Vuelvo a ese departamento de la colonia Nápoles que se encuentra a las orillas de donde antes hubo un caudaloso río. Con generosidad, Verónica Murguía me abre sus puertas y comenzamos a platicar del día. Son alrededor de las cinco. Las cortinas están cerradas y afuera se oye el tráfico. Verónica va a la cocina para preparar café. Me conmueve sentarme en el sofa de la sala. Los libreros amontonados y en doble fila. El sillón con su lámpara y su tele al frente. La primera vez que estuve aquí, David Huerta y yo sacamos las guitarras y me mostró sus libros de partituras y letras de Bob Dylan. Veo a Verónica platicar con su gran sentido del humor, la blanca cortina a sus espaldas. Un gato juguetón se pasea entre nosotros y camina sobre el aparato que graba estas voces.
Una infancia normal, el ensayo que publicaste en “Material de lectura” de la UNAM, es uno de los textos más autobiográficos que has escrito. En el fondo nos dices que tu infancia no fue feliz. Que se trató de un periodo complicado. ¿Qué podrías contarnos de esa época?
Fue una infancia tempestuosa y, muchas veces, desdichada. Tuvo sus relampagueos de felicidad porque es fácil hacer feliz a un niño. Los niños se distraen fácilmente de la infelicidad, pero yo era una niña nerviosa y triste. Me da risa ver las fotos de cuando yo era chica. Tengo una cara de absoluta desconfianza y de pesimismo. Eso fue resultado de que mis papás fueran muy jóvenes cuando nos tuvieron, pero también de que no tuvieran temperamento para ser padres. Fueron buenos abuelos, pero muy malos papás. No fui la única víctima. Tengo dos hermanos. Somos tres personas sumamente desconcertadas. Mi papá era muy propenso a la violencia. Un señor muy enojón. Ya viejito se peleaba con la gente en el tráfico. Vivíamos con el Jesús en la boca porque decíamos: este pesa cincuenta y dos kilos y se está peleando con un señor que maneja un pesero. Un día se va a bajar un muchacho y le va a romper la cabeza. Mi mamá no era violenta, pero era muy neurótica. Ella misma tuvo una infancia muy trágica. Se murió su papá cuando tenía catorce años. Fue muy difícil. No estaban preparados para tener hijos. Oscilaban entre hacernos caso para regañarnos, hacernos caso en un sentido negativo o una indiferencia rarísima.
¿Y tu abuela de la que hablas en el mismo ensayo? ¿Cómo se llamó?
Enriqueta Álvarez. Era padrísima. Una mujer muy inteligente. Era el ombudsman de sus nietos, porque también mis tías se casaron con hombres propensos a la violencia. Se la pasó abogando por los niños. Aunque tuvo dos hijos y dos hijas más –los hermanos de mi papá– nunca en la vida les dio nalgadas. Era muy maternal.
Ella te mostró la Biblia, uno de los libros decisivos de tu infancia…
Mi abuela era una mujer muy católica e inteligente. No era una católica supersticiosa; con esto quiero decir que no creía que Dios fuera una figura a la que se podía sobornar con veladoras o con rezar un rosario. Mi abuela tenía una idea más sofisticada de las cosas. Trató de transmitirme lo que pudo, pero nos equivocamos en la medida porque yo era muy curiosa. Entonces empezaba a darle lata. Como conté en el texto de la UNAM, yo le decía: “Ay, abuelita, pero cómo que me ve el Ángel de la guarda todo el tiempo. Cómo que me ve cuando me estoy bañando, cuando estoy encuerada. Qué mal”. Y me abuela se reía. Ya no sabía qué hacer conmigo. Además, leímos lo de la pascua y como el ángel mata a los primogénitos me saqué de onda. Pero lográbamos también momentos de mucha diversión. Me llevó a hacer mi primera comunión. Considero que prematuramente, porque para mí, Dios era un chipote en una nube. No tenía todavía muy claro nada. Fuimos felices ese día. Estaba encantada de la vida. Aparte ya venía todo el rollo de conciencia social de mi abuela porque dijo: “Bueno, si tú haces tu primera comunión tenemos que pagarle el rosario, el misal y todo a un niño que no tenga”. Había una especie de campaña de unas monjas para que cada niño clasemediero que hiciera la primera comunión su familia ayudara a un niño sin recursos. Fue asomarme a un mundo en donde importaba la ética más que la moral. A mi abuela eso la tenía muy preocupada. Aunque, por supuesto, estaba presa de una serie de convenciones, era una señora mayor.
¿Queda algo del catolicismo de tu infancia?
Sí, cómo no. Por ejemplo, ayer fui a tomar ceniza.
Un tema muy de T.S. Eliot…
Sí. Es que ese es mi ritual. Es un catolicismo poco ortodoxo porque para mí el ritual es ir a tomar la ceniza y leer “Miércoles de ceniza”. Me gusta mucho ese verso que dice “no espero regresar”, y las vueltas, el no esperar, no entender, no tener una fe simple, tener que construir algo a qué aferrarse Para mí Eliot es un poeta que en ciertos momentos es profundamente religioso. No solo por este poema sino por las referencias a otras religiones que hay en La tierra baldía. Los miércoles de ceniza voy, tomo la ceniza y leo a Eliot.
