Foto: Hernandez Itahisa/Abaca via ZUMA Press

Visiones desde la cuarentena: Madrid

En la zona cero, el bullicio y la alegría de las calles ya no está y el miedo se ha instalado. Pero las flores anuncian la llegada de la primavera. Reunimos en esta serie testimonios de la cuarentena más extensa de la historia.
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Me piden que escriba unas breves notas con noticias sobre cómo se vive el confinamiento en Madrid. Lo primero que pienso es cómo voy a hablar de una ciudad que solo veo a través de mi balcón. Y enseguida me pregunto qué tanto puede diferir la sensación que se tiene del encierro en Madrid con respecto a otras ciudades. Es decir, si estar en la “zona cero” cambia o no nuestra visión con respecto a otros lugares.

Tal vez la única respuesta satisfactoria sea contar lo que pasa en mi calle, lo que puedo ver desde mi ventana. Vivo en el barrio de Argüelles, en el centro de Madrid, muy cerca del campus de la Universidad Complutense. Mi casa está en un edificio con historia, la Casa de las Flores, donde vivió Pablo Neruda en tiempos de guerra y que describió en un poema del que los vecinos nos sentimos orgullosos:

Mi casa era llamada
la casa de las flores porque por todas partes
estallaban geranios: era
una bella casa
con perros y chiquillos.
Raúl, ¿te acuerdas?
¿Te acuerdas, Rafael?
¿Federico, te acuerdas
debajo de la tierra,
te acuerdas de mi casa con balcones en donde
la luz de junio ahogaba flores en tu boca?
¡Hermano, hermano!

Todo
eran grandes voces, sal de mercaderías,
aglomeraciones de pan palpitante,
mercados de mi barrio de Argüelles con su estatua
como un tintero pálido entre las merluzas:
el aceite llegaba a las cucharas,
un profundo latido
de pies y manos llenaba las calles,
metros, litros, esencia
aguda de la vida,
pescados hacinados,
contextura de techos con sol frío en el cual
la flecha se fatiga,
delirante marfil fino de las patatas,
tomates repetidos hasta el mar…

Desde hace años, ya no se oyen chiquillos en la Casa de las Flores. Debajo de mi portal hay una residencia de ancianos que desde mediados de marzo está estrictamente cerrada: gran parte de la población del barrio es gente mayor, que sale a comprar a las pequeñas tiendas y tomar el aperitivo en las terrazas, que en esta época del año empiezan a abrir. No hay terrazas abiertas estos días, ni tiendas, y veo a muchos de mis vecinos mayores aplaudir a las ocho de la tarde, y doy gracias cada día en que vuelvo a ver que se asoman, desafiando a esta enfermedad que ha sido tan inclemente con su edad. En mi barrio de Argüelles se siente el miedo de los viejos, y a los más jóvenes, o por lo menos a mí, eso me entristece. Me avergüenzo ante su mirada cuando salimos a aplaudir a las ocho, me avergüenzo por tener la edad que tengo y la posible inmunidad que eso me otorga.

También hay estudiantes en mi barrio. Estudiantes universitarios que en el mundo de ayer no nos dejaban dormir, gritando en las calles como hordas de bárbaros nocturnos. Hoy están en sus casas, imagino muchas de ellas compartidas con otros estudiantes como ellos. A las ocho también me los encuentro, nos miramos con solidaridad, ellos aprovechan esos minutos para gritar, poner música y bailar un poco, incluso para cantar algún cumpleaños. Los primeros días de la cuarentena había euforia y energía: asistí a un partido de tenis entre dos ventanas, la pelota viajaba rauda de un lado a otro de la calle Gaztambide. Hoy domingo 19 de abril ya no es así: hasta los más jóvenes se han vuelto silenciosos a medida que Madrid va contando sus muertos.

Salgo de vez en cuando a comprar merluza y pan y sal de mercaderías, pero la esencia aguda de la vida de la que hablaba el poeta ya no está. Hacemos fila, a veces más de una hora, forrados en nuestras máscaras y guantes, a dos metros de distancia de los demás, y nos miramos sin entender mucho de lo que está pasando y cómo será mañana. Salir al supermercado es una aventura hostil, como atravesar un campo de batalla donde el enemigo está en todas partes.

Desde mi ventana solo veo un pequeño trozo de la calle Princesa, la arteria principal de la zona. Hay poco tráfico, algunos autobuses, unos pocos taxis e, infortunadamente, muchas ambulancias. Las sirenas a todas horas son el ruido ambiente de mi calle.

Entonces tal vez sí, al poner en palabras todo esto pienso que sí, que estamos en la zona cero, que el bullicio y la alegría de estas calles ya no está, y que el miedo se ha instalado en nuestras vidas. Cuando esta conciencia me deprime, de pronto veo por todas partes estallar las flores, y entonces caigo en que ha llegado la primavera y que, a pesar de todo, puedo repetir los versos de Salvatore Quasimodo:

Y el hombre que en silencio se avecina
no esconde un cuchillo entre las manos,
sino una flor de geranio.

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es directora editorial en Penguin Random House.


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