Tokio 2020: Peste, destino y meta

La desgracia festiva, que ha perseguido a Tokio como sede olímpica, y los millones de contagios y muertes por covid-19, no le impedirán a la capital nipona recibir el fuego olímpico que fue augurado en Delfos, hace más de treinta siglos.
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En la elegía Pan y Vino, Hölderlin exclama:

¿Dónde resplandecen las sentencias que hieren lejos?

Delfos adormece, y ¿dónde suena el gran destino?

Hubo unos Juegos Olímpicos muy antiguos en los que participaron los Curetes –llegados de Creta– y en los que el gran Heracles compartió el atletismo y el olivo silvestre. Desaparecieron durante siglos. Luego Ifito los rescató de la desmemoria cuando fue a preguntar a Delfos cómo podía el Peloponeso salir de una sequía. La Pitia –en misterioso mensaje– le respondió que los griegos debían restablecer las Magnas Justas para librarse de la peste. Y volvieron a pasar los siglos. Y, de nueva cuenta, aterrados por la desgracia y por la incertidumbre fueron los griegos a preguntar a Delfos cómo sanar la tierra y el destino de los hombres. La respuesta fue similar: “reinventar” las competencias en el valle sagrado de Olimpia, en la ribera del Alfeo, bajo el monte Cronos. Así lo hicieron. Desde 776 antes de Cristo, los griegos computaron su calendario con base en las fiestas olímpicas y llamaron Olimpiada al periodo cuatrienal que separa a unas de otras.

Dice Roberto Calasso que lo nuevo es lo que tenemos de más antiguo. Los modernos –como respiran los versos de Hölderlin– se han olvidado de las respuestas que hieren desde lejos. La flecha gloriosa ha perdido el blanco; pero lo antiguo sigue siendo lo nuevo. La versatilidad es una forma de imponerse al gran destino. Basta, como dice Peter Brown, atender los recesos momentáneos de las leyes de la naturaleza.

A Tokio la persigue –como cortina de sombras– la desgracia festiva. De las tres veces que ha sido elegida como sede olímpica, solamente ha podido realizar con éxito una: la de 1964.

Después de los espectaculares juegos del nacionalsocialismo, en 1936, la capital japonesa fue escogida como la primera ciudad del oriente lejano en albergar la flama olímpica (que alumbra el estadio desde Amberes 1920) en 1940. Se atravesó, como macabra ruta de las Moiras, la Segunda Guerra Mundial. Los juegos del 40 y los del 44 fueron cancelados (como los de 1916, a causa de la Gran Guerra). El imperio de Hirohito decidió bombardear Pearl Harbor en diciembre del 41; Estados Unidos tardó casi cuatro años en devolver la ofensa y la forma fue devastadora. Japón se rindió el 15 agosto 1945 después de las explosiones de las bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki, que marcaron el inicio de la era del pavor ante el Apocalipsis atómico: tan solo en esos dos ataques perdieron la vida más de 200 mil personas; más de 700 mil civiles japoneses murieron en el conflicto. Diecinueve años después, Tokio intentó mostrar al mundo una cara nueva “a la que muchos japoneses no podían reconocer debido al laberinto de los rascacielos recién construidos”, según dice el informe de prensa de aquellos juegos

En el 64, Tokio efectuó los juegos más costosos hasta entonces, a pesar de los “profetas lúgubres” de occidente que pronosticaron su fracaso. Los organizadores gastaron más de millón y medio de dólares en la construcción del gimnasio municipal en el que se llevaron a cabo las rutinas de gimnasia artística. (La inversión para los juegos de este año ha rebasado con mucho los 10 mil millones de dólares en instalaciones y centros de transmisión.) Fueron fieles fiestas de lo que el budismo zen llama realismo místico: el triunfo de la disciplina y la armonía de “ser uno” con el mundo. En septiembre de 2013, la Capital del Este fue elegida para recibir los Juegos de la XXXII Olimpiada de la era moderna. Los dioses volvían al lugar de los hechos que abandonaron el 24 de octubre de 1964, después de aquella bellísima ceremonia de Clausura, que antecedió a México 68.

Dice Walter Otto, en Los dioses de Grecia, que aquí, en donde la vida se juega, el poder esencial de los dioses tiene también un fin y desaparece. “Lo más inhóspito es el punto donde sus mismas formas vitales se transforman en lo demoníaco, lo enemigo, y así aparecen como propias del destino; asesinas, aunque solo en apariencia…”. El tradicional equilibrio del país del sol que nace se quebró con un virus esparcido desde China, mantra y psique del pueblo japonés. En aquel noviembre de 2019 nadie imaginó que el destino de la especie cambiaría radicalmente, que la catástrofe –como en el mundo griego– seguiría siendo una forma de la muerte, el pago letal de una infracción o de una desproporción.