Vi varias entrevistas que te hicieron y me enteré que de niña usaste un aparato ortopédico. ¿Qué te dio y qué te quitó esa experiencia?
Sí, es que tengo una cosa que se llama síndrome de Ehlers-Danlos. Esto hace que yo tenga las articulaciones muy laxas, muy blandas, y una consecuencia de eso es que tengo el pie plano. Cuando levanto el pie tiene arco, pero cuando piso ya no porque se vence. Pero luego se venció la columna. Tenía una escoliosis bastante severa que me molestaba muchísimo. Primero me trataron de corregir lo de los pies y me pusieron botas y virones. Y luego me pusieron un corsé, que se llama corsé de Milwaukee. Lo usé varios años de adolescente. Me convirtió en una adolescente muy insegura y me alejó de cuestiones deportivas, de bailes. Además, me obligaba a usar la ropa más amplia porque el corsé tiene atrás unos tornillos que agujereaban la tela. Cuando cumplí cuarenta años lo fui a tirar al bote de basura porque lo usaba intermitentemente. A veces, cuando me sentía débil, lo volvía a usar una semana o dos. David1 escribió un poema que se llama “Milwaukee” y es de cuando me conoció y me fui a vivir con él, me llevé el aparato ortopédico conmigo. Le impresionaba y escribió ese poema. Está escrito a mano en un cuaderno. Creo que nunca lo voy a dar a la imprenta porque es muy personal.
Has vivido en la Ciudad de México toda tu vida. En la columna que tenías en La Jornada Semanal, “Las rayas de la cebra”, hablabas mucho de ella. Es una veta de tu trabajo literario que no se ve al frente. ¿Qué representa para ti?
La Ciudad de México es mi país. Tenemos la población para ser un país pequeño. La quiero mucho porque tiene ciertas cosas que no se repiten en otros lugares. Cuando tembló, la segunda vez –porque yo tenía veintitantos años en 1985– David me preguntó: ¿Tú crees que haya saqueos? Le contesté que no, porque los chilangos se ven a sí mismos como gente que no saquea cuando tiembla. También es una ciudad que ha demostrado solidaridad con problemas que pasan fuera de ella, como las montañas de ayuda que se fueron a Guerrero con el huracán Otis. Sí le tengo muchísima lealtad. Por supuesto tiene zonas que me parece que no deberían de existir en esta y en ninguna ciudad. Hay zonas muy abandonadas, donde la gente no tiene acceso al agua, por ejemplo. También hay zonas que son inseguras, pobres, durísimas Es fea, es loca, es rara, y es como un pariente mío. Como una tía de la que nadie puede hablar mal, más que yo. Y a diferencia de la gente de provincia que dice “esta es la ciudad más bonita del país”, yo nunca diría eso porque no estoy ciega. Tiene mucho tráfico y tiene problemas de servicios, seguridad, transporte, agua, en fin, todo, pero se me hace sumamente simpática y bueno, esto me tocó. La adoro.
¿Desde cuándo escribes?
Desde los 28 años o algo así. Yo soy una persona muy tardía en todo.
¿Recuerdas que fue lo primero que publicaste?
Una crónica sobre un concierto de Jethro Tull en Houston. No me acuerdo ya para qué revista. Estaba bien triste porque se la dediqué a un técnico del radio que yo adoraba que se llamaba don Alvarito Mejía. Y ahí voy y le dedico la crónica y que no sale la dedicatoria. Me saqué muchísimo de onda. Era lo primero en este mundo que yo publicaba. Ahorré para ir a ver al grupo. Super fan. Por ahí tengo un autógrafo de Ian Anderson (Risas). Luego fue a mi programa en Radio Educación y me andaban buscando para que fuera a ser su intérprete, llamaron a casa de mis padres para preguntar mis datos y a mi nana se le olvidó mi teléfono y le importó un pepino. Luego supe que Anderson ofreció entrevistas a medio mundo. Estuve tristísima porque otra chava fue la intérprete. Luego oí el programa y estuvo genial. Adoraba a ese grupo. Ahorré dinero, los fui a oír, escribí una crónica y se publicó. Eso fue lo primero.
¿Cómo nació tu pasión por el mundo árabe?
Porque estudié con una maestra que se llamaba Vera Yamuni Tarbush. Ella me reveló todo. Bueno, por lo menos me abrió la puerta para que yo entrara por ahí. Empecé leyendo Las mil y una noches en la traducción de Cansinos Assens. Luego ya empecé a clavarme más y más. Entonces enloquecí. Me interesa muchísimo la poesía árabe medieval, la preislámica también. Me interesan los árabes medievales. Eran formidables.
¿Crees que el desierto es una forma de revelación?
Es un lugar de revelación. Sí. Siempre Dios anda por ahí. Se le apareció a Mahoma, se le apareció a Moisés. Y bueno, al pobre de Jesús ahí se le apareció el diablo. Es una geografía muy áspera y pasan esas cosas de enfrentamiento con el espíritu. Creo que son enfrentamientos, antes que nada, con la soledad y uno mismo. Luego vienen estas revelaciones y todo eso.
¿Cuál fue el primer desierto que viste?
