Montevideo

(Anti)consejos para visitar Montevideo

Para un argentino, pasear por Montevideo es muy parecido a pasear por algunas ciudades de su propio país. Pero Uruguay se encarga de recordarle a cada rato que está en otra parte.
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Por la ventanilla del bus que me lleva de Colonia a Montevideo, veo un reloj electrónico, instalado en una marquesina. Dice que es una hora más temprano de lo que indica la pantalla de mi teléfono. ¿Cuál de los dos es incorrecto? El teléfono, difícil: siempre que estuve en otro país con un smartphone, el aparato cambió su hora de forma automática para adaptarse al huso local. El reloj en la vía pública, más difícil aún: se lo ve demasiado nuevo y reluciente como para que sus operadores cometan semejante descuido. En el siguiente autobús, el que me lleva desde la terminal de Tres Cruces hasta el centro de la capital uruguaya, alguien me lo confirma: mi teléfono inteligente está equivocado.

Es raro, además, porque yo estaba convencido de que ambos países compartían el huso horario. Y, sin embargo, lo más raro no es nada de eso. Si mi teléfono sigue marcando la hora de Argentina y ahora que estoy en Uruguay es una hora menos, quiere decir que tenemos que añadir una nueva particularidad a esta región del mundo: es una de las pocas en las cuales, viajando hacia el este —es decir, en sentido opuesto a la rotación del planeta—, en vez de hacerse más tarde, se hace más temprano. Recuerdo entonces el vuelo de United Airlines que partió de Shangái en 2017 y llegó a San Francisco en 2016. Recuerdo también a Phileas Fogg, cuyo viaje ganó un día gracias, precisamente, a que se desplazó hacia el este. No di la vuelta al mundo, me digo, ni crucé la línea internacional del cambio de fecha. Pero crucé el Río de la Plata, que a veces es un lugar aún más extraño.

Tardo un día entero en descubrir que mi presunción era correcta: en ambos países es la misma hora. El error fue del teléfono, que modificó su reloj siguiendo un horario de verano que Uruguay hace un par de años dejó de adoptar. Es un problema que no solo sufrimos quienes vamos de visita a ese país, sino los propios uruguayos. La Administración Nacional de Telecomunicaciones emitió en septiembre, “a efectos de evitar posibles inconvenientes”, un comunicado en el cual recomendaba quitar el ajuste automático de la zona horaria y seleccionar GMT -03:00 (Argentina). Me lamento una vez más de no haberle cambiado la pila a mi viejo reloj de pulsera.

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Montevideo es una ciudad muy amable. Imagino que esto es apreciable por cualquiera, pero sobre todo para quienes estamos habituados al ritmo frenético y alocado de Buenos Aires. Los uruguayos son argentinos unplugged, escribió en alguna parte Rodrigo Fresán. Uno se siente allí como en casa, pero en una casa mejor. El porteño prototípico se jacta de que la avenida principal de Buenos Aires, la 9 de Julio, es la más ancha del mundo. La principal de Montevideo es justo el doble —18 de Julio—, pero a los montevideanos les da igual. Parece una avenida muy secundaria de la capital argentina. A dos o tres cuadras de distancia, uno ya está en un barrio, lejos de los frenazos y las bocinas. Y un poco más allá, la playa. Buenos Aires fue construida de espaldas al río. La relación de los porteños con el Plata es mucho más teórica y metafórica que real. Montevideo no solo lo mira de frente, sino que lo acaricia, lo besa, lo tiene tomado de la mano todo el tiempo. Los montevideanos no le dicen río, le dicen mar.

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En los últimos días del año pasado, Télam, la agencia oficial de noticias argentina, difundió una serie de “consejos” para quienes veranearan en Uruguay. Entre las recomendaciones se cuentan, para quienes van en auto, no beber alcohol si se va a manejar y parar en los carteles de Pare, y, para quienes entran en un negocio, esperar el turno y saludar antes de preguntar algo. No es broma. Todo esto, tan elemental, hay que señalarlo especialmente antes de ir otro país.

Poco después, el diario La Nación, de Buenos Aires, publicó en su sección “Cartas de los lectores” un breve texto de un uruguayo que, en tono humorístico, añadía algunos consejos a los de la agencia Télam. Proponía allí “disimular el acento porteño autosuficiente”, evitar nuestro “inaguantable pasito corto y compadrón” y “hablar más bajo, no es necesario alardear a los gritos”. “No nos elogien tanto —pide también—, no precisamos que nos pasen a cada rato la mano por el lomo. Déjense de jorobar con que aman el Uruguay, nadie ama el Uruguay, ni siquiera nosotros mismos”.

Estos “consejos” se viralizaron en las redes sociales y causaron, como era de esperarse, indignación en mucha gente (porteña). Y yo entiendo que muchas veces las burlas irritan. Pero de inmediato recordé una sensación que experimenté muchísimas veces, y que me consta que muchos otros han experimentado igual que yo: la de ser argentino y vivir en otro país y, al advertir que se acerca un porteño con acento porteño autosuficiente y alardeando a los gritos, desear “que no se den cuenta de que ese viene del mismo país que yo”.

Y que conste que nunca dije que ame Uruguay.

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Una de las mejores —y más vendidas— novelas argentinas del año pasado fue La uruguaya, de Pedro Mairal. Cuenta la historia de un escritor argentino que viaja por un día a Uruguay con el fin de cobrar un dinero que le envían desde el extranjero, en una época en la cual en Argentina había muchas restricciones para recibir transferencias internacionales. El pasaje que más me gustó fue el del encuentro del protagonista con Enzo Arredondo, escritor argentino que vive en Montevideo y que se parece mucho al escritor argentino y residente en Montevideo Elvio Gandolfo. “Hay que tener cuidado con Montevideo”, aconseja Arredondo. Luego se explaya:

“Acá hay como un Triángulo de las Bermudas, es bravo. Es como un lado B del Río de la Plata, el otro lado, eso te come, te liquida. Si no lo sabés llevar te mata. Hay que tener cuidado con Uruguay, sobre todo si venís pensando que es como una provincia argentina pero buena, no hay corrupción, ni peronismo, se puede fumar marihuana por la calle, el paisito donde todos son buenos y amables y esa boludez. Te descuidas y Uruguay te coge de parado”.

Y después agrega otro motivo de precaución: son mordedores.

“Los rugbiers que se comieron a los amigos en el accidente de los Andes, los indios que se comieron a Solís, el tiburón Suárez cuando lo mordió al italiano […] No es casualidad. Son bravos”.

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Así que parece que no solo no tenemos que elogiar demasiado a los uruguayos, sino que tampoco tenemos que fiarnos de su amabilidad. El caso es que, aunque el acento a ambos lados del Plata sea parecido, los kioscos exhiban las portadas de muchas revistas de Buenos Aires y muchas cosas se asemejen un montón, las veces que anduve por Montevideo me pasó lo que a cualquier argentino que anda por allá: encontrar a cada rato pequeños detalles que me recordaban que estaba en otro país. Alguien más paranoico que yo incluso podría pensar que lo de la hora en los teléfonos lo hacen a propósito, como para decirnos: tenemos la misma hora, es cierto, pero no se confíen, que no es igual. Quién sabe.

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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