La pandemia de covid-19 ha provocado la postergación del calendario olímpico y la ausencia de espectadores en las futuras arenas de las competencias. Algo insólito. Sostiene –con razón– Eduardo Galeano que no hay nada más vacío que un estadio vacío. Antes de que empiecen las pruebas deportivas, Tokio ya dibuja la primera estampa universal de la soledad como grada, como deshabitación. Para el mundo griego todo estaba lleno de dioses; ha llegado la hora de saber si son capaces de ocupar su localidad en los desolados estadios de la ultramoderna ciudad asiática. Advierte Otto: “También la debilidad de los dioses debe ser fundamentada: hay un límite para su poder, un hasta aquí y no más allá…la deidad no tiene ningún poder sobre los muertos: tampoco puede proteger a los vivos ante la muerte que les está destinada…”

No fueron muchos los espectadores que dieron testimonio en primera persona del triunfo de Corebos en aquella carrera inaugural de 183 metros, del 776 antes de Cristo. Los testimonios de Pausanias, Heródoto y Píndaro confirman que en la medida en que se reguló el calendario y se añadieron pruebas, los Juegos Olímpicos atrajeron espectadores de toda Grecia en cantidades cada vez mayores. La tregua olímpica implementada en toda la región mientras se llevaban a cabo los concursos permitió el primer turismo deportivo de la historia. El estadio principal llegó a acomodar hasta 50 mil asistentes; no se tiene manera de confirmar si en alguna ocasión hubo extracupo. El ritual olímpico nunca perdió su carácter religioso y poético. Las mujeres tenían prohibido formar parte de los ejercicios agonales y tampoco les estaba permitido entrar al estadio como espectadoras. En 392 antes de Cristo –en una extraña demostración– Kyniska de Esparta se convirtió en la primera campeona olímpica, pero su proeza no fue computada en el tablero histórico oficial.

En las 43 instalaciones olímpicas de Tokio 2020 competirán once mil atletas (48.8% mujeres) que representarán a 206 comités olímpicos nacionales entre los que debe descartarse a Corea del Norte –cuyo presidente negó el envió de su delegación por razones de seguridad ante los efectos de la covid-19– y Rusia, sancionada por recurrir en el uso de sustancias prohibidas entre los atletas; los rusos que han logrado clasificarse marcharán con la bandera neutral del Comité Olímpico Internacional, responsable del movimiento olímpico desde 1894.

Olimpia, todavía hoy, es un capricho de belleza para Grecia. Cuando se restablecieron los juegos en 1896, los visitantes intuyeron, gracias a la arqueología alemana, la grandeza del templo de Zeus, en cuya base se pudo leer: “¡Me hizo Fidias, el ateniense, hijo de Camides!”. Quintiliano dijo que esa obra había añadido algo a la religión de los hombres. En los frisos que adornaban los recintos sagrados se veían las figuras de Atenea, Apolo, Artemisa, Poseidón, Heracles y Teseo. Y, también, las de Pélope e Hipodamía, la domadora de caballos.

Ambos, en una sospechosa prueba de carros, dieron forma al ritual religioso y deportivo mucho antes de que Corebos se registrara como el primer campeón olímpico. Pélope fue el decimocuarto pretendiente de Hipodamía, hija de Enómao, quien había clavado –en estacas que daban forma a la colina del monte Cronos– las cabezas de los anteriores aspirantes a la alcoba de la muchacha. Como los otros, Pélope desafío a Enómao a una carrera de cuadrigas. Si ganaba podría reposar en la alcoba de Hipodamía sin reparo alguno. Derby de vida y muerte. Los futuros amantes convencieron a Martilio –el auriga del suegro– para que llenara de cera el eje de las ruedas del carro del padre, cuyo cuerpo destrozado quedó, al poco rato, bañado por el sol y devorado por la rapiña. Olimpia se convirtió en lugar sagrado y todo habitante griego pudo acudir a las Magnas Justas que se realizaron en honor de los astutos cómplices. Homero llamó a Odiseo “el fuerte en ardides”. Olimpia también fue el lugar de la habilidad y del giro inteligente: el que hace vencer en el combate de los cuerpos y los puños.

Tampoco es la primera vez que la peste o la epidemia se entrometen en el transcurso del mundo que llegó desde lejos. El poeta latino Lucrecio terminó su De la naturaleza de las cosas con un canto a la peste en Atenas, sucedida según el modelo de Tucídides en 430 antes de Cristo. Cuenta Lucrecio:

Más si alguno se escapaba de la muerte,

como a las veces sucedía, en fuerza

de secreciones de úlceras malignas

y de negros despeños, sin embrago,

la misma podre y muerte le aguardaban,

aunque más tarde: sangre corrompida

de su nariz corría en abundancia,

con dolores muy fuertes de cabeza;

todas las fuerzas, toda la sustancia

del hombre así llegaban a perderse…

Con casi 200 millones de contagios y más de cuatro millones de muertos por covid-19, Tokio recibirá el fuego olímpico que fue augurado en Delfos, hace más de treinta siglos. El destino es la meta.

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es reportero y editor. En 2020, Proceso editó su libro Golpe a golpe. Historias del boxeo en México.


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