Foto: Fronteiras do Pensamento / CC BY-SA (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/2.0)

En contra de Piketty (y de los criptosocialistas)

Una lectura crítica de las tesis del economista francés.
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El problema con los criptosocialistas como el economista francés Thomas Piketty es que son tartufos, confusos y engañadores. Líbrame de las aguas tibias, reza la Biblia, que de las turbias me libro yo. Hoy en día, a poco más de 20 años de la caída del Muro de Berlín y del desplome del sistema comunista, es mucho más peligroso un criptosocialista que un procomunista abierto, belicoso y confrontativo. Qué tan engañador podrá ser Piketty que hasta Letras Libres lo incluyó recientemente en sus páginas, en la forma de un adelanto de Capital e ideología, su más reciente libro (Grano de Sal, México, 2020), y de una reseña escrita por Roger Bartra.

Por su enfoque, motivación y sobre todo intención política, esa obra y su reseña se compadecen poco con la línea editorial de la revista, en favor de la democracia liberal y de la economía de mercado, que es la expresión económica de ese sistema.

La primera gran dificultad con el texto de Piketty es que nunca hace explícito que las desigualdades entre los individuos son de diverso tipo. Es decir, que la desigualdad como problemática humana no es una singularidad. Hay desigualdades de tipo físico (fuertes frente a débiles), intelectual (inteligentes frente a lerdos), artístico (virtuosos frente a torpes) y, destacables en estos tiempos tan escasos de héroes auténticos, de excelencia deportiva (estrellas frente a mediocres). El poder político entraña asimismo una forma de desigualdad y, por desgracia, también la apostura o fealdad de hombres y mujeres. ¿Contra cuáles de esas variantes de la desigualdad tiene antagonismo el escritor Piketty? La pregunta no es ociosa, en razón de que la propia explicitación de esos fenómenos confirma que la igualdad absoluta entre los seres humanos es una imposibilidad, una utopía. Pero como buen tartufo intelectual, Piketty se cuidaría de abrir esos frentes en su tratamiento del tema de la desigualdad en razón de que, de hacerlo, pondría de manifiesto la falsedad de sus argumentaciones.

Claramente, la variante de la desigualdad que interesa a ese autor es la que deriva del fenómeno de la propiedad privada. Pero sus reflexiones son muy imperfectas, ya que Piketty nunca se pregunta sobre qué o cuáles cosas se tiene ese propiedad. La figura jurídica de la propiedad no solo se manifiesta con bienes materiales como unidades productivas (fábricas) o tierras. También existe la variante de la propiedad de bienes intangibles. Es el caso, por ejemplo, de las patentes y de los derechos de autor, y también de los profesionistas –arquitectos, abogados, médicos– que no derivan un ingreso de ser dueños de empresas o de grandes extensiones de tierra, sino de su talento en sus campos respectivos de actuación. ¿Qué pretendería Piketty en esos casos? ¿Qué sus ingresos se emparejaran por medio de la fuerza pública con los de sus colegas menos eminentes? Absurdo.

Con la malicia que caracteriza a los criptosocialistas, Piketty no hace referencia a las manifestaciones de desigualdad que siempre existieron en los países comunistas y en particular, todavía actualmente, en Cuba y en Corea del Norte. En esos regímenes aparece una enfermedad social todavía más grave que la desigualdad observable en las democracias con economía de mercado: la pauperización sin remedio de las grandes masas, incluyendo desde luego a la clase trabajadora, es decir, el proletariado en cuyo beneficio supuestamente fueron instauradas.

Piketty, ya se ha dicho, parece ignorar en sus escritos todas las formas de desigualdad ya enunciadas, para concentrar su atención en solo una de ellas: la que proviene del fenómeno de la propiedad y de aquellos que son dueños de activos cuantiosos. Ya planteado el blanco de sus diatribas, habla de “la sacralización” de la figura jurídica de la propiedad y de que, “según el propietarismo más exigente… la caja de Pandora de la redistribución de la propiedad no debe abrirse nunca”. Ya afinada la puntería, pontifica: “Estoy convencido de que podemos utilizar las lecciones de la historia para definir un estándar de justicia e igualdad más exigente en materia de regulación de la propiedad que la mera sacralización de los derechos del pasado”. En términos de ese autor, hay que rechazar la “opción cómoda de tomar como dadas las situaciones heredadas y naturalizar las desigualdades producidas a continuación por el ‘mercado’”.

¡Combatir la desigualdad mediante la redistribución de la propiedad! La fórmula no tiene nada de nueva. Su expresión más extrema fue precisamente el comunismo, que tuvo resultados funestos tanto en el orden social como en el económico. En alguna ocasión, Churchill dijo que el capitalismo era un sistema con la capacidad para crear mucha riqueza repartida inequitativamente, mientras que el socialismo contaba con una gran capacidad para crear mucha pobreza, repartida con equidad. Además de su inviabilidad económica, el comunismo necesitó, mientras duró, de un monstruoso aparato represivo para su instauración y subsistencia.

