Foto: Tatifwostok Press/Maxppp via ZUMA Press

Visiones desde la cuarentena: París (segunda entrega)

El virus no solo ha contaminado los cuerpos, se ha apoderado también de nuestras mentes. No hay otro tema en los noticieros, en las conversaciones, o en las redes sociales. Reunimos en esta serie testimonios de la cuarentena más extensa de la historia.
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Un bien por un mal

¿Por qué, a medida que el virus viaja de un país al otro, el mismo patrón se repite una y otra vez? Primero, en un patológico reflejo de negación de la realidad, los gobernantes tratan de convencer(se) de que no pasa nada –es allá, no será aquí, nosotros somos fuertes y otros amuletos. Cuando el Covid-19 cruza la frontera, “No es tan grave, es como una gripe, basta lavarse las manos, no cambien nada en sus vidas”. Más tarde: “¡Ay, está falleciendo gente por centenas, los hospitales desbordan! Ok, cerramos todo y a quedarse en sus casas”.

De nada sirve que la pandemia haya arrancado meses atrás, que ya otras naciones hayan caído en una tremenda crisis sanitaria. No: tercamente, pese a los miles de muertos, ningún país acepta aprender del otro.

Valdría la pena preguntarse qué motiva semejantes catatonías gubernamentales.

 

El virus no solo ha contaminado los cuerpos, se ha apoderado también de nuestras mentes. No hay otro tema en los noticieros, en las conversaciones por Skype-FaceTime-WhatsApp con familiares y amigos, o en las redes sociales que regurgitan opiniones, comentarios y consejos: Covid, pandemia, confinamiento, mascarillas, respiradores, tasa de mortalidad, número de casos, número de muertos, curvas que aplanar, fecha del pico de contagios… Es de creer que los misiles de Corea del Norte, la situación en Venezuela, la subida de la extrema derecha, las tensiones geopolíticas en el medio oriente, el agravamiento de las desigualdades, la lucha por los derechos de la mujer, la corrupción, las elecciones, el cambio climático, la crisis migratoria, las importantes protestas sociales en todo el mundo, etc, han dejado de ser relevantes. Solo existe, solo nos obnubila, todo lo ha devorado el coronavirus.

 

Como en la Polonia de los años de Jaruzelski, por ejemplo, hay un potente brote de humor, tentativa de remedio a la ansiedad generalizada.

“La Asociación Nacional de Psicólogos declara: durante el confinamiento, se considera normal hablarle a sus paredes y a sus plantas. Favor de contactarnos sólo si estas le responden”.

“¡Si las escuelas permanecen cerradas demasiado tiempo, las madres encontrarán el remedio contra el virus antes que los científicos!”

Un chiste subraya el trastorno que puede causar permanecer entre cuatro muros, el otro la dificultad que puede representar la vida familiar recluida.

A mediados del siglo pasado, la CIA redactó el Kubark, manual de torturas muy apreciado entonces por las dictaduras latinoamericanas. Una de las técnicas sugeridas para amansar al adversario, era el aislamiento. Lo recuerdo porque, de cierta manera, el actual confinamiento al cual nos condenan, junto con el virus, los años de ablación del presupuesto de sanidad pública, podría ser resentido como una tortura, guardadas todas las proporciones.

Por amarga que sea, los parisinos comprenden y aceptan colectivamente la receta.

Ello no les impide buscar individualmente maneras de evadir el rigor que requeriría la profilaxis para ser verdaderamente eficaz.

Convengamos que lo que se pudo en China no se puede en las llamadas democracias, o en ciertos en países donde el estricto confinamiento privaría de ingresos a más de la mitad de la población activa, que se gana la vida en la calle, sin ninguna protección que le permita dejar de trabajar y cuya desesperación podría conducir a una erupción social.

Aquí, en París, para quienes pueden o solicitar el paro o teletrabajar, las opciones para mitigar el enclaustramiento son diversas. Una de ellas nace de la autorización del gobierno francés de salir a ejercer alguna “actividad física individual” de máximo una hora, en un radio de un kilómetro de distancia de su domicilio.

Del alba al crepúsculo, cualquiera que sea la hora, cada vez que miro por mi ventana veo pasar a cuatro o cinco joggers, lo que matemáticamente implica unos cien al día, sólo en mi calle. Y así es por todo París libre de tráfico: hordas de corredores van y vienen en sudoroso silencio, como erráticos fantasmas de la antes bulliciosa ciudad.

La misma reglamentación autoriza a hacer compras de comida, también durante no más de una hora; cualquier actividad exterior requiere un formulario firmado con fecha, horario y motivo de la excursión. Los comercios de víveres, únicos autorizados junto con las farmacias, permiten la entrada a un numero limitado de clientes. La cola llega a ser de una cuadra, dado el metro de distancia que hay que respetar entre cada persona. Adentro, después de haber recorrido las estanterías vacías de esto o lo otro, para pasar a la caja es igual: señalización de distancia en el suelo y pago de preferencia con tarjeta, para evitar efectivo que haya circulado por quién sabe qué virulentas manos.

De regreso al confinamiento y pasadas las actividades anexas (higiene, comidas, sueño), es cuando nos damos cuenta de que otro virus nos posee. Llevamos inoculados en la mente patrones económicos que exigen productividad: debemos a toda cuesta rentabilizar el tiempo. Leer los infinitos libros que nos quedan por leer, atragantarse de cine de autor, recorrer en la pantalla del móvil todos los grandes museos del mundo, escribir un diario de confinamiento para Facebook, practicar #InstaYoga, #InstaChiCong, #InstaPoleDance, aprender ruso con un tutorial en YouTube, elevar nuestro nivel espiritual siguiendo live-cams de meditación… De una manera u otra, la prescripción es la misma: sacarle rendimiento a la situación, recobrar así un ilusorio control sobre la existencia y salir del aislamiento más fuertes, más cultos, más fit, vueltos un mejor producto, listos para el mercado post-epidemia, cuando todo vuelva a la normalidad. ¿La normalidad?

Hay que constatar que nuestro retiro forzado engendra inesperados fenómenos: como en China y en el norte industrial de Italia, la contaminación del aire parisino ha disminuido drásticamente: se respira mejor que nunca. La ausencia de ruidosos motores ha destapado el canto de los pájaros y a las sutiles armonías que el viento emite al pasar entre las ramas; en el parque frente a mi casa vi (¡oh fenómeno!) una mariposa revolotear entre los junquillos, un pato deambulaba ayer por Avenue de l’Opéra, manadas de ciervos ocupan parques de Irlanda, un puma bajó desde los cerros precordilleranos de Santiago mientras la ciudad estaba en toque de queda, los canales de Venecia han recobrado su transparencia…

A las ocho de la noche en punto salimos a la ventana para aplaudir al personal sanitario, que lucha día y noche en difíciles condiciones. Le hacemos las compras a la vecina anciana que no puede salir, nos comunicamos más que nunca con nuestros familiares, nos preocupamos del bienestar de nuestros amigos, redescubrimos la solidaridad, nos damos cuenta de que muy bien podemos vivir sin tanto consumir, que después de todo lo que más necesitamos, lo que nos es vital, es la relación con el prójimo, y que ninguna pantalla sabrá darnos lo que nos brinda un verdadero abrazo.

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es actor y director de teatro. Escribió el libro Manual de codicia (Empresa Activa, 2019).


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