El de Zacatecas. No me gustó nada. Pero luego ya aprendí a admirar su belleza. Pero en ese momento me dio como agorafobia. Yo quería regresarme. Pero luego ya entendí. Empecé a verlo con otros ojos. Fue un aprendizaje muy largo.
Y después conociste el desierto de Egipto, ¿cómo la pasaste?
Tengo una amiga muy querida que tenía que hacer un trabajo en Qatar con un despacho de arquitectos mexicanos. Iba a detenerse en Egipto y me dijo: ¿por qué no te vienes conmigo la primera parte del viaje? Entonces yo dije “por supuesto”. Fui y me impresionó muchísimo el desierto. Sentí vértigo y también sentí que ya lo conocía de tanto leer, yo creo, y ver programas y oír música del desierto. Me empapé muchísimo cuando estaba escribiendo Auiliya2. Sigue siendo una de mis pasiones. Me gusta la poesía de Saint-John Perse sobre el desierto y me gustan mucho algunas novelas, por ejemplo, El cielo protector de Paul Bowles. Creo que entiendo la incapacidad que tenemos algunas personas para estar ante ese paisaje, lo que le puede hacer a las mentes “civilizadas”. También me gustó mucho leer a Lawrence de Arabia y claro que me hizo entender qué dura ha sido la historia de esa parte del mundo y cómo Europa traicionó a los árabes una y otra vez. Bruce Chatwin no creyó que hubiera nada más bello en el mundo que los bereberes. No me cabe la menor duda de que la vida en el desierto es durísima. No la quiero romantizar. El pueblo saharaui ha sufrido muchísimo, pero el desierto es un lugar muy denso históricamente. Tiene un lugar de privilegio en la poesía árabe, que es una poesía que me interesa mucho.
Precisamente le dedicaste un cuento en El ángel de Nicolás (2003) al poeta árabe Al-Mutanabbi…
Fue el poeta más importante de la Edad Media árabe, creo. Es un poeta que se beduinizó. Un poeta cortesano que recuperó la qasida y las formas de la poesía tradicional. Durante unos años vivió entre los beduinos. Era un hombre muy arrogante, que me da muchísima ternura, aunque él me consideraría un ser inferior por ser mujer y no ser guerrera. Por ejemplo, trató de corregirle la plana a Mahoma y por eso lo metieron a la cárcel. Pensó que en el Corán había versículos que se podían mejorar poéticamente, pero se supone que el Corán lo dictó Dios. En algún momento en el cuento dice algo sobre la belleza y la verdad, no me acuerdo bien. Eso lo puse porque me impresionó mucho ese intento. Me pareció demente. Y era muy bravo. Quise escribir una hipótesis acerca de la leyenda de su muerte. Me interesaron los momentos previos. Él estaba muy triste porque había perdido el favor de su príncipe favorito, el príncipe de Damasco. Entonces andaba de allá para acá y acabó en el Cairo. Y en el Cairo se le pidió que escribiera versos de alabanza al visir y no quiso. El visir se llamaba Kafur y era un eunuco. Mutanabbi era un absoluto macho, entonces dijo “cómo yo le voy a escribir a un eunuco un verso de guerrero”. Entonces se aventó a matar. Escribió textos burlescos muy feos y lo mandaron asesinar de inmediato. Se decía que el esclavo, a la hora de morir, repitió sus versos más famosos. Luego, sus poemas quedaron dispersos en la arena. Fue un destierro muy melancólico. Iba de allá para acá. No lo admitían. Fue una decadencia muy dura. Si nos ponemos a pensar cómo vivían antes los poetas, es una cosa terrible. La vida del poeta siempre fue difícil. Dante fue exiliado de Florencia. Ovidio de Roma, en fin, suelen ser considerados peligrosos. Para el cuento me pareció que en un solo individuo se puede ver la circunstancia de un oficio y de una manera de vivir, que es la del poeta en el Oriente medio, en ese momento de la Edad Media.
Uno de tus cuentos que se me metió a la cabeza es “El idioma del paraíso”. ¿Cómo surgió esta idea?
Es que es una cosa que sí pasó. Leí un pedazo de la crónica de Salimbene di Adam cuando era joven. Me dio mucho horror, pero lo olvidé. Luego en un libro de Umberto Eco salió de nuevo la cuestión de una especie de protofilología que intentaba averiguar qué idioma se hablaba en el paraíso. Me puse a buscar y a leer, y resulta que en uno de los libros de historia de Heródoto habla de dos niños frigios que encontró un pastor y los crío. Y que los niños dijeron “becos”, que es pan en frigio. Entonces ellos creyeron que eso era el idioma innato y a Federico II de Sicilia se le ocurrió que era importantísimo saber qué se hablaba en el paraíso. Él por supuesto con fines políticos y de ambición personal. Era un hombre muy particular. En su corte se inventó el soneto, pero también era un hijo de su madre. Sale en la Divina comedia y también su hijo Manfredo. Sí pasó, pero nadie dice nada de los niñitos y de las mujeres. Tomé esa pequeña anotación del padre Salimbene y la llené.
¿Qué te atrae de la Edad Media?