Otra expresión un poco menos extrema de la búsqueda de igualdad mediante la redistribución de la propiedad han sido los regímenes populistas como la república bolivariana en Venezuela, que han resultado tan disfuncionales e inviables como el propio comunismo.

De manera adicional, los esquemas impositivos con progresividad creciente y tributos sobre las herencias no tienen tampoco nada de nuevo: han estado en vigor desde hace décadas en los países de economía de mercado, y de todas maneras la tributación tiene límites, pues obviamente los impuestos no pueden ser confiscatorios.

Un marxista ortodoxo podría argumentar que al pasar de un régimen capitalista al comunismo desaparecería la figura de la propiedad. El argumento es, desde luego, falso. Lo que ocurriría de hecho en ese caso es que la propiedad simplemente pasaría de manos privadas a manos del Estado. En el camino, lo que podríamos vaticinar es que las unidades productivas terminarían perdiendo su capacidad para generar excedentes. Simplemente –lo demuestra la historia– los administradores de empresas estatales no tienen incentivos para buscar la eficiencia, la productividad, la innovación, la competitividad. El incentivo que sí suelen tener, y lo han demostrado hasta la saciedad, es el de saquear en beneficio propio las empresas estatales cuya administración se les ha confiado.

Sería interesante conocer mediante cuál procedimiento piensa Piketty que la propiedad debería ser repartida. La confiscación es ilegal y la expropiación mediando indemnización estaría fuera del alcance presupuestal de cualquier gobierno, además de que no mejoraría en nada el problema de la desigualdad. Parecería en verdad que el autor criptosocialista es o muy ingenuo o demasiado maquiavelico para saber qué es exactamente lo que quiere destruir: el fundamento legal de la economía de mercado, o sea, del muy odiado capitalismo.

El fundamento psicológico de la economía de mercado son los famosos “espíritus animales” de Keynes, sin los cuales “la empresa declinaría hasta fallecer”. El fundamento jurídico es la protección de los derechos de propiedad. En peligro permanente de expropiación, ¿quién en su sano juicio se atrevería a establecer una empresa? ¿O hacerla crecer a través de la acumulación de capital? Como lo predica la teoría económica, en el capitalismo los empresarios tienden a ser maximizadores. Y eso es lo que hace al sistema más eficaz y productivo que el de la economía estatizada o el del cooperativismo, con sus incentivos difusos.

Por otro lado, Piketty podría argumentar que su propuesta no es inducir una transición de la economía de empresa privada a una de Estado, sino repartir la propiedad de las clases más acaudaladas entre las menos favorecidas. El planteamiento quedaría empantanado de salida por cuatro obstáculos insuperables. El primero, ya mencionado, es el procedimiento para llevar a cabo la redistribución. El segundo, la definición de los criterios para llevar a cabo la reasignación de la propiedad que se reparta. El tercero, la definición de algún mecanismo para evitar acumulaciones excesivas de propiedad después del reparto inicial. Y el cuarto y más importante, que la posesión de bienes en propiedad, especialmente de unidades productivas, trae implícita una obligación de manejar esas propiedades con eficacia y rentabilidad. Y esa obligación implícita no es cosa de escasa importancia: es el principio entrevisto por Adam Smith de que cada ciudadano, buscando su beneficio individual, contribuye al logro del bien común.

Que Piketty tenga en la cartera la finalidad perversa de redistribuir la propiedad no la hace deseable y por lo tanto digna de consideración. Es cierto, y hay que admitirlo con todas sus letras, que el capitalismo no genera igualdad. No la genera por el hecho simple, aunque de una gran profundidad, de que se trata de un sistema que recompensa el éxito económico y castiga el fracaso. Pero, en compensación, el sistema de economía de mercado posee la capacidad intrínseca de generar prosperidad colectiva, y ha sido en los países con ese enfoque donde las masas trabajadoras han logrado conseguir los niveles más altos de bienestar material. En la sufrida senda de la civilización hacia el desarrollo ha quedado refutada de forma tajante la profecía de Marx sobre la pauperización creciente del proletariado. En realidad, en donde el proletariado ha quedado pauperizado y sin esperanza ha sido en los países con economía estatizada, como la Cuba de los Castro o la Venezuela de Maduro.

Mounsier Piketty: la redistribución de la propiedad nunca ha sido, ni será, solución para la desigualdad. Tampoco una fórmula para el progreso económico de los pueblos. Pero, alejándose de las propuestas falaces de ese corte, es incontestable que los gobiernos del mundo deben hacer esfuerzos en favor de la igualdad de oportunidades, al menos en el campo de la educación. Y en los países en desarrollo, para combatir la pobreza extrema. En muy buena medida, el reclamo de las mujeres y de los grupos minoritarios podría ser atendido con una mayor insistencia en la igualdad de oportunidades.

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cuenta con posgrados en economía por El Colegio de México y la McGill University, de Montreal. Trabajó por más de treinta años en el Banco de México y ha tenido a su cargo el proyecto de la historia del banco central


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