Foto: Fred Dugit/Maxppp via ZUMA Press

(Re)Visiones desde la cuarentena: París

"Cada vez que predicen el fin de la pesadilla, la curva de contagio, el incumplimiento de tal laboratorio o la retención de ingredientes por maniobras geopolíticas la atrasan de nuevo. Se nos pidió movilización general, luego esfuerzo, luego paciencia. El término que ahora está de moda en la comunicación gubernamental es ‘resiliencia’."
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El año pasado, invitamos a un grupo de personas a participar en Visiones desde la cuarentena, un relato colectivo de las primeras y extrañas semanas de confinamiento, según transcurrían en distintas ciudades del mundo. Revivimos por unos días aquella serie para saber cómo se mira, a 399 días de distancia, la cotidianeidad pandémica.

– La redacción

 

Es necesario en la vida tener planes, poder proyectarse en un futuro, establecer objetivos, tener una visión concreta del mañana, de los pasos que se van a dar para mejorar el presente, realizarse personal y profesionalmente, encontrar el amor, quizá formar una familia, etc. Sin eso, no hay otro horizonte tangible que la muerte –que de todas maneras llegará tarde o temprano–, y padecer la vanidad de la vida.

Pero si tener planes es fundamental, es igualmente fundamental aceptar que ningún plan se desarrolla al pie de la letra, que ningún sueño, confrontado con la realidad, se realiza tal como lo soñamos, que la vida es traviesa, versátil, siempre imprevista, repleta de buenas y malas sorpresas, rebelde a cualquier desiderata.

Mucho sufrimiento engendra aferrarnos cueste lo que cueste al plan, insistir en que el movedizo territorio de la existencia corresponda a la rigidez del mapa que hemos establecido, a la ruta que hemos decidido tomar. Negarse de manera obtusa a adaptar el mapa cuando ha cambiado la realidad del territorio conduce a la frustración y al fracaso. Entre mayor es la testarudez, mayor es la densidad del muro contra el cual chocamos.

Dicho esto, flexibilidad y adaptación no implican renuncia: no porque cruzamos imprevistas corrientes debemos abstenernos de la navegación y dejarnos flotar como medusas, sumisos a la voluntad del oleaje. La ruta cambia, pero permanece la necesidad de establecer para sí un rumbo. Todo es una cuestión de equilibrio: visualizar hacia donde se va, aceptando que probablemente in fine llegaremos por otra ruta que la prevista; quizás a otro lugar más propicio, al que no se puede llegar si no se visualiza un primer destino. El huevo y la gallina.

Si al inicio de la pandemia el mayor disgusto a nivel personal fue la separación física con el entorno, el famoso distanciamiento social, luego la incomodidad de la mascarilla, la pérdida de libertad de movimiento y otras cosas, lo que más afecta después de un año es no saber cuándo acabaremos de padecer esta crisis sanitaria, cuándo regresaremos a una normalidad que nos permita ir y venir, no temer contagio, retomar el curso de nuestra vida laboral, recobrar nuestra vida social, tener acceso nuevamente a la cultura en vivo.

No saber cuándo: eso es lo que más pesa y más harta tiene a la gente.

Porque, al cabo de un año, ¿quién no está hasta el cogote?

Virus allá, sí, virus acá, no. ¡Ay, virus acá sí! Distanciamiento, gel, aumento exponencial del precio del gel, fiebre del papel higiénico. Crisis hospitalaria, confinamiento, autoatestación de salida durante una hora máximo y a no más de un kilómetro, encierro de los ancianos, aplausos desde las ventanas al personal médico, a los basureros y otros “esenciales”. Que las mascarillas son inútiles. Que las mascarillas son imprescindibles. Negocio mundial de mascarillas, robo de mascarillas en los aeropuertos. Mascarillas obligatorias al interior, al exterior no; ahora obligatorias al exterior. Pro-mascarillas. Anti-mascarillas. “¡No le pongan tapabocas a mi libertad!”, “¡Paren la tiranía!”, “¡El miedo es el verdadero virus!”. 250 mil millones de mascarillas en un año, mascarillas usadas tiradas en la calle, mascarillas en los océanos. Asistir a la primavera detrás de la ventana; motores silenciados, corredores por centenas, son de los pajaritos. Noticieros: Covid. Periódicos: Covid. Conversaciones: Covid. #QuédateEnCasa, #ResteALaMaison, #StayAtHome. Zoom, Amazon, Netflix, Disney+, Apple TV, Twitch, click & collect. Trabajar, hacer compras, pasear al perro, nada más, que si te pescan afuera sin motivo válido la multa es de 135 euros la primera vez, 200 a la segunda y luego 3 mil 750 (¿por qué no 3 mil o 4 mil?) y seis meses de cárcel. Ah, se me olvida: también puedes salir una vez al día a hacer deporte individual o a dar un paseo, pero de no más de una hora; en la cárcel es igual, en menos espacio pero dos veces al día.

