allí no se espantan porque los fantasmas vienen de lejos: Comala es Francia, Sudáfrica o Brasil, sedes de la Copa del Mundo en la que se han encontrado a sus propios muertos.
Ese es el asunto: los mexicanos que van al Mundial solo revisan, con compasión, a los fracasados del 30, del 50, del 54 y del resto de las citas mundialistas en las que el pueblo reconoce que, en efecto, puebla la morada de la imposible gran jugada, del gran gol, de la gran epopeya que nunca cantarán ni contarán: la selección mexicana es un idilio imposible, una fábula imposible, el texto que terminará en punto y coma, con lágrima y lagaña.
Qatar es síntoma y enfermedad. El adulterio a la verdad se nota, tarde o temprano. Y, en ese sentido, la trampa mexicana es nítida. Ningún país que manipule la tabla de resultados, el esquema de juego, la promoción de sus jóvenes y niños, el ánimo de sus seguidores puede ser campeón del mundo. Al contrario, está destinado a subir la roca del fracaso como muestra de sus mezquindades.
Ya es hora de que los aficionados se pongan en sintonía con la certeza: no hay manera de que un futbol apestoso, ruin y truculento sea ganador. El resultado ante Arabia Saudita es sinónimo de la temeridad en la que se mueven los dueños de la pelota, a quienes solo interesa la utilidad y la explotación del ánimo. México estaba fuera del Mundial desde antes de hacer el viaje: los goles bien nacidos no viajan con las maletas.
Existe una materia pendiente en la sicología social mexicana: por qué los Ratones siguen siendo tan atractivos para una comunidad que busca un tigre suelto.
es reportero y editor. En 2020, Proceso editó su libro Golpe a golpe. Historias del boxeo en México.