Yohei Osada/AFLO via ZUMA Press

Tokio 2020: Las olímpicas

En 1896 las mujeres fueron excluidas del programa de los Juegos Olímpicos, bajo la suposición de que el esfuerzo físico ponía en peligro su "delicada integridad". Tras una larga y maratónica carrera, hoy son la mitad de los atletas.
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En el origen, todo es difuso. Hipodamía murió lejos del Peloponeso. Nadie tiene en claro dónde. Lo que se sabe es que sus huesos regresaron a Olimpia y allí descansaron con los de Pélope. Los historiadores de los Juegos Olímpicos antiguos –como el español Conrado Durantez– suponen que la Domadora de Caballos fue la primera en organizar carreras femeninas entre doncellas; tal vez, dieciséis. Jugaban en honor a Hera, esposa de Zeus, quien también fue adorada en el valle sagrado cuando se establecieron las Magnas Justas.

Tampoco se tiene en claro cómo fue que los futuros Juegos Olímpicos quedaron prohibidos para las mujeres, como atletas o como espectadoras, desde el siglo VIII antes de Cristo. John Kieran y Arthur Daley recuerdan el célebre momento en el que se descubrió a la madre de Pisidoro en las tribunas del estadio. El padre del corredor había muerto meses antes de la competencia. La mamá se hizo cargo, entonces, del entrenamiento y de los gastos de viaje hasta Olimpia. Para entrar en el recinto masculino, ella se disfrazó con una túnica. Al ver que su hijo se imponía en la competencia, la emoción la descubrió. En la legislación local, a esa falta le correspondía la pena de muerte. Por respeto al nuevo campeón y la memoria de su esposo, la mujer fue perdonada. Desde entonces, los competidores y los espectadores debieron asistir desnudos a las gradas.

A finales del siglo VII antes de Cristo nació, en Lesbos, Safo, a la que Platón llamó la décima musa. Un poeta posterior –en la era bizantina– escribió que “no amanecerá un día en el que no se mencione el nombre de Safo, la poeta lírica”. No han llegado hasta el presente los versos completos de la poeta, pero se tiene registro de que ella también organizó a un grupo de muchachas para alabar el juego poético y amoroso, según Ovidio. La obra de Safo –según Ted Gioia, en Canciones de amor– era acompañada por una lira, de allí el origen de la palabra lírica. Los estudiosos la llamaron poeta mélica. Melos significa melodía, pero también se refiere a una extremidad del cuerpo que se utiliza durante la danza. Los grupos de muchachas conducidos por una mujer de ascendente respeto fueron comunes en la Grecia clásica. En Esparta las jóvenes participaban de los rituales guerreros y deportivos en los mismos espacios que los feroces soldados. Después de Kyniska –la primera mujer que ganó una prueba en Olimpia–, se sabe que una macedonia, Belisiche, ganó en la carrera de caballos.

Dice Margarita Porete en El espejo de las almas simples que quien tiene algo que esconder o disimular tiene algo que mostrar, pero quien no tiene nada que mostrar no tiene nada que esconder. Aquí hay un misterio.

Cuando, en 1896, se restablecieron los Juegos Olímpicos, por sugerencia implacable de Pierre de Coubertin las mujeres fueron excluidas del programa en el que compitieron 245 varones. Hijo de su época, Coubertin creía que los ejercicios físicos ponían en peligro la “delicada integridad” de las adolescentes.

En el nuevo origen, todo vuelve a ser difuso.

La primera batalla de las mujeres por la gallardía en el olimpismo se produjo el día siguiente a la celebración de la carrera de maratón en Atenas. Como con Safo, se sabe poco de la vida anterior a esa jornada de Stamata Rivithi y nada de la posterior. Las notas de prensa son parciales y omiten datos duros. Rivithi, al parecer, tuvo dos hijos. Uno murió en la niñez y el otro nació año y medio antes de aquel 6 de abril. Pobre y sin trabajo, Rivithi intentó sumarse a la carrera varonil para llamar la atención de eventuales patrocinadores. Los organizadores le negaron el número y el registro. El griego Spirion Louis ganó la prueba y la ovación de todo el país: sastres, panaderos y zapateros le ofrecieron vestirlo, alimentarlo y calzarlo por el resto de sus días. Aquella fue la única victoria –la más simbólica– del atletismo local. Rivithi, entonces, decidió correr por su cuenta –al día siguiente– la distancia entre la mítica Maratón y la capital griega. Hubo quienes atestiguaron la salida y la llegada, y hasta quien midió el tiempo del recorrido: cinco horas y media. Ningún miembro del comité organizador validó la hazaña, a la que calificaron como ocurrencia.