Sigamos: desconfinamiento. Reconfinamiento, reautoatestación. Políticos pagados de sí mismos, políticos incompetentes, vocabulario guerrero, medidas de soporte económico, “cueste lo que cueste”, Estado-Providencia, emergencia sanitaria, privación de libertades, aumento del consumo de alcohol, de la violencia domestica –es decir, hacia las mujeres. Facebook, Twitter, politización de la pandemia, mentiras de China, mentiras de Trump. Segundo desconfinamiento, pero con toque de queda a las 20 horas, luego a las 18 horas, y por ende supermercados atascados entre la hora de salida del trabajo y el obligatorio regreso a casa. Cierre de fronteras extracomunitarias; llenar papeles que nadie lee, supuesta cuarentena al entrar, aunque no hay ningún control sobre ella. Escuelas abiertas: los niños no contagian. Los niños sí contagian: escuelas cerradas. Los padres tienen que trabajar: escuelas abiertas –con menos alumnos y mascarillas a partir de los 11 años; luego a partir de los 6. Curvas ascendentes, curvas descendentes, primera ola, segunda ola, “tasa de positividad”, “incidencia”, “comorbilidad”, letanía cotidiana del numero de infectados, de hospitalizados, de fallecidos. Recomendaciones gubernamentales, responsabilizando a la población.

De acuerdo, seamos ciudadanos responsables, pero ocho miembros del gobierno dan positivos al SARS-CoV-2, inclusive el mismo presidente Macron, como Bolsonaro, López Obrador, Boris Johnson y otros más. Medidas nacionales, medidas territoriales, medidas nacionales de nuevo. Nueva primavera, tercera ola, nuevo semiconfinamiento con toque de queda a las 19 horas. Tiendas abiertas, tiendas cerradas, tiendas de nuevo abiertas, tiendas cerradas otra vez, salvo las librerías, las peluquerías, los floristas, las chocolaterías. ¿Las chocolaterías? Es que las tasas de ansiedad, de trastornos del sueño, de bocanadas delirantes, de depresión y de comportamientos adictivos han dado tal salto en un año que sí, las chocolaterías entran ahora en la categoría de comercios esenciales.

Seguimos. Incesante desfile de epidemiólogos, profesores, jefes de servicio de reanimación; también cohortes de expertos opinólogos, que a partir de un “No soy médico, pero”, pontifican, recomiendan, denuncian, reclaman. Amuletos, agua caliente, cloroquina, lija, orina de vaca. Supuestos microchips, supuesta alteración del ADN, supuesto tejido fetal. Desconfianza, paranoia, rabia. Vacunas. Antivacunas. AstraZeneca, Pfizer, Moderna, Johnson & Johnson, Sinopharm, Sputnik V, Soberana. Escasez de vacunas; países ricos con, países pobres sin. Vacunódromos, anticuerpos, inmunidad de grupo, trombosis, variante inglesa o sudafricana, variante brasileña, británica o californiana, variante Henry-Mondor. Etc.

Así vamos desde hace ya un año. Una luz al final del túnel apaga a otra: que a fines de noviembre, que a fines de enero, que a mediados de abril, ahora que a mediados de mayo podremos empezar, progresivamente, a volver a cierta normalidad, nos dice en la pantalla nuestro severo presidente con su puño cerrado en primer plano.

Cada vez que predicen el fin de la pesadilla, la curva de contagio, el incumplimiento de tal laboratorio o la retención de ingredientes por maniobras geopolíticas la atrasan de nuevo. Se nos pidió movilización general, luego esfuerzo, luego paciencia. El término que ahora está de moda en la comunicación gubernamental es “resiliencia”.

Los gobernantes van a tientas, mienten y se contradicen sin nunca reconocer sus contradicciones; pretenden controlar la situación, hacen lo que pueden –gobernar no es nada simple–, pero parecen no escuchar a nadie más que a sí mismos y a las empresas de consultoría estadounidenses que les (nos) cobran más de un millón de euros al mes.

Se diga lo que se diga, nadie sabe realmente a dónde vamos. No sabemos cuándo va a acabar esto, si acaso acabará algún día, puesto que los oráculos ya nos anuncian inevitables nuevas pandemias.

¿Cómo ir hacia adelante privados de horizonte? Las últimas medidas nos ofrecen, de nuevo, solo trabajar, hacer compras, quedarnos en casa frente a nuestras pantallas, creer en la siguiente promesa, en la próxima campaña de comunicación, pese a que cada opción haya ido estrellándose contra el contagio, la capacidad de adaptación del virus y sus siempre novedosas variantes.

