Travesuras y rarezas del verbo “andar”

Por qué terminaremos aceptando formas como “andé” o “andaron”, cómo el verbo “andar” invadió la conjugación del verbo “ir”, algunas confusiones a las que pueden dar lugar pequeñas erratas y las palabras que, aunque estén escritas bien, visualmente quedan mal.
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La edición de Los miserables que estoy leyendo (volumen único de 1.200 páginas hecho en 1970, tercera reimpresión de la edición que Bruguera había lanzado cuatro años antes, con traducción de Aurora Alemany) incluye bastantes errores de tipeo. En principio pensé que dentro de todo no son tan graves, se pueden perdonar. También hay unos cuantos errores de ortografía, ante los cuales cuesta un poco más mirar para otro lado: la ausencia de una h que debiera estar en el comienzo de una palabra o la presencia de una b en donde tendría que haber una v son fallos que, sobre todo en un libro, se tornan graves. Pero bueno, me repetí, intentando convencerme de que tampoco es tan terrible.

Hasta que allá por la segunda parte, libro tercero, quinto capítulo (página 332), el comienzo de un párrafo rasga los ojos con un filo letal: “Así andó Cosette…”. Andó. ¿Cómo se les podía haber pasado a los editores un error como ese? Lo envolví en un pequeño óvalo de lápiz y seguí lectura adelante.

 

Pero me quedé pensando en ese error tan grosero, y recordé que ya había dado con un caso parecido en el Adán Buenosayres. Busqué mi ejemplar de la novela de Leopoldo Marechal y encontré el error: “El astrólogo Schultze y Adán Buenosayres (…) desandaron…”. Desandaron. Como desandar se conjuga igual que andar, lo correcto es desanduvieron. Aquí el error es aún más flagrante, dado que se trata del texto original y no de una traducción. ¿Cómo podía ser? Al volver al ejemplar descubrí que, hace años, cuando leí esta novela, tomé la misma medida que ahora: envolví la palabra anómala en una línea de lápiz.

 

 

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Parece que andar es un verbo travieso, rebelde, que da problemas. Lo explica la lingüista española Elena Álvarez Mellado en un interesantísimo artículo titulado “‘Andó’ y el doloroso camino a la regularidad”. El texto señala que la Real Academia Española recibe muchas consultas, vía redes sociales, acerca de su conjugación, la cual, apunta después la especialista, es irregular porque en algún momento de su evolución histórica se “contagió” del verbo haber. Es decir, decimos anduvo (y también tuvo y estuvo) porque antes hubo gente que dijo hubo.

“Pero la irregularidad —escribe Álvarez Mellado— es un lujo lingüístico caro, solo al alcance de unos pocos, y no todas las palabras pueden permitirse ser irregulares. Las palabras y estructuras más frecuentes de un idioma son las que tienden a acumular irregularidades”.

La especialista añade que “si una palabra muy frecuente presenta una irregularidad que la distingue del caso general parece que no nos duela conservarla como excepción a la regla porque la usamos mucho y el esfuerzo nos merece la pena”. Es por eso que respetamos sin problemas las irregularidades de los verbos más utilizados en nuestra lengua: ser, ir, estar, haber, tener. Pero no estamos dispuestos a hacer esa salvedad “cuando la irregularidad se da en una palabra menos habitual”. Es por ello que tendemos a “normalizar” conjugaciones irregulares, y por ejemplo a las formas pluguiera o pluguiese (pretérito imperfecto del subjuntivo del verbo placer) les hemos añadido placiera o placiese, sus versiones regulares.

Andar, dice Álvarez Mellado, “es un verbo muy frecuente, sí, pero quizá no lo suficiente como para permitirse semejante derroche de irregularidad y salir indemne”. Además tiene dos sílabas y es de la primera conjugación, motivos suficientes, cree la autora, para augurar que, más tarde o más temprano, las formas andó y andé (y en consecuencia también desandaron) terminarán por aceptarse como correctas.

 

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Tan travieso y rebelde es andar que se permitió un lujo, una proeza inalcanzable para sus congéneres: invadir una conjugación ajena. Nada menos que la del utilizadísimo verbo ir. Según la actual gramática del español, en la forma correspondiente al voseo, el imperativo de la segunda persona del singular de ir es andá. Lo que sucede en realidad, explica el Diccionario Panhispánico de Dudas, es que “el imperativo de ir carece de forma propia de voseo y en su lugar se usa el imperativo de andar: andá o andate (vos)”.

