Foto: Fermín Rodríguez/NurPhoto via ZUMA Press

Visiones desde la cuarentena: Granada

Granada tiene bien presente la memoria de todas sus guerras, pero no de los diversos contagios y epidemias que ha vivido. Esta serie reúne testimonios y reflexiones sobre la más larga cuarentena de la historia.
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A principios de febrero Granada estaba plagada –es una metáfora, por Dios– de turistas chinos. Viajes culturales que coincidían con sus vacaciones de año nuevo que, este año 2020 –año de la rata, mire usted por dónde–, cayó el 25 de enero. Mi apartamento está en pleno centro histórico de la ciudad, de modo que cuando salía del portal del edificio me topaba con ríos de turistas chinos siguiendo la banderita de un guía que los conduciría a las maravillas de Al-Andalus en la Alhambra, a las callejuelas moriscas del Albaicín o la ciudad levítica y cristiana. Demasiada densidad histórica en un par de kilómetros cuadrados. Este año los turistas chinos también se agolpaban en las farmacias de Granada para aprovisionarse de mascarillas. Esas mascarillas que durante semanas aquí ha sido imposible encontrar y que, c’est la vie, el gobierno español y los diversos gobiernos autonómicos han tenido que comprar a fabricantes chinos.

Granada tiene bien presente la memoria de todas sus guerras: desde la conquista de la ciudad por los Reyes Católicos o la guerra contra los moriscos que narró Diego Hurtado de Mendoza, a la brutal represión franquista que acabó con la vida de García Lorca junto a otros tantos miles de granadinos. Sin embargo, no hay memoria en Granada de los diversos contagios y epidemias que ha vivido. Una guerra la causan hombres y es, por tanto, recuerdo humano y político. Un contagio es causado por un pequeño organismo, eso que los antiguos llamaban miasmas y es, por tanto, recuerdo médico y científico. Los cambios sociales, económicos, culturales o sexuales provocados por una guerra están inscritos a fuego en nuestro imaginario. Nos acordamos de 1918 porque ese año acabó la Primera Guerra Mundial, pero olvidamos que ese mismo año murieron cerca de cuarenta millones de personas por la “gripe española”, así llamada porque España no participó en la guerra y, por tanto, no censuraba la información sobre la devastadora expansión de la epidemia.

Apenas tenemos memoria en Granada de la peste de 1679, la fiebre amarilla de 1804, o de las oleadas de cólera en 1833 y 1855, así como tampoco de la grippe del 18. La Granada musulmana fue un ejemplo de higiene y cierta inmunidad frente a las pestes medievales. El reino nazarí, heredero de gentes del desierto, rendía culto al agua y la limpieza. Precisamente un granadino del siglo XIV, el poeta y médico Ibn al-Jatib, es el autor de uno de los primeros tratados occidentales sobre la peste. Desde entonces el confinamiento en las casas y el aislamiento de los contagiados en lazaretos es la primera regla en la lucha contra todo contagio.

Estos días he paseado por una Granada fantasmal. Una ciudad muerta. No la que quisiera Ángel Ganivet, el suicida del 98, en su libro Granada la bella. Sino una ciudad metafísica, de posguerra dominical. Solo recordaba algo así en un paseo de mi infancia durante un mediodía tórrido de un mes de agosto, vivía Franco todavía. El silencio y el agua, y esas callejuelas de la ciudad levítica que Le Corbusier detestaría. Yo y Granada, como en ese paseo infantil, como en esos versos del poeta Javier Egea en su libro Paseo de los tristes: “Después miré a la calle / y era la misma puerta para todos: / la vida no existía”.

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(Granada, 1964) es crítico literario, ensayista y profesor de literatura española y literatura comparada en la Universidad de Almería (España).


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