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A mediados del año pasado me encontré en Madrid con mi amiga Susana López Corcuera. En esos días, el cineasta español Gonzalo García-Pelayo realizaba a la vez tres películas; en una de ellas, que llevaría el título de Mujeres heridas, Susana era una de las protagonistas. Me contó que le había hablado de mí al director y que a él le interesaba rodar conmigo, es decir, que yo formara parte del filme. Pero ¿cómo podía participar yo de la película, si no soy actor, sobre todo, y además me encontraba con ellos cuando el rodaje ya iba al menos por la mitad? Pues porque no se trataba de una película con actores y actrices. De hecho, ni siquiera había un guion previo. El argumento base es del director, y el guion se va haciendo sobre la marcha (tal el título de otra de las películas de García-Pelayo estrenadas el año pasado).
Para entender un poco mejor la propuesta hay que saber algo más de Gonzalo García-Pelayo. Y es que es un personaje interesantísimo. En sus casi siete décadas de vida, ha sido —además de cineasta— productor musical, locutor de radio, presentador de televisión, apoderado de toreros y especialista en juegos de azar, quizás el rol que más celebridad le ha deparado: encontró un método legal para ganar a la ruleta y se hizo millonario. Su historia fue llevada al cine por Eduard Cortés en 2012, con Lluís Homar en el papel de Gonzalo y Daniel Brühl (quien en América Latina para casi todo el mundo es “el muchacho de Good Bye, Lenin!”) en el protagónico, como Iván, uno de sus hijos. Se titula The Pelayos.
El caso es que García-Pelayo se había alejado del cine después de hacer media decena de películas entre fines de los años setenta y principios de los ochenta. En 2012, la revista Sight & Sound —editada por el British Film Institute— fue a elaborar su prestigioso ranking de las 100 mejores películas de la historia, que se actualiza cada diez años. Para eso, se basó en las respuestas de 846 personalidades relacionadas con el cine de 73 países; cada respuesta incluía diez películas; en el top ten del crítico español Álvaro Arroba estaba Vivir en Sevilla, dirigida por Gonzalo García-Pelayo en 1978. Esta mención le valió un reconocimiento inesperado: la Viennale, el festival de cine de Viena, fue el primero en dedicarle una retrospectiva; luego lo hicieron el Festival de Cine de Sevilla y el Jeu de Paume de París. De su cine se ha dicho que constituye “el eslabón perdido entre Buñuel y Almodóvar”. Nada menos.
Entonces García-Pelayo volvió a hacer películas: Alegrías de Cádiz (2012), Niñas (2014), Todo es de color (2016). Son películas —como ya he señalado— sin un guion predeterminado, de bajo costo, a medio camino entre el documental y la ficción. Una apuesta arriesgada: cine que no aspira a estrenarse en el circuito comercial, sino que se difunde gratis por internet y hace su camino al andar. En esa misma línea, rodaba tres películas a la vez en el verano madrileño de 2016. Y en una de ellas, que llevaría el título de Mujeres heridas, me invitó a participar a mí. Le dije que sí, sin dudarlo.
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El segundo domingo de junio, Gonzalo, Susana y un camarógrafo me pasaron a buscar y fuimos a la casa de Javier García-Pelayo, hermano de Gonzalo y protagonista de varias de sus películas. La propuesta era muy simple: que Susana y yo conversáramos sentados en un sofá, como habíamos conversado tantas veces en tantos bares de Madrid. Podíamos decir la verdad o inventarnos un personaje y decir cualquier cosa, la película no iba a aclararlo. Luz, dos cámaras para grabar la escena (una que nos enfocaba a los dos, otra en primer plano a Susana), acción. La charla duró casi cuarenta minutos. Mi amiga y yo recordamos historias y anécdotas que sabíamos interesantes y nos gustaba recordar. Gonzalo quedó contento. En la película, arriesgó, podría usar hasta 25 minutos de la conversación.
