Foto: Smithsonian National Museum of African American History and Culture, CC0 1.0

Deporte imprescindible

Aunque haya quien vea dos brutos dándose puñetazos, no hay deporte en el que el alma sea tan importante como en el boxeo.
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En 1963, Ultiminio Ramos pasó a ser el campeón mundial de los pesos pluma. Su contrincante, Davey Moore, cayó por nocaut técnico; entró en coma y murió a los tres días. La prensa deportiva se ocupó al principio del gran triunfo de Ultiminio, que los gringos llamaban Sugar Ramos porque nunca han sabido enfrentar un reto de pronunciación, tal como Juozas Povilas Žukauskas hubo de llamarse Jack Sharkey, o Rocco Francis Marchegiano tuvo que rebautizarse Rocky Marciano, abriendo paso a los muchos Rockys y evitando que Hollywood filmara películas con un título más enérgico: Rocco, Rocco II, Rocco III…

Así pues, el primer día la prensa celebró la “soberana paliza” que Ramos le recetó a Moore. Llegada la muerte del norteamericano, se hablaba de “una tragedia que se pudo evitar” y no se puso la culpa en los puñetazos sino en el golpe de la nuca de Moore con la primera cuerda al caer noqueado.

Ni tardos ni perezosos, muchos se montaron en la retórica contra el boxeo. El congreso de California propuso una ley para su prohibición. Y Bob Dylan compuso su canción “Who killed Davey Moore?”, llena de boberías, pero muy aplaudida porque la música suele dar altura a las ideas superficiales. Dylan le adjudica en clave cínica palabras a Ultiminio, cuando le pregunta quién mató a Davey Moore:

“Not me”, says the man whose fists
Laid him low in a cloud of mist
Who came here from Cuba’s door
Where boxing ain’t allowed no more
“I hit him, I hit him, yes, it’s true
But that’s what I am paid to do
Don’t say ‘murder, ‘ don’t say ‘kill’
It was destiny, it was God’s will”

Mucho mejor música y letra tiene “The boxer“, de Simon & Garfunkel.

In the clearing stands a boxer
And a fighter by his trade
And he carries the reminders
Of every glove that layed him down
Or cut him till he cried out
In his anger and his shame
“I am leaving, I am leaving”
But the fighter still remains

Hay que decir que doce años después, Bob Dylan compuso “Hurricane”, una balada solidaria con el boxeador Rubin Carter que “coulda been the champion of the world” y fue acusado de un crimen que no cometió. Su visión del boxeo sigue siendo ingrata, y repite lo del pago:

Rubin could take a man out with just one punch
But he never did like to talk about it all that much
“It’s my work” he’d say, “and I do it for pay
And when it’s over I’d just as soon go on my way”

Ya en el colmo del intervencionismo, el Vaticano de Paulo VI, a través de su estación radial, “pidió a todos los pueblos que expresen su condena del boxeo profesional en forma vigorosa para que este deporte sea reformado o, mejor aún, inmediatamente abolido”. Luego se soltaron algunos argumentos para calificarlo de un “deporte inmoral”.

Treinta años antes, cuando Primo Carnera retuvo su cetro mundial en Roma frente a Paulino Uzcudun, el papa Pío XI no se escandalizó del boxeo, pero sí de la asistencia de tantas mujeres a “esa exhibición de fuerza”. En cambio, su sucesor, Pío XII, había practicado el boxeo en su juventud.

Pero esos malestares fueron proclamados por gente ajena al boxeo, incluso racista, que consideraban ese deporte conquistado por los negros. Entre gente del pugilismo, el drama se vive con madurez. Gran altura mostró la viuda de Davey Moore. “Son cosas del boxeo… Uno debe ganar y otro debe perder. No tengo ningún resentimiento contra Sugar Ramos.»

Cuando Max Baer liquidó a Frankie Campbell, se disculpó con la viuda. Ella le dijo: “También te pudo tocar a ti”. Y años antes, cuando un jab de Primo Carnera envió a la tumba a Ernie Schaaf, el boxeador italiano visitó a la madre y se tiró a sus pies. La madre del muerto lo consoló.