La crisis de la covid, con su incertidumbre, con su cancelación de cualquier futuro claro, rompe el equilibrio entre proyección y realidad, desatando una pandemia sicológica cuya gravedad no podemos medir aún.

Mientras tanto, recordemos que todo esto empezó en un momento de cuestionamiento sobre la repartición de la riqueza y las consecuencias del sistema económico mundial en el medio ambiente; del ascenso por todas partes del populismo y del autoritarismo, de la toma de consciencia de la sistémica violencia hacia la mujer, etc. En Francia, como en Chile, Hong Kong, Irak y tantas otras partes del mundo, las protestas cada vez más intensas, reprimidas cada vez con mayor brutalidad, eran los sobresaltos de un mundo ya enfermo.

Le cayó “bien” la covid-19 a ciertos gobiernos y clases dominantes: reducidos a nuestro básico instinto de supervivencia, aceptamos confinarnos, aislarnos, separarnos y ser así mejor reinados. Como lo escribe Barbara Stiegler en su opúsculo De la démocratie en Pandémie: “(…) pudimos preguntarnos si el virus no realizaba finalmente el sueño terminante de los neoliberales: cada cual, confinado solo en su casa frente a sus pantallas, participando de la digitalización completa del trabajo, de la salubridad, de la educación, mientras que toda forma de vida social y de ágora democrática era decretada vector de contaminación”.

Si bien no hubo, obviamente, una gran conspiración en el origen de la pandemia, parece claro que esta creó una oportunidad inesperada para hacer avanzar ciertas agendas. Un par de ejemplos: aquí, en Francia, la mayoría de la Asamblea Nacional, afín al presidente, aprobó la represiva ley de seguridad global (denunciada por Amnistía Internacional), puso fin a la prohibición del uso de insecticidas neonicotinoides (protectores de la remolacha azucarera, destructores de abejas) y, mientras que tantos han perdido su trabajo, debate una reforma del seguro del desempleo que reducirá el monto mensual del beneficio en un 17% para más de un millón de personas. Notemos que, a pesar de que el Consejo de Europa haya pedido a Francia que detenga su uso, el gobierno acaba de publicar una licitación para adquirir 170 mil municiones de LBD, lanzador clasificado como “arma de guerra” en la normativa internacional, que se lució en manos de las fuerzas del orden durante las manifestaciones de los Chalecos amarillos, arrancando ojos y fracturando cráneos.

¿Será porque gobernar es prever?

El tiempo nos acostumbra a todo. Fieles al cliché que quiere que huelgas y protestas sean un atributo típicamente francés, a pesar del constante bombardeo mediático sobre la covid poco a poco regresaron las manifestaciones contra las reformas, el racismo endémico, o la clausura de la vida cultural tras un año sin teatros, cines o museos (lugares en los que ha sido demostrado que el riesgo de contagio es infinitesimal, dado los protocolos que aplican).

También surgieron algunas formas de revuelta contra las medidas sanitarias.

Y es que, aparte de frenar la epidemia, tanto aislamiento ha provocado dos fenómenos distintos, casi opuestos: si los primeros tiempos de la pandemia generaron nuevas formas de solidaridad, llevaron a valorar los circuitos de consumo cortos (en contraste con la globalización ligada con la pandemia), y obligaron a la disciplina y la paciencia, tras un año de restricciones ha crecido con la fatiga un cierto individualismo generacional. Muchos jóvenes organizan grandes fiestas, primero clandestinas, ahora improvisadas en espacios públicos a la vista de las fuerzas del orden; antes, discretas cenas con amigos en departamentos, hoy aperitivos en banda en los parques, sin cubrebocas ni distanciamiento alguno.

¿Después de todo, acaso no es de conocimiento público que si contraen el virus serán en general asintomáticos o padecerán de algo similar a una buena gripe durante algunos días, y que su probabilidad de hospitalización es casi nula? De hecho, 78% de los que fallecen en Francia de covid-19 tienen más de 75 años, y 93%, más de 65.

Hay actitudes que parecen declarar “ya me sacrifiqué bastante para proteger a los viejos; estamos cansados de las medidas, de las mascarillas, de la separación. Ya basta: a nosotros no nos va a pasar nada grave”.

Hay que decir que desde el brote del virus la juventud ha sufrido no solo de aislamiento, sino también de desempleo, interrupción de estudios y, más gravemente, de hambre.

