Aunque en algún lugar de la memoria guardo el recuerdo de Carlos Girón volando por los aires moscovitas en 1980, mi afecto por los Juegos Olímpicos realmente comenzó en las calles de Los Ángeles el 3 de agosto de 1984.
Si se le mira bien, la caminata es un deporte absurdo. Los marchistas dedican la vida a aprender un engaño. Balanceados con el metrónomo de los brazos y el bamboleo de la cadera, andan decenas de kilómetros fingiendo que no corren. Los jueces los siguen a cada paso, amenazando con descalificarlos, descubriendo el bluff del atleta que “flota”. Y ahí van los unos y los otros; aquellos haciendo que caminan, los otros esforzándose por romper el hechizo. Ambos, en el fondo, saben la mentira.
Con todo y esto – o quizá por esto – la marcha tiene un encanto peculiar. Es un deporte de altísimo rendimiento. Dicen los que saben que el esfuerzo necesario para acabar el recorrido de 50 kilómetros (el más largo del atletismo) es sobrehumano. El cuerpo de un marchista experimenta tensiones abrumadoras. Es comprensible: obligado a no correr, el competidor de caminata debe forzar la máquina. Es, digamos, un auto obligado a rodar solo en primera, el motor rugiendo de frustración, humeando. Hay algo, pues, de admirable estoicismo.
En 1984, el rey de la caminata mexicana se llamaba Raúl González. Un bigotón entrañable y alegre, González ganó la medalla de plata en los 20 kilómetros y luego la de oro en la locura esa que son los 50 kilómetros. González me caía bien, pero mi verdadero héroe era Ernesto Canto. Marchista nato, Canto llegó a Los Ángeles como campeón y recordista mundial de los 20 kilómetros de marcha. Sin la presencia de los rusos y los checos, Canto prometía gloria olímpica. Enfrente tendría a su coequipero González y a un italiano notable: Maurizio Damilano, un cejijunto de espíritu indomable.
En mis recuerdos de aquella mañana de agosto hace 32 años está Canto, vestido de jersey rojo con el número 632 y una gorra blanca para protegerse de los 38 grados californianos. Según recuerdo, Canto mantuvo un duelo con Damilano y González, duelo que no se inclinó por el futuro campeón sino hasta los últimos kilómetros. Me acuerdo de verlo entrar al Coliseo de Los Ángeles y oír a mis padres gritar de emoción. Canto recorrió los últimos metros con lo que le quedaba de energía. Debe haber pensado en su padre, campeón de marcha en México décadas atrás. Al cruzar la meta pidió agua y luego, como si alguien lo hubiera planeado, recogió de la pista un hermoso sombrero charro en negro y bordado de plata. La imagen de ese hombre bañado en sudor, con un sombrero que le quedaba ligeramente grande, conquistando la gloria…eso no lo olvidaré jamás.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.