Lo que ocurrió algunas semanas después es extraño: el camarógrafo se esfumó. Dejó de atender el teléfono, de responder los mensajes. No supieron más ni de él ni de las tarjetas de memoria con horas de grabación que tenía en su poder. Sabían, sin embargo, que no le había pasado nada grave, porque seguía actualizando su cuenta de Instagram. Manejaron dos hipótesis. La primera, que se hubiera enojado por algún motivo que Gonzalo y su gente no alcanzaban a comprender y que se hubiera marchado a manera de represalia. La segunda, que hubiese extraviado las tarjetas de memoria y, para evitar las consecuencias de su falta, haya decidido escapar. Entre las tarjetas perdidas estaba la que nos había grabado a Susana y a mí en la conversación. Solo quedaba la que la había tomado a ella en primer plano.
El director incluyó en la edición final de la película un breve fragmento de nuestra charla. En el minuto 47, Susana habla de la historia de su amigo Manolo, muerto un par de años atrás de un cáncer fulminante. Cuenta que, cuando estaba en los últimos días, el hombre le decía: “Joder, me muero y no hemos follado”. Entonces ella se ríe, y se oye también mi risa y mi voz que dice que la frase es genial y que merece ser inmortalizada en alguna obra. No conocí a Manolo, pero a través de Susana seguí su historia, la cual incluye, antes de la enfermedad, una muy curiosa historia de amor con una tailandesa llamada On que dejó su país para instalarse con él en Madrid. “A mí me encantaría conocer a esa mujer”, es lo último que se escucha de mi voz en la película, y de inmediato en la pantalla aparece On, y así, viendo la película meses después de aquel rodaje, fue como vi a esa mujer por primera vez, y así continúa esa historia coral de mujeres heridas.
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Pasaron algunas semanas y me propusieron que hiciera algo más para la película. Susana había contado frente a la cámara una historia familiar, pero luego creyó que era mejor no incluir esa escena en el metraje final. Entonces me contó la misma historia a mí y me invitó a que escribiera algo, lo que quisiera, basado en esa historia. Gonzalo leería en off ese texto con fondo de imágenes de un barrio madrileño llamado Pico del Pañuelo. Así fue. La escena dura tres minutos y medio, y se puede ver desde el minuto 17 y 40 segundos de la película. Otra sorpresa que me llevé al ver, meses después, la película ya estrenada en YouTube fue que finalmente la historia narrada por Susana frente a la cámara sí está incluida en el filme. Como afirma una crítica en un blog de cine, esto permite experimentar cómo, ante las dos versiones, “reaccionamos diferente si la historia nos suena a ficción o si es reflejo de una realidad pasada”.
Mujeres heridas dedica un fragmento también al concepto de wabi-sabi, esa capacidad tan japonesa de hallar belleza en la imperfección. Se refiere a las mujeres que la protagonizan, pero también la propia obra torna los defectos en elementos estéticos. “No es una película perfecta —dice el crítico Héctor Márquez—. Es una película real, por donde corre el aire”. Y agrega: “Es una película de mujeres donde también salen hombres o están flotando siempre. Una película de pensamientos en construcción. No de axiomas, sino de tesis y antítesis. Una película que merece la pena verse y escucharse”.
Reconozco que sentí un cierto alivio cuando supe que finalmente no aparezco en la película más que como uno de esos hombres que, en palabras de Márquez, “están flotando siempre”. De algún modo, la fuga del camarógrafo y la consiguiente pérdida de las grabaciones fue para mí un capítulo más en la larga dicotomía entre un cierto afán de exposición y el pudor que prefiere sin dudas un papel más invisible, fantasmal. Por lo mismo, no puedo ni siquiera imaginarme contando (mostrando) mis propias heridas frente a la pantalla, como lo hacen, con gran valentía, Susana López Corcuera y otras mujeres. Esas heridas con forma de historias con las cuales Gonzalo García-Pelayo creó una obra de arte. Se puede ver acá:
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.