Creo que son un conjunto de razones. En primera, siento que en la Edad Media están los cimientos de lo que somos. Por supuesto que Roma es importantísima, pero la herencia romana tuvo que pasar por el filtro de esos diez siglos para que realmente se convirtiera en Occidente. Con esto quiero decir que Roma directamente nos es tan familiar como ajena. Un hecho, por ejemplo, es el circo, en el que se arrojan seres humanos a las fieras. Cartas que dicen: “Manden cristianos porque no tenemos dinero para pagar gladiadores y aquí necesitamos entretener a los soldados”. Esto es una carta escrita sin ningún pudor; un hecho natural en el mundo romano. Esa civilización tan importante para nosotros, de la cual incluso se desprenden nuestros idiomas, también es extrañísima porque moralmente es muy distinta. Luego en la Edad Media vino la invención de la piedad como la entendemos ahora. La crueldad, me temo, no era un defecto tan grave en el mundo clásico. En el mundo romano era algo normal, hubo leyes cruelísimas. Cicerón dice que le sacó el ojo a su esclavo Tauro de un bastonazo. Lo dice sin ningún remordimiento. Los medievales hacen cosas así, por supuesto, pero hay atisbos de comprensión del valor de la vida humana que estuvieron ausentes en Roma. La esclavitud, que en el mundo clásico era un hecho, se convirtió en un problema, aunque los musulmanes traficaban, muchos europeos tenían esclavos, etcétera. Pero ya hay dudas, preguntas. Heredamos muchos prejuicios de Roma. Demasiados. El antisemitismo es un horrible prejuicio romano debido a que el pueblo de Israel no se dejó cambiar de religión, y se amplificó en la Edad Media, es un gran defecto cristiano. Marco Aurelio desconfiaba muchísimo de los judíos y también de los cristianos y los mandó a morir como pasto de las fieras. Y bueno, la gran transformación del mundo clásico la podemos reconocer en la Edad Media, no nada más en el Renacimiento.
¿Te interesa el mundo prehispánico?
Me da muchísima vergüenza, pero no. Tenía mi libro de mitología y no entendía a los dioses aztecas. No entendía las representaciones, sus ropajes, sus tocados, sus expresiones. Me pasa con el mundo prehispánico una cosa rarísima: yo no niego que soy mexicana, ni que tenga sangre indígena en las venas. Nada de eso. Sería una idiotez. Simplemente fue la cosa azarosa de los libros que la vida me puso en el librero. También pasa que el panteón azteca me inspira horror. Un dios como Xipe Tótec me pone verde de los nervios. No me gusta su liturgia, ese sacrificio atroz. Me asquea y horroriza el dios con su cara hecha con otra cara y sus manos colgando. Mictlantecuhtli me espanta, con el hígado colgando y esos agujeros para meter pelo empapado en sangre. Luego, el Huei Tzompantli… Me saca mucho de onda. Había mujeres y niños en el Huei Tzompantli… ese rollo de que nomás la guerra florida y que los muchachos estaban felices de irse a la guerra, pues quién sabe. A mí, todo esto de que nuestros antepasados solo son aztecas, me parece una tontería. Mi mamá era yucateca. Yo puedo decir, “espérenme tantito. Hay unos mayas por ahí”. Y, como dice Federico Navarrete, la conquista no la hizo un puñado de españoles con diarrea, aturdidos por el peso mismo de la aventura. La hicieron también los tlaxcaltecas y sus aliados que ya estaban hartos de que sus mujeres y sus niños acabaran en el Huei Tzompantli. Este país es mucho más complicado que la visión simplista que nos quieren hacer creer.
Hablar con los animales como Auliya, ¿Por qué?
Porque los adoro. Para mí el misterio de un animal es algo maravilloso. Entonces cuando la gente
me pregunta “¿estaremos solos en el universo? Les digo: no, volteen a ver al perro. Quién sabe que pasa por esa cabeza. Y bueno, casi todos los animales tienen un misterio increíble. Tienen una belleza
tan variada. Para mí, por ejemplo, las aves son una cosa increíble. Estoy absolutamente enamorada de los animales. Tengo un poco de miedo a los artrópodos y a los arácnidos, pero los observo con la mayor serenidad posible. Las cucarachas, los blátidos no son mi máximo, pero me gustan los animales. Los gusanos me gustan mucho. Todos. Antonio Alatorre una vez me dijo: “Oye, pero a ti nomás te gustan los mamíferos. Trata de abrirte”. También los insectos son llamativos. Alatorre me empezó a decir que si la campamocha, que la fuerza de la mantis religiosa y no sé qué. Vivo absolutamente pasmada y enamorada por los animales.
Marcel Schwob es un autor importante en tu obra. ¿De qué manera ha influido y qué es lo más admiras de él?
Lo adoro. Me da un poco de tristeza que no tenía sentido del humor. Él mismo lo dice en un ensayo que la vida no es cosa de risa. Muy serio era y murió muy joven. No le dio tiempo de reírse de sí mismo. Tuvo una vida trágica y estuvo clavado en la parte triste. Todo de su producción me gusta. Hay unos cuentos que no son tan cercanos, pero tiene varios que ojalá nunca se me olviden.
¿Me podrías decir alguno?