Sorprende que un verbo como ir (que posibilita maravillas como la frase “me voy a ir yendo”, en la que se triplica con morfologías completamente distintas) carezca de una forma tan recurrente como la del imperativo singular. Quizá lo que le juega en contra es su brevedad: de hecho, hasta podría considerarse un verbo sin raíz, un verbo que es pura terminación.

No obstante, en otro interesantísimo artículo —titulado “El voseo y el modo imperativo: Breves apuntes sobre el verbo ir”— José Roberto Alexander Quintanilla Aguilar, de la Universidad de Florida, Estados Unidos, señala que, si el verbo siguiera la regla general para la construcción de los imperativos con el voseo (para hablar, hablá, para salir, salí, etc.), el imperativo de ir sería i. Una simple i. Suena raro, suena mal. Sin embargo, el texto explica que la forma i ha existido para el vosotros (íos) y que también hay registros de su uso, incluso en la actualidad, en ciertas regiones de las Américas Central y del Sur.

Y el caso es que a mí me suena haber escuchado en algún momento frases como “i yendo que yo ahora te alcanzo” o “ilo poniendo ahí que ahora lo ordenamos”. Pregunté a mis contactos en las redes sociales para ver si había quienes hubieran usado u oído esa forma. Me respondieron personas de provincias del norte argentino, como Santiago del Estero, Córdoba y Tucumán, de Andalucía, en España, y de la República de El Salvador para confirmarme que han escuchado esa forma en esas regiones.

 

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En “OA101”, uno de los cuentos que conforman el libro Últimas palabras, de mi amigo Octavio Echevarría, es vital para la trama que un reloj, propiedad de un tal Carlitos, de a ratos funciona y de a ratos no. Un diálogo dice así:

—¿Qué te pasa, Carlitos?

—El reloj.

—Dejate de hinchar las pelotas con tu reloj.

—Andá.

—Bueno, mejor.

Al leer ese diálogo uno entiende que Carlitos se enoja con su interlocutor y le pide que se vaya (“andá”), y entonces el otro se va, un poco ofendido. Pero la siguiente línea de diálogo, en la que vuelve a hablar Carlitos, dice:

—¿No entendés? Bajé y anda. Estaba arriba y no andaba, ahora bajé y anda.

Y entonces el lector entiende que lo anterior ¡era una errata! No tenía que decir “andá”, sino “anda”. La tilde cambia el sentido de la frase. Otra pequeña travesura del verbo andar. (El interlocutor del pobre Carlitos, por cierto, sigue sin hacerle caso: “Veo que aprendiste a conjugar los verbos”, le responde, algo que la errata pareciera negar.)

 

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De una errata a otra: andá, andó. El caso es que, si Elena Álvarez Mellado tiene razón —y seguramente la tiene—, solo es cuestión de tiempo que nuestra lengua acepte como correctas las formas regulares del verbo andar. Al principio nos seguirán sonando tan mal como ahora y luego nos acostumbraremos, como ocurre casi siempre con casi todo. O no: hay palabras escritas correctamente pero que “visualmente quedan muy mal”, como decía una usuaria de Twitter hace algunas semanas, y ponía como ejemplo fucsia. El tuit cosechó 23 mil me gusta y casi un millar de respuestas con otros casos. No vi que nadie dijera las que más me molestan a mí: exorbitante y exuberante reclaman una h intermedia, sucinto exige una s antes de la c, inane pide a gritos duplicar la primera n, ¿y cómo puede ser que ilación se escriba sin h inicial?

Alguien, quizás, algún día, tendrá en sus manos los ejemplares de Adán Buenosayres y Los miserables que ahora tengo yo y no entenderá por qué algún antiguo lector envolvió en unos globitos dibujados con lápiz las palabras desandaron y andó. La explicación de eso, y de por qué algunas palabras quedan visualmente mal aun cuando están escritas bien, está y estará en la evolución y la historia de la lengua. Por eso, al hablar de la lengua, es fundamental volver la vista atrás y ver la senda que nunca se ha de volver a pisar. Y saber que no hay camino, desde luego, que se hace camino al andar.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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