Probablemente no hay dos países en el mundo más disímiles y que compartan una frontera tan importante como Estados Unidos y México. Habiendo crecido en México, pero después de 18 años en Nueva York (si es que vivir en esta ciudad califica como “vivir en Estados Unidos”), creo tener algunos elementos que me permiten comprender argumentos como los que recientemente han surgido respecto a la ley migratoria firmada por la gobernadora Jan Brewer de Arizona.
Como parece ser común estos días, los medios de comunicación en ambos lados de la frontera han desinformado al público repitiendo verdades a medias y flagrantes mentiras acerca de esta iniciativa.
Es relevante aclarar algunos hechos, con el propósito de analizar con un poco más de seriedad las implicaciones de lo que está ocurriendo:
1. Desde hace 58 años, la ley federal dice que todo inmigrante legal que tenga más de 18 años de edad debe traer consigo, en todo momento, la documentación que lo acredita como tal. Desde que recibí mi “green card”, hace una docena de años, sabía que por ley la tengo que traer conmigo en todo momento. Nadie lo hace porque pocas cosas implican trámites más engorrosos que perderla, pero la ley lo exige.
2. En 2008, la Corte Federal de Apelaciones ratificó la constitucionalidad de una ley estatal en Arizona que prohibía la contratación de empleados que no pudieran acreditar su residencia legal.
3. La ley ratificada recientemente no dice en lugar alguno que es legal detener a una persona porque tenga apariencia mexicana o latina, para pedirle papeles.
Lo que sí hace la ley es darle más margen de maniobra a un policía, por ejemplo, quien para detener a alguien necesitaba asumir una “causa probable” de que alguien estaba haciendo algo ilegal, y ahora requiere sólo de una “sospecha razonable”. Más aún, se abre la posibilidad de que ciudadanos comunes y corrientes demanden legalmente a las autoridades del estado si, a su criterio, no están aplicando la ley.
Es un hecho, también, que la consecuencia económica para el estado de Arizona, por haber adoptado esta ley, será significativa. La pregunta relevante, en mi opinión, es por qué la gobernadora del estado, absolutamente consciente del costo, tomó una medida así. La respuesta más sucinta es que ganó capital político haciéndolo.
Es importante entender que hay muchas condiciones que hacen que Arizona sea un estado peculiar. Por una parte, es un estado que históricamente ha sido poco amigable con las minorías raciales, y que fue incluso demandado en cortes federales por rehusarse a celebrar el feriado nacional por el natalicio de Martin Luther King; por otra, como todos los estados “de retiro” como California, Florida y Nevada, ha sido particularmente afectado por el desplome del mercado inmobiliario y por la crisis económica.
A pesar de que estoy convencido de que la principal característica que explica la enorme capacidad empresarial y la fortaleza de Estados Unidos es el hecho de que es un país de inmigrantes, nunca en la breve historia del país ha cesado la discusión con respecto a los beneficios de recibir o no con los brazos abiertos a grandes poblaciones que salen de países con problemas económicos buscando un mejor destino.
La migración irlandesa del siglo XIX salió de su país por la llamada “hambruna de las papas”, cuando una plaga acabó con las cosechas del tubérculo; subsecuentemente, la migración italiana, la de Europa del este, la rusa, la china, todas han tenido un elemento en común: el país del que emigran es quien pierde a su mejor gente. Los que se van son los más audaces, los que no temen trabajar de sol a sol, los que están dispuestos a tomar el riesgo, los que se atreven a llegar a un país cuyo idioma no hablan (a excepción de los irlandeses), a separarse de sus familias, a arriesgarse a ser deportados, etcétera. Ese valor y empuje es exactamente lo que los hace salir adelante y cimentar un mejor futuro para sus hijos y nietos.