“Las Milesias”. Es un cuento que me parte el corazón. También La cruzada de los niños que considero que es una obra fundamental en mi vida. Me gusta muchísimo la descripción de los niños. Los monólogos son preciosos, son muy conmovedores. Pero también sabía hablar muy bien de la violencia. No se toca el corazón para decir: hacían esto o mataban. Pero siempre tiene una cosa de ternura que me llama muchísimo la atención.
“Las Milesias” es un cuento de personas que se ven al espejo y se encuentran viejas. Y hay un cuento en El ángel de Nicolás que tiene esa reflexión: la pérdida de la belleza…
En el cuento “La piedra”. Herodías envejece y no lo soporta…
¿Es una reflexión que está recurrentemente en tu obra?
Sí, está muy presente. Es que está muy en el aire desde siempre. La historia humana, desde el principio de los tiempos es la lucha contra la vejez y entender la juventud como la única forma de belleza. Es una cosa terrible. Envejecer siempre ha sido una tragedia para los seres humanos porque estamos conscientes de que estamos acercándonos a la muerte. Pero también la pérdida de facultades nos ensombrece. La pérdida de la belleza ha sido muy importante a lo largo de la historia. Erzsébet Báthory mató a un montón de muchachas para conservarse joven, es una cosa endemoniada. Y en China las mujeres y los hombres hacían locura y media. El emperador Qin Shi Huang andaba en la búsqueda del elixir de la eterna juventud.
Borges es otro escritor muy importante para ti. ¿Qué influencia ha tenido en tu trabajo literario?
Ese sí supo envejecer (risas). Pues yo quisiera que mucha. Lo admiro irrestrictamente. Me fascina. Por supuesto políticamente no tengo nada que ver con él, pero también me conmueve mucho que haya cambiado de opinión. Que haya aceptado sin reparos a la junta militar, que haya ido a Chile a recoger una medalla de manos de Pinochet, me da vértigo. Y, por otra parte, se arrepintió al final de sus opiniones políticas. Era una persona que creo que sí supo envejecer. Era un estoico. Cuando habla de su ceguera es muy conmovedor. Aparte, creo que es un grandísimo prosista. Verdaderamente un monstruo. Y creo, aunque mi amigo Gerardo Deniz decía que no, que fue un gran poeta. Yo adoro su poesía.
Borges es el autor de “El inmortal”. Un cuento, digamos, al revés de lo que hablábamos. Una persona que no puede morir…
“El inmortal” es uno de los cuentos más fantásticos que he leído. Escribí un pequeño ensayo en Letras Libres sobre una fuente de “El inmortal” en la que nadie se fija. Un cuento que se llama “La extraña cabalgata de Morrowbie Jukes” de Rudyard Kipling. Es un cuentito de aventuras, pero puse los cuentos juntos y se nota que Borges se comió a Kipling y ni cuenta se dio. El texto se llama “La palabra Bikanir”, porque, además, en los dos cuentos se habla de la palabra Bikanir que es una palabra muy extraña. Ya en el cuento de Borges dice: Bikanir, ese vocablo que dice un nombre deseoso de mostrar palabras bellas, o algo así, y empieza con una cabalgata en la noche. Y los dos caen en un hoyo. El ingeniero de Kipling cae en un hoyo donde van a parar aquellos que tenían catatonia. Y en el de Borges se vuelven inmortales. Hay muchas cosas semejantes. La ración de carne de culebra, los maniatan, los ignoran, viven en otra forma del tiempo. Los dos padecen sed, beben tirados en el suelo, etcétera. Es parecidísimo. En Kipling es, digamos, una anécdota trivial. En Borges es una parábola sobre la muerte. Lo que no quiere decir que Kipling es un escritor inferior porque Borges dice, en alguno de sus prólogos: “Yo, a mi edad, lo que quiero hacer es lo que hizo Kipling”.
¿Qué me puedes decir de los libros de bestiarios? Me enteré que te gustan mucho.
Son bellísimos y tienen tanta invención poética que me dejan lela. Lo que no sabían del animal lo sustituían con símbolos y poesía. Que el tigre es tan bello que lo cazas con una esfera en donde se refleje y se queda pasmado viéndose. Eso me encanta. El bestiario es un intento de ver a Dios en los animales. Me gusta esa idea taxonómica de atribuirles símbolos espirituales.
¿Qué ediciones de bestiarios nos recomiendas?
Hay un Bestiario medieval de El Fisiólogo. Hay un bestiario de amor, de Richard de Fournival. Y hay un bestiario de Oxford que tiene ilustraciones preciosas. Creo que esos tres son los principales.
Eres de las pocas escritoras mexicanas –el otro es José de la Colina– que tienen muy por alto El señor de los anillos de J.R.R. Tolkien. ¿Qué te atrae tanto de esas novelas?
Me cayó en las manos a los dieciocho años y pensé: esto es lo que yo quiero hacer en la vida. (risas). Ya cuando iba en el segundo tomo yo ya no ataba ni desataba. Estaba hipnotizada. Dejé de ir a la escuela. Me salía de la casa con el libro. Quedé hechizada. Me gusta mucho la reflexión sobre la vida del bosque. Hay un gran amor por los árboles y un profundo amor por el paisaje inglés. Me gustó mucho el tratamiento de los vínculos de la amistad. El lenguaje me encanta también, me parece elegantísimo. Porque a Tolkien le gustaba mucho Beowulf,que es un poema que a mí también me gusta mucho, muy sombrío, pero me gusta. Beowulf es un héroe que casi no mata gente. Mata al dragón, a Grendel, a la mamá de Grendel, pero realmente se mete poco con la gente comparado con la mayoría de los héroes. Hay eso en El señor de los anillos. Y hay una denuncia de lo que el poder hace con la gente. Por eso Gandalf nunca quiere usar el anillo. Adoro a Gandalf. Se me hace un personajazo. Creo que en estos meses lo voy a volver a leer.
A diferencia de Marcel Schwob, tienes un gran sentido del humor. ¿Cómo ves la relación del sentido del humor en tu literatura?
Solo está presente en las columnas de “Las rayas de la cebra”, en los libros para niños y en el texto –que iba a desarrollar más– sobre mi infancia. En los libros históricos no lo he logrado. Es una visión trágica de las cosas. Los medievales valoraban mucho la risa. No sé qué me está faltando desarrollar. Me faltan muchas destrezas, yo creo. Un día estaba leyendo un libro que se llama Dos bandidos medievales y había uno que era simpatiquísimo. Entre las cosas que hacía estaba asaltar a la gente y dejarla con los pantalones en los tobillos, o hacerse pasar como fraile y robar las cosas del monasterio, las botas para que los monjes no pudieran seguirlo entre la nieve. También se disfrazó de mujer y se lo quisieron echar al plato y es muy curioso como esquiva el manoseo del soldado que lo quería seducir. Lo cuenta con mucha gracia. Quisiera transmitir ese sentido del humor tan robusto y tan cabrón como el que había en el Decamerón, que es tan alegre, tan obsceno, tan escatológico… Y bueno, Los cuentos de Canterbury son chistosísimos. Necesito llevar ese humor tan luminoso a los cuentos y a las novelas históricas, pero todavía no lo logro.
¿Cuáles son los límites entre la literatura infantil y la literatura, por decirlo de un modo, general?
Yo creo que hay dos que son muy claros y que nadie sensato dudaría de ellos. El niño no tiene la experiencia ni los recursos emocionales para defenderse de un libro, digamos, como Los hermanos Karamazov. Le das a leer a una persona sin experiencia y sin recursos ese libro y le das un susto horrible y lo entristeces. Son las mismas razones por las que no hay que exponer a los niños a la violencia innecesaria. Digo, no le puedes decir a un niño: “Ay, no, no. No se mueren los animales. No se mueren los viejitos. Los niños no se enferman”. No. Eso es una estupidez, es una cursilería. La censura en ese aspecto me parece ridícula e inútil porque el mundo ahí está. Pero, por ejemplo, yo recuerdo haber leído cosas que no eran de mi edad y que me hicieron sufrir mucho; los rusos… Híjole, cuando se muere el príncipe Andrei en La guerra y la paz me puse muy triste. Me puse muy triste cuando leí El príncipe idiota porque el personaje es muy atractivo en su inocencia, es un personaje excepcionalmente gentil, bello, luminoso, y se queda catatónico al final. El dolor que me causó… Qué feo. Y la dificultad del lenguaje. Porque, no es por nada, a los niños sí hay que darles sentido del humor de forma clara, si no qué desastre. Corazón: Diario de un niño no es un libro que me haya gustado cuando era niña. Era un libro aburrido, chantajista y cruel. Y también pienso que cómo es posible que Oscar Wilde, que era tan simpático, ingenioso, escribiera El príncipe feliz. Pero qué es eso. Que Andersen, que era un prodigio de sensatez, que pudo escribir El patito feo y El traje nuevo del emperador –que lo traen ahorita puesto los gobernantes de medio planeta– haya escrito La sirenita y La cerillera. La literatura para niños del siglo XIX podía ser terriblemente culpógena. Yo quiero leer a gente como Roald Dahl, que ahorita está bajo fuego, porque es gracioso, afilado.
¿Divides tu obra entre estos dos registros?
Escribí un libro que se llama Ladridos y conjuros y pues ese sí es un libro para niños al cien. Acabo de escribir uno que se llama El trío mala fama y es para niños. Las mascotas secretas, es para niños. Sustos en el recreo, es para niños. Y hasta siento placer físico cuando cambio de registro. Me gusta muchísimo la sensación de moverme entre los dos. Sí los separo porque imagínate darle “El idioma del paraíso” a alguien que tiene diez años… mala onda. A David le irritaba que la gente dijera todo el tiempo que era literatura infantil lo que yo hago; sobre todo al respecto de Auliya. Pero en Auliya hay un djinn y es verdad que, al lector promedio, un djinn y todo lo que lo rodee, le parece un asunto pueril.
Eres una escritora que escribe sin prisa, que corrige mucho; hay mucha erudición en tus narraciones, pero la prosa resulta cálida y sin pedanterías. ¿Cómo logras esa depuración?
La investigación y la depuración del texto me parecen deliciosos. Lo mismo pasa con leer y escribir. Quiero decir que me provoca hasta placer físico. Cuando leo un párrafo redondo o un verso hermoso siento bonito. Mi sobrino José Carlos me mandó el domingo pasado un poema que se llama “A Scattering”, que trata de unos elefantes y cómo los elefantes juntan los huesos para, según ellos o eso parece desde donde mira el poeta, tratar de reproducir un elefante. Y bueno, sabemos que los elefantes entierran a sus muertos. Otro misterio más para la vida. El elefante es un animal de una inteligencia muy profunda. Sentí un placer al leer ese poema… Y ando leyendo ahorita a Miguel Hernández y me provoca también un placer enorme. Hay un libro de Ted Hughes que tiene un poema en el que describe a un murciélago y, el verso en que lo describe, nada más de oírlo siento placer: “A raving hyena, the size of a sparrow”. Suena: “tu tu tú. Tu tu tú. Tu tu tú”. Y veo a la hiena furiosa de este tamaño porque él la quiere rescatar… Me encantaría decir que no tengo prisa y trato de mantenerme al margen de los ritmos editoriales, pero a veces dudo. Me gustaría tener más lectores, pero no me voy a quejar. Así lo escogí yo y no tengo redes sociales. Mi decisión la tengo que asumir. Produzco lentamente. A veces me tardo dos años en un cuento… pues qué bueno. Me gusta que el lenguaje sea pulcro, que sea transparente y flexible. Que sea todo lo que puede ser. Porque es con lo que mido mi relación con el mundo.
Entre tus lectores tienes a una que admiro mucho y que se llama Laura Sofía Rivero. Me dio una pregunta para ti (saco mi celular y leo en voz alta): en estos mismos procesos de trabajo, me intriga qué es lo que más corrige y cómo encuentra detonantes para sus cuentos. ¿Cuándo sabe que hay un cuento en algún detalle o historia? ¿Por qué reescribir mitos o hechos históricos?
Mira, por ejemplo, yo tengo una convicción. Y es que el pecado original se cometió fuera del paraíso y es el asesinato de Abel. Pero esa idea y las otras que se convierten en cuentos o novelas son cosas que de repente voy caminando y vienen a mí. Hay una esquina, que es la de Gabriel Mancera con Félix Cuevas, donde se me han ocurrido tres cuentos. Uno es parecido a “Mutanabbi” y se llama “El sueño de Beowulf”. Beowulf ya anciano sueña cuando mata a la mamá de Grendel, que la persigue por el pantano y el pantano está helado y la mamá de Grendel trae a un consejero anciano en los brazos, se lo quiere comer, lo tiene todo mordisqueado al pobre, ya está muerto. Y Beowulf va detrás. Eso es un sueño, pero se despierta y es un anciano que se orinó cuando estaba dormido. El frío que siente es la humedad de la orina en las pieles de una cama. Está muy viejo el rey. Beowulf muere, según el poema, a los ochenta años. Todo el tiempo está oyendo a los bardos que hablan de él y él siente que no tiene nada que ver con él eso de la mano fortísima, el que nadaba, el que aguantaba bajo el agua. Él no siente que haya nada. Y le reza una noche a Dios, llorando y le dice: permíteme recordar quién soy. Y al otro día llega el esclavo y le dice: hay un dragón, y va a morir, y lo sabe. Y va gozoso y le da gracias a Dios porque le permite, en su vejez, morir como vivió. Eso se me ocurrió en contra esquina de Gayosso.
Cuando leo tus novelas y cuentos se nota la complejidad de la hechura de los personajes. De pronto hay un personaje que aparece solo por tres páginas, pero está muy bien armado. ¿Cómo ves eso? Pasa mucho, por ejemplo, en El cuarto jinete.
Porque estoy piense y piense en mis asuntos y se me quema hasta el agua. Por ejemplo, ahora estoy pensando todo el tiempo en los vikingos. Hay una escena en un cuento que traigo entre manos en la que Odín está colgado y le cae la sangre en la boca a un muchacho. Todo el tiempo estoy pensando en qué va a sentir, cómo lo va a experimentar, a qué va a saber, etc. Estoy consciente de los personajes. Es deliberado. Yo les decía a los chicos, cuando era tutora de novela: no son amasijos de palabras, son personas. Ustedes las tienen que ver, las tienen que conocer. Entonces allá ustedes, pero sería muy bueno que tengan idea de cuánto pesan, cuánto miden, qué les gusta, qué no les gusta, etc. Porque si ustedes no los ven, el lector menos.
Volviendo a las columnas de “Las rayas de la cebra”. Contenían mucha discusión política. Creo que ese asunto en las nuevas generaciones de escritores está cambiando. No sé si para bien o para mal. Parece que los jóvenes han mantenido mucha distancia con los asuntos políticos. ¿Qué opinas?
Lo veo mal porque son afectados directamente por las decisiones políticas. A mí no me parece nada raro que Peso Pluma sea nuestra exportación principal si estamos en manos del narco. Pero me parece mal que los chicos no se interesen por eso. Afecta directamente su futuro. Creo que es influencia de Estados Unidos que la gente considere mal que los artistas hablen de política. A mí me parece muy mal que los artistas se mantengan totalmente al margen, aunque no necesariamente que produzcan idearios. No creo en el arte comprometido. Creo que el arte comprometido fue un experimento que no cuajó… Por ejemplo, la poesía de Neruda me encanta, pero me tengo que saltar los pedazos dedicados a Stalin. No los soporto. Incluso entre los historiadores hay uno que yo venero que se llama Geoffrey de Ste. Croix. Escribió una historia de clases en el mundo antiguo. Es precioso libro, pero las partes que le dedica a Mao me las salto con muy mal sabor. Tenemos que ser todos muy críticos con los políticos. No hay mentira que no se haya dicho en la política. Los políticos han mentido desde los tiranos de Atenas hasta ahorita. Y el fascismo existe en los dos lados: hay fascismo en la derecha –como el de Franco– y el fascismo de izquierda como el que representó Stalin y al que aspiran varios gobernantes de Latinoamérica. No veo que el realismo socialista haya producido verdaderos artistas. Putin podrá decir que está muy orgulloso de los novelistas rusos, pero todos acabaron en campos de concentración. Me da mucha ira. ¿Por qué los jóvenes no están atentos? Me pongo a pensar: qué tanto de la vida de un chico mexicano normal no está directamente dirigido y controlado por las decisiones del Estado. Hay que preocuparse por la política y hay que participar.
Cuando le preguntaron a Josefina Vicens qué pensaba de la literatura femenina dijo que eso no existía. Respondió que para ella había buena y mala literatura. ¿Qué opinión nos podrías decir de eso?
Hace diez años hubiera contestado lo mismo que ella, pero ya no. Porque, aunque no me gusta el sesgo delator, sí creo que hay una huella. Antes decía: a mí no me va a determinar que sea mujer. Estaba muy enojada porque decía: es que están escribiendo demasiadas novelas sexys. Hay que preocuparnos de miles de otras cosas. Antes estaban todas en la cocina y ahora resulta que todas se salieron de la cocina y se fueron al dormitorio. Ni madres. El chiste era abandonar la domesticidad y preguntarme quién sabe qué sobre la naturaleza humana. Pero las cosas han llegado a un punto en las que, aparte, me doy cuenta que hay una relación distinta con la violencia. Claro que hay mujeres que juegan muy bien ese juego y lo hacen de forma excepcional, como Fernanda Melchor. Creo que Fernanda Melchor toca incluso un registro del mal como metafísico. Temporada de huracanes me asustó muchísimo, pero también sus crónicas me perturban. Aquí no es Miami me sacó un susto horrible. Me hizo sentir una cosa como de miedo existencial muy dura, pero por supuesto que ahí hay maestría. Hay una relación más compasiva, con el cuerpo en la literatura femenina. Y, además, creo que la mirada masculina era una mirada que las mujeres dejamos voluntariamente que fuera miope. Me acuerdo que cuando era chiquita leía escenas sexuales, por ejemplo, de una novela de Harold Robbins y me decía –muy joven, una muchacha que apenas tenía sus primeros escarceos sexuales– pues no es así. Me daban ganas de escribirle al señor Robbins que era un idiota. Que así no se siente, las mujeres no sentimos esas cosas.
¿Cómo ves el actual boom editorial de literatura escrita por mujeres?
Hay prisa por publicar mujeres y desecharlas. Eso pasa con las modas. Pero espero que muchas de ellas se queden, se lean. Cantidad de mujeres están escribiendo muy bien. Claro que hay una velocidad en la publicación e inserción en el mercado que no tienen que ver con la calidad. Por ejemplo, ¿cuántas mujeres no han seguido la huella fantástica de Mariana Enríquez? Cuando ves los catálogos de cuentistas, el cuento de terror –como una especie de metáfora de la vida latinoamericana– está ahí. Ella dejó ver cómo se puede hacer con el terror que sentimos todas, una crítica social. Hay buenas y malas imitadoras. Hay quien se va por el lado del horror a fuerzas. A mí no todo lo que sea de horror me gusta, aunque Enríquez es una maravilla. Una cosa que hay que resolver en el texto de horror es que sea posible… Una dislocación que podría pasar. Otro problema es el mercado. Si el mercado impone el ritmo y el tema, ya nos amolamos.
Otra persona con quien tu obra tiene estrecha relación es Ursula K. Le Guin. ¿Qué me puedes decir de ella?
Cuando la leí estaba aprendiendo a manejar y leía en el coche mientras manejaba y casi choco en el Eje 6. El policía me puso como chancla y yo dije: sí, tiene toda la razón. Por estar leyendo El mago de Terramar. Es una escritora a la que quiero y respeto como a Schwob, como a Yourcenar, como a Borges. Esos cuatro son los dioses por los que juro. Son mis escritores favoritos, me dan alivio cuando me acerco a ellos. Yourcenar es un poco distante, pero tan inteligente, es como un oráculo. Todo lo que dice sobre la naturaleza humana tiende a ser cierto. Borges también tiene una sabiduría estoica parecida a la de Yourcenar. Ursula K. Le Guin es muy compasiva. Tiene una prosa hermosísima. Fue como encontrar una especie de madre. Una vez una alumna mía que se llama Pilar Armida, que ahora es editora, le escribió una carta a Le Guin diciéndole que yo les había puesto a leer El mago de Terramar y que me mandara un ex libris. Un día llego a la casa y veo una carta de suya con dos ex libris y una notita: “Verónica Murguía, su alumna Pilar Armida me está pidiendo que yo le envíe esