Rafael Nadal ha hecho una proeza universal en el mundo de los deportes. Ha ido más allá de lo que se podían considerar sus límites. En vísperas del Abierto de Australia, casi parecía pensar en la retirada, y lo hubiera hecho desde la cumbre y compartiendo honores con Roger Federer y Novak Djokovic; lo vimos todos con muletas y hasta desanimado si puede decirse eso de un hombre afable y cercano, caballeroso siempre, que ha hecho de la resistencia y de la resiliencia dos armas de trabajo. Luego pasó lo que pasó: por si no hubiera tenido bastante, sufrió la covid y dio la sensación que el 2022 podría ser un año aciago y preocupante. Abonado a los milagros corporales y mentales, volvió a competir, ganó en Sydney y decidió participar en Melbourne. Cabía suponer que era más por recuperar las sensaciones o por el deseo de volver a sentirse tenista que por el afán de ganar el título, que se le antojaba una tarea más que titánica en la esfera de los imposibles.
Empezó el torneo y Nadal, como siempre, demostró lo mejor que sabe hacer: competir. Ese verbo que, a fuerza de énfasis, ha adquirido un nuevo valor. Competir es entregarse al máximo, dejarse el cuerpo y la mente en pos de la victoria. Esforzarse al máximo. Y Rafael Nadal, que es un gladiador incesante y a la vez un héroe ferozmente humano, fue paso a paso. De menos a más, como suele hacer. Se crece partido a partido como si fuese encontrando poco a poco, en el sobreesfuerzo y la dificultad, nuevos resortes, una puesta a punto cada vez más perfecta y una reserva de resistencia, sufrimiento y coraje. Su partido con Karen Khachanov fue un punto de inflexión y el que jugó ante Denis Shapovalov ya resultó increíble: Nadal estuvo batido, no podía ni con el cuerpo ni con el alma, sus piernas eran de plomo y el destino se antojaba más obtuso que una montaña rusa. Con todo, exhausto, diezmado por un golpe de calor, y ayudado por la inexperiencia o lo que fuese del tenista canadiense logró ganar. Ese triunfo, más que agónico, casi inconcebible, le dio alas. Le renovó la sangre, la fuerza de los muslos y tal vez su ambición, si algo así puede decirse de Nadal. Ante Matteo Berretini, vimos al tenista renacido y determinante de siempre que buscó la victoria desde el principio. Además de su juego tan variado e intenso que no da tregua, de esa concentración a prueba de balas o de interferencias, Nadal usó la sorpresa: pareció el jugador resucitado y decidido que poseía una energía casi nunca vista. Ganó en cuatro sets y provocó un nuevo pasmo universal. ¿Cuántas vidas tiene este tenista, dónde están sus límites, esos sobre los que escribió David Foster Wallace, seguidor acérrimo de Roger Federer, al que llamó “el jugador perfecto”?
En la final, realmente inesperada en sus circunstancias físicas, lo esperaba Daniil Medvedev, al que ganó en septiembre de 2019 la final del Open USA en un partido inolvidable donde el ruso le igualó los dos primeros sets y se jugaron el trofeo en un quinto set no apto para cardíacos, de puro suspense y de abundantes alternativas. Impresionante. Uno de esos sets donde todo lo inverosímil se hace evidente y a la vez una corriente alterna de incidencias. Medvedev, en cierto modo, parecía haberle tomado la medida a Nadal, o parecía saber sus puntos de flaqueza. Y exhibía una fuerza mental comparable a la suya con ese juego apabullante, variado, de equilibrista que se atreve, una y otra vez, con el más difícil todavía. Medvedev era, de entrada, el favorito. Aunque parezca chocante. Pero los apriorismos ante Nadal rara vez sirven. Sucedió en la final de Roland Garros de 2020 cuando venció a Novak Djokovic, que parece poseer otra roca de consistencia y de furiosa determinación en el cerebro. Le venció en tres sets y le endosó un 6-0 en la primera manga. Nadal se habría preparado mejor y esa capacidad de análisis de la psicología de rival y de improvisación son factores de su carácter. Nadal es un estudioso, en primer lugar, de sí mismo y a la vez un perfeccionista.
Daniil Medvedev, íntimamente al menos, se sentía superior. Y, además, por múltiples razones y por sus sueños desde niño, quería vencer. Vencer a Rafa Nadal era someter un poco al ‘Big Three’ (los de los 20 títulos de ‘Grand Slam’) y recordarle al público que los revoltosos como él tienen un sitio en la cúspide. Medvedev no se muerde la lengua, como no se la mordió Shapovalov ni lo hace Kyrgios, y a veces la exquisita corrección de Nadal, su caballerosidad y sus triunfos incomodan. Los jóvenes, geniales, espléndidos y quizá levemente inconstantes, no acaban de consolidar el relevo. Es decir, por todo ello y porque Medvedev aspira a hacer una gran carrera, las posibilidades de Nadal palidecían.
Y así, con esa casuística de detalles, de afanes y de rencores suaves, más o menos explícitos, se jugó el partido. El ruso se presentó como le gusta: apoteósico, dominador, seguro de sí mismo. Ebrio de inspiración y dispuesto a asumir riesgos. Golpea de manera excepcional aunque sea poco ortodoxo. Es impetuoso y tal vez soberbio. Ganó los dos primeros: Nadal apenas compareció en el primer juego, o sí lo hizo para medirse y hallar su punto exacto de resistencia y de golpeo. En el segundo, pugnó como suele hacerlo, pero aun así el ruso había puesto la directa y parecía que era su día. Otro de sus días. Nadal siempre es Nadal, y rara vez está muerto. O, dicho de otro modo, casi nunca se abandona ni cede, cuando lo fácil sería darse por vencido. Siempre considera que la mejor manera de honrar una derrota es con el arrojo que exige la victoria. Se hizo con el tercer y cuarto sets. Y forzó el quinto set. Ahí se igualaron las fuerzas. Medvedev no se ausentó nunca del partido y no iba a hacerlo a la hora de la verdad. La prueba real fue cómo remontó ese 5-3 adverso y nos puso a la intemperie más absoluta del desánimo y la duda a los que íbamos con Rafa Nadal. Igualó. Y, entonces, en esa novela vertiginosa que puede una final de tenis, en ese thriller donde los pequeños matices redactan el guion impensable, Nadal logró la victoria por 7-5. Era lo que deseaba el público y eran veintiún torneos de ‘Grand Slam’, la cifra más alta de la historia del tenis masculino. Nadal diría luego que este ha sido el mejor partido de su vida. O cuando menos uno de los más emocionantes. Sin duda. Y habría unos cuantos que evocar: una victoria y una derrota ante Federer en Wimbledon; una final ante Djokovic en Australia en 2009 (la larga de la historia), la final del Open USA de 2019, etc.
¿Qué sucedió, en realidad? Que Rafa Nadal se reencontró a sí mismo y se reencontró con su fuerza de voluntad, con su lucidez, con su inteligencia, con su audacia y con algo más: el tenis es un juego tan serio y heroico en el fondo (capaz de alargarse hasta las cinco horas y veinticuatro minutos) que se entrega hasta el fin. Que lo da todo. Que no se desmorona. Que se ratifica en su continuo desafío a los adjetivos. Y que sí, que con él no existe lo imposible. Siempre está en el camino de la victoria con toda la ambición de la tierra. Y lo más hermoso es que a su paso, en el eco de los partidos, tras la lista de títulos y de proezas humanas, sí, pero también desmesuras, queda un rastro de ejemplaridad y de exaltación de valores eternos como el respeto al rival y el respeto al público. Y, ya puestos, la afirmación de su identidad competitiva que nunca nunca le ha desquiciado ni le ha hecho perder el control de la realidad.
En Rafa Nadal, los sueños se cumplen. Porque junto al talento, que lo ha tenido y lo tiene, y es más inmenso de lo que se le ha reconocido, como dice su amigo y adversario Roger Federer, posee “una increíble ética de trabajo, dedicación y espíritu de lucha”. Podría sumarse que es un estratega, que aprende de cada partido y que la verdadera épica de su personalidad y de sus éxitos –en este momento es “el más grande de la historia del tenis”– empieza por la aceptación de la magnitud del contrario.
es escritor y responsable del suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón. Entre sus libros recientes están Golpes de mar (Ediciones del Viento, 2017) y Cariñena (Pregunta, 2018)