Ninguno toma a la ligera la muerte de un rival. Primo lloró, Max Baer lloró y Ultiminio Ramos pasó por momentos difíciles, por segunda vez.

Quizá la muerte con mayores elementos trágicos fue la del surcoreano Kim Duk-koo en 1982. Luego de su pelea con Ray Mancini le extrajeron un enorme coágulo del cerebro y, ya listo para morir, lo conectaron a un respirador artificial en espera de que se presentara la madre. “Estoy muy triste y lo lamento mucho”, dijo Mancini. “Seguiré rezando con la esperanza de conseguir alguna respuesta a algunas preguntas que me vengo haciendo en las últimas horas”.

La madre viajó de Seúl a Las Vegas para ver a su hijo. “Abre los ojos”, le dijo. “No es tu culpa. Abre los ojos. Aquí estamos tu hermano y yo. Por favor abre los ojos”. La señora trajo hierbas sanadoras de su natal Corea y reclutó médicos acupunturistas. Al final autorizó que le desconectaran a Kim el respirador y donó los órganos de su hijo. Volvió a Corea con el cadáver sin órganos y dos meses después se tomó una botella de pesticida. Leí que también el réferi de esa pelea se suicidó, pero ninguna hemeroteca me ha explicado los motivos.

La hija de Mancini de ocho años llegó un día de la escuela. “Me dijeron que asesinaste a un hombre.” Le pusieron el video de la pelea y la niña comprendió: “Fue un accidente”. Es así: todas las muertes en el ring son accidentes.

Hay quien piensa diferente porque los boxeadores suben al ring para golpearse y causarse daño. Pero en ese daño hay una lealtad, ética y hombría que no existe cuando un futbolista patea a otro. Hombría hay en el modo en que los boxeadores toleran el dolor; no en los aspavientos de los futbolistas.

Sí, el boxeo es violento. Por eso mismo es un deporte atrayente y hasta imprescindible. Hay mucho que admirar en esos peleadores que suben a un cuadrilátero. Mucho que respetar en la fuerza, la virilidad, la vehemencia, la valentía. El espectador experimenta la pávida envidia, el sueño de estar ahí, y hasta se da permiso de exigir a los púgiles acción y resistencia a su gusto. Y, aunque haya quien vea dos brutos dándose puñetazos, no hay deporte en el que el alma sea tan importante.

En su prólogo a la novela Pound for pound, James Ellroy escribe: “El boxeo tienta a los escritores. Los invita a disertar sobre el salvajismo de las peleas profesionales. Los tienta a tratar el combate en términos de masculinidad, raza y clase social. Sin ningún rubor, los lleva al mundo propio de los hombres.”

En otro prólogo, el de The art and aesthetics of boxing, Roger L. Conover escribe: “El boxeo ha dado a la literatura tantas grandes novelas como el beisbol, al cine más filmes clásicos que el futbol, y a los críticos ensayos más profundos que el tenis”. Cierto, pero Conover piensa apenas en Estados Unidos. En el mundo el boxeo tiene muchas más novelas que el beisbol. El boxeo es el drama del hombre y la alegoría del drama del hombre.

Notable es Fat City, de Leonard Gardner, novela que no se ocupa de las grandes peleas sino del boxeo regional, donde se pone mucho corazón y poco dinero.

Allá cuando los hombres viriles eran atractivos para las mujeres, Édith Piaf se enamoró del boxeador Marcel Cerdan. No podían estar lejos uno del otro, de modo que Cerdan interrumpió sus entrenamientos para visitar a la Piaf en Nueva York. El avión se estrelló a medio camino. En vez de una simpleza dylanesca, Édith Piaf le cantó:

Si un jour, la vie t’arrache à moi
Si tu meurs, que tu sois loin de moi
Peu m’importe si tu m’aimes
Car moi je mourrais aussi
Nous aurons pour nous l’éternité
Dans le bleu de toute l’immensité
Dans le ciel, plus de problème
Mon amour, crois-tu qu’on s’aime?
Dieu réunit ceux qui s’aiment ~

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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