Un cierto número de libros

La oferta sin límites aparentes nos ha cerrado la posibilidad de estar al día, porque estar al día es ya inalcanzable. Veremos y leeremos lo que nos vayamos encontrando, como ha sido siempre, solo que ahora los caminos son más numerosos, más largos y un poco más solitarios.
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Anoche en la cama se me ocurrió la manera de empezar este artículo pero no la apunté, y por eso la imagen alrededor de la cual iba a girar se ha perdido y ahora tendré que basarlo en ideas y en estadísticas traídas por los pelos.

Pensaba en el momento exacto en que he renunciado a leer todo lo que hay que leer y a estar al día. A estar al día con los clásicos y con los contemporáneos y a saber qué tiene que ver Tolstoi con Paulina Flores. Quizá tengamos una idea mas clara de los libros sobre los que leemos que de los libros que leemos de verdad. ¿Pasará también con las personas? La biblioteca se desparrama ya desde las estanterías por todos los rincones de la casa, pero los libros que tengo empiezan a no coincidir con lo que he leído. Imagino otra yo que, habiendo acumulado uno por uno los mismos libros que tengo, hubiese leído precisamente los que yo he pospuesto y viceversa. Por ejemplo, El gran Meaulnes espera en la estantería desde octubre de 2013 (tres mudanzas: lo meto en la caja, lo saco de la caja, y así varias veces como una lenta gimnasia). Al otro lado del espejo la otra habrá ya leído senluaeM narg lE. Pero: cuántos inviernos más releeré, y en cuántas camas más, las aventuras de Sherlock Holmes. Dicho así me recuerda al final de El cielo protector, cuando el propio Paul Bowles, ya viejecito, le pregunta a Debra Winger, que acaba de entrar en el bullicioso café, si está perdida. Ella contesta que sí, muy ligera, como alucinada. Y él, aunque no abre la boca, alucinado también en un mundo alucinado, dice: “Como no sabemos cuándo moriremos, tendemos a pensar en la vida como en un pozo inextinguible, pero cada cosa pasa un cierto número de veces, y en realidad un número muy pequeño. […] ¿Cuántas veces volverás a ver ascender la luna llena? Veinte quizá”. Y cierra: “y aun así todo parece ilimitado”, y esta conclusión paradójica y la voz de Charles Trenet que ha empezado a cantar traen un aire alegre a pesar de que nuestra vida tenga límites. No alegre, pero no del todo amargo.

Eso pasa en la película de Bertolucci, que no es de las mejores que recuerdo, pero el libro no lo he leído. Me levanto a consultar la fecha de la compra que apunté en mi ejemplar: 9 de septiembre de 2010. Aquí lleva once años vertical mi impulso de leerlo. También lleva once años entre sus páginas un billete de autobús medio desvaído donde alcanzo a leer esa misma fecha, a las seis y siete de la tarde, en la línea 45 de autobús (Reina Victoria-Legazpi), que me ayuda a recordar que lo compré en una librería de segunda mano de la calle Raimundo Fernández de Villaverde, y luego, desde entonces, desde que me bajé antes de llegar a Legazpi, han pasado muchas cosas que se han interpuesto entre el libro de Paul Bowles y yo. ¿Lo leeré alguna vez? ¿No será mejor releer Dos damas muy serias, de Jane Bowles, en quien está basado el personaje que hace Winger en la peli, y volver a reírme a carcajadas? Qué rara mezcla los libros leídos y los no, qué fósiles en los distintos estratos de la vida. Y cómo la acumulación de libros, que empujan a vivir, nos hacen más sedentarios. Porque claro, habría que moverlos.

Hay quienes apuntan no la fecha en que compraron el libro, sino la fecha en que acabaron de leerlo, y es un registro más sincero. O más entregado: no cuándo poseímos el libro sino cuándo el libro nos poseyó a nosotros.

También las películas no vistas se acumulan. Antes leíamos y leíamos sobre ellas y era como haberlas visto antes de tener la ocasión de hacerlo, porque había que esperar a que las pusieran en la tele, que hubiese un ciclo en la filmoteca, que alguien nos pasase una copia. Y así le hacíamos un hueco dentro, a la película en lontananza que algún día llegaríamos a ver. Esta semana podría ver en mi casa todo el cine negro de los cuarenta o las películas de Lotte Reiniger o de Fassbinder o todos los estrenos y las reposiciones de los cines, aunque me da que no lo voy a hacer, y se me ocurre que la abrumadora disponibilidad en la que vivimos ha contribuido a que en nuestro tiempo haya triunfado el mito de la decisión sencillamente porque si quisiésemos podríamos remangarnos y meter la mano en el saco ciego de internet y ahí elegir qué ver y elegir qué posponer. ¿Dónde leí eso de que una peluquera del Hamburgo actual sabía más cosas que Erasmo de Róterdam? ¿Por qué habré visto El cielo protector pero no La delgada línea roja? Pero realmente las cosas que decidimos en nuestra vida son muy pocas, y también nuestro canon, como era antes de internet y como pasa con todas las cosas de la vida, se ha ido conformando de manera azarosa. Precisamente la oferta sin límites aparentes nos ha cerrado la posibilidad de estar al día, porque estar al día es ya inalcanzable. Veremos y leeremos lo que nos vayamos encontrando, como ha sido siempre, solo que ahora los caminos son más numerosos, más largos y un poco más solitarios.

En la película de Bertolucci, antes de entrar en el café, Debra Winger pasa por delante de un cine en el que hay un cartel que anuncia la película Remorques, de Jean Grémillon. Nunca he visto una película suya, pero el cartel que veo de fondo en el plano es como los libros que tengo en las estanterías y que quizá algún día conseguiré leer.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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