Los bancos de alimentos, los Restos du cœur (Restaurantes del corazón) y otras organizaciones de ayuda alimentaria para los más pobres vieron aparecer en sus colas un gran numero de estudiantes. Esto sin mencionar que, en ausencia de perspectivas claras en cuanto al fin de la crisis, se agrega la devaluación del nivel formativo de toda una generación. No future. El SARS-CoV-2 es un virus punk.

 

Con todo lo anterior he dicho poco sobre mi experiencia personal.

De marzo de 2020 a abril de 2021 vi 81 películas, 32 temporadas de series de ficción y documentales, interminables horas de news channels mientras los Estados Unidos desalojaban difícilmente al patológico ocupante de la Casa Blanca, leí 26 libros, pude, a pesar de todo, colaborar siete meses en un trabajo exploratorio con una gran compañía de teatro, filmé un par de días en una película americana, acabé 14 dibujos, estuve al borde de la depresión, viajé un tiempo a Canadá, me sometí a dos cuarentenas, regresé a París justo antes de que cerraran el país, me preocupé por mis dos hijas que contrajeron el SARS-CoV-2 una tras la otra, me alegré de que no lo hayan padecido con demasiada gravedad, a pesar de que ya no dicen que se trata solo de una buena gripe.

Constaté también que personas cercanas habían contraído teorías conspirativas y que eso sí era muy difícil de curar, a cualquier edad. Saber que ya en el año 428 de la era romana se atribuía la peste a venenos preparados por una supuesta conjuración de matronas apenas me consuela. “Mal de muchos…”

Pero dado que aquí se me otorga la palabra, agregaré mi propia reflexión, apoyada en la constatación de Jean-François Timsit, jefe del Servicio de reanimación médica e infecciosa del hospital Bichat, de que sus pacientes tienen, en su gran mayoría, comorbilidades como la obesidad, la hipertensión y la diabetes –tres consecuencias de la mala alimentación, el exceso de azúcares, grasa y sal– y vienen de clases sociales desfavorecidas, con menos acceso a los servicios sanitarios.

Si en tiempos pasados el sobrepeso podía asimilarse a cierta prosperidad económica, hoy en día todo “winner” va al “gym” para mantenerse “fit”, come “brunches” orgánicos y bebe “green smoothies”.

Es una caricatura, claro. El hecho es que llevar una vida saludable se ha vuelto un lujo, y que hoy es gente de condición modesta la que mayoritariamente cae enferma con gravedad y fallece.

En una sociedad en la que prepondera el valor económico y en la cual el primer argumento de venta es el bajo precio, la mayoría de los ciudadanos comprará comida asequible (que no siempre es alimento), cuyo precio y margen de ganancia son posibles gracias a la añadidura de grasa y agua, a los cuales se nos enganchará por la adjunción desproporcionada de sustancias adictivas como el azúcar y la sal, para citar las más obvias.

Y ni hablemos de lo que sirven populares marcas transnacionales como McDonald’s, KFC, Burger King, Pizza Hut, etc., o del consumo de refrescos y otras bebidas delirantemente azucaradas.

Según un estudio reciente de los Centers For Disease Control and Prevention (CDC), 40% de los adultos americanos sufren de obesidad y 60% de las calorías consumidas vienen de comestibles utraprocesados. Un estudio del American Journal of Clinical Nutrition concluye que el sobrepeso y la obesidad –por ende, la diabetes y los riesgos cardiovasculares, mayores comorbilidades de la covid-19– están justamente asociados al consumo de comestibles ultraprocesados (uso datos norteamericanos, puesto que Estados Unidos tiene uno de los mayores números de muertos por covid-19).

Lo que quiero es apuntar no solamente las consecuencias pandémicas de nuestra acción en general sobre el medio ambiente, sino más precisamente la responsabilidad de la industria agroalimentaria, tanto en lo que se refiere al cambio climático como a la multiplicación de las zoonosis.

Más que del pangolín o del murciélago, el SARS-CoV-2 es nuestro engendro, y nos ha demostrado que, más allá de cualquier identidad o bandera, padecemos como una sola humanidad. La presente crisis sanitaria debería alertarnos de nuevo sobre la necesidad de un profundo y vital cambio en nuestra escala de valores, nuestra relación con la naturaleza, nuestro modo de vivir y de nutrirnos.

Un urgente anhelo que no puede ser simplemente el de regresar al estado normal previo, sino a una nueva normalidad que nos saque de la anormalidad en el origen de esta crisis.

Aunque ningún plan se realice tal cual se planea, y aunque todo profundo cambio social requiera tiempo, consciencia y consenso, me parece que ese es, al menos, un objetivo lo suficientemente vital como para movilizarse ya.

Mejor eso que seguir viviendo como medusas a la deriva en un mar envenenado.

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es actor y director de teatro. Escribió el libro Manual de codicia (Empresa Activa, 2019).


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