Otras versiones de prensa atribuyen la épica a otra mujer, Melpómene (la melodiosa, una de las dos musas del teatro), quien registró un tiempo de cuatro horas y media. Karl Lennartz sostiene que, en verdad, fueron dos mujeres las que corrieron la Maratón. Athanasios Tarasouleas afirma que Ravithi y Melpómene eran una misma persona y que los cronistas confundieron nombre con seudónimo. Lo único cierto, definitivamente, es la incertidumbre que rodea hasta hoy aquel misterioso episodio. Como sentenció Tarasouleas para zanjar el asunto: “Stamata se perdió en el polvo de la historia”.  

En París 1900 se registraron 21 mujeres entre los mil 118 atletas de 28 países. Una de las acreditadas era la británica Charlotte Cooper, ganadora de tres ediciones del torneo de Wimbledon. En aquel julio se convirtió en la primera mujer en ganar una medalla olímpica moderna, al vencer en la final del tenis (6–1 y 6–4) a la francesa Hélène Prévost, cuyo padre ganó la medalla de bronce en el torneo varonil.  Cooper ganaría otras dos veces el abierto de Inglaterra.

Todo comienza a tener sentido.

El 3 de octubre de 1926, la también británica Violet Piercy –nacida en 1899 en Croydon– se convirtió en la primera mujer en completar, oficialmente, la prueba de la maratón. Corrió la distancia de Chiswick (entre Windsor y Londres) en 3 horas, 40 minutos y 22 segundos, marca que duró vigente 37 años. Piercy murió a causa de un derrame cerebral en 1972, doce años antes de que la maratón femenina fuera incluida en el programa olímpico.

La primera prueba del atletismo olímpico para mujeres fue la de los 100 metros planos, en Ámsterdam 1928. Elizabeth Betty Robinson tenía 16 años y cursaba la preparatoria cuando hizo el viaje a la capital holandesa. Estudiaba biología y no sabía bien qué significaba correr esa distancia. La segunda vez que la cubrió, rompió el récord mundial. Ganó el oro olímpico con marca de 12.2 segundos. En 1931 sufrió la fractura de una pierna y un brazo en un accidente aéreo. Después de una larga rehabilitación ganó la medalla de oro con el equipo estadunidense del 4×100 en el relevo de Berlín 1936.

Los 800 metros planos de aquellos juegos reavivaron las posturas de los “tradicionalistas” del Comité Olímpico Internacional, fieles a los principios de Coubertin sobre la resistencia física de las mujeres. Se inscribieron 25 atletas de 13 países. Muchas de ellas mostraron alarmantes estragos de agotamiento y sofocación en el transcurso de la prueba. ¿Podían las mujeres resistir el esfuerzo de darle dos vueltas a la pista olímpica? La Federación Internacional de Atletismo, el presidente del Comité Olímpico Internacional, Comte de Baillet–Latour, y una buena parte de prensa europea concluyeron que… no.  Baillet–Latour fue más allá: propuso que, en definitiva, los juegos deberían estar prohibidos para las mujeres, como fueron los de la antigüedad. Las mujeres protestaron y argumentaron que también los hombres manifestaban pruebas de brutal desgaste en otras competencias deportivas, como el maratón. Tuvieron que pasar 32 años para que los 800 metros volvieran al rol de las competencias veraniegas, en Roma 1960.

El 18 de abril de 1983 la estadunidense Joan Benoit rompió la marca de la maratón, establecida por la emblemática noruega Grete Waltz al ganar (con 2:22:43 horas) la edición de Boston. Benoit, originaria de Maine, comenzó a correr largas distancias como terapia después de fracturarse las dos piernas en un descenso alpino. En 1979 ganó su primer diploma en Boston y fue una de las más fervientes promotoras para que la mitológica carrera –que recuerda la llegada de Filípides a Atenas después de la batalla contra los persas, el famoso: ¡Vencimos!, que narra Heródoto– fuera incluida en la rama femenina en los juegos de Los Ángeles 1984.

El 5 de agosto, durante un muy caluroso día californiano, Benoit se convirtió en la primera campeona de la Odisea olímpica, metal que no pudieron presumir Stamata Rivithi o su musa Melpómene. O ambas.

Dice un apunte de Simone Weil:

“El alma humana necesita seguridad y riesgo. El miedo a la violencia, al hambre o a cualquier otro mal extremo, constituye una enfermedad del alma. El aburrimiento causado por la ausencia de todo riesgo es también una enfermedad del alma…”

Tokio ha comenzado de la mano de Naomi Osaka, nacida en 1997. Hoy, las mujeres son la mitad de los atletas que compiten en los Juegos Olímpicos.

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es reportero y editor. En 2020, Proceso editó su libro Golpe a golpe. Historias del boxeo en México.


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