Todos y cada uno de estos grupos de inmigrantes fueron, en su momento, rechazados, vejados y discriminados; en todos los casos fueron víctimas de abuso. Repetidamente, como ocurre hoy en día, la conscripción al ejército en medio de conflictos militares, desde la Guerra de Secesión hasta las actuales guerras en Irak y Afganistán, ha sido una vía para que jóvenes inmigrantes accedan a la ciudadanía al arriesgar sus vidas.
Típicamente, el crecimiento de actitudes xenofóbicas y antiinmigrantes está directamente relacionado con la caída del empleo en épocas recesivas. Considerando que, en su definición más amplia, el desempleo en Estados Unidos rebasa 17%, lo que estamos viendo no sólo es típico, sino también sólo el principio.
Irónicamente, sin embargo, la diferencia fundamental entre los enormes problemas demográficos que enfrenta Europa, y los problemas demográficos –más manejables- que enfrenta Estados Unidos, es precisamente el mayor flujo de migrantes hacia este último. Razonablemente, entonces, debería resultar evidente a la población estadounidense –que lucha por pagar por el creciente costo de tener cada vez más viejos que viven cada vez más años- que recibir a inmigrantes jóvenes es positivo. No es el caso.
Los argumentos para defender a los inmigrantes abundan, pero los argumentos en contra –algunos verdaderos y muchos falsos- siempre encontrarán eco más fácilmente. Además del entorno económico negativo, es fácil asustar a la gente por dos motivos. Primero, porque los inmigrantes son diferentes a ellos; segundo, porque la inmigración ilegal pone el dedo en la llaga de otro problema mucho mayor, la porosidad de la frontera que separa a ambos países. En estricto sentido, en una frontera por la que cruzan ilegalmente cientos de miles de migrantes, pueden pasar drogas, armas, materiales radioactivos, terroristas, etcétera.
En forma que me parece negligente e increíble, el gobierno mexicano parece ignorar el hecho de que el mundo cambió ante los ojos del estadounidense promedio después de los ataques del once de septiembre. Cuando oigo los comentarios en México de políticos, intelectuales y analistas indignados por la “racista” iniciativa migratoria de Arizona, no sé si reír o llorar. No entienden nada, pues viven un sueño de opio en el cual México le importa a los estadounidenses.
Hoy en día, la relación de Estados Unidos con América Latina en general, y con México en particular, no aparece siquiera en la lista de las diez situaciones que potencialmente le quitan el sueño a Hillary Clinton, quien está a cargo de las relaciones internacionales del gobierno de Obama. Como alguna vez me dijo Andrés Oppenheimer cuando compartíamos una reunión con Bill Clinton (donde éste subrayaba la “enorme” importancia de nuestra región para Estados Unidos), el propio ex presidente menciona sólo dos veces a América Latina en sus muy extensas memorias.
Lo que determina, por definición, la atención del ejecutivo, de legisladores y de los poderosos grupos de cabildeo es el ejercicio del presupuesto público, los más de 700 mil millones de dólares que se han gastado en la guerra de Irak, y los 270 mil millones gastados en Afganistán, por ejemplo. Estos le dan de comer a muchos legisladores en cuyos distritos se emplea a cientos de miles de trabajadores que hacen armas, aviones, helicópteros, vehículos blindados, etcétera (¿se ha puesto usted a pensar cómo se justifica que el gasto militar estadounidense en Afganistán sea doce veces el Producto Interno Bruto anual de ese país y se esté “perdiendo” la guerra? ¿Qué hubiera pasado si se hubieran gastado la mitad en escuelas, hospitales, aeropuertos, puentes e infraestructura? Eso sí que le hubiera generado un dolor de cabeza a Al Qaeda y a los fundamentalistas islámicos). Las neuronas que quedan se van a pensar en la relación con Israel, quien cabildea en forma efectiva y disciplinada, y Medio Oriente, y China –el gran acreedor estadounidense- entra en la lista.
La única posibilidad de que el tema migratorio y la relación con México aparezcan algún día, se dará en función de que México organice una efectiva maquinaria de cabildeo. Las condiciones para hacerlo existen.
Es columnista en el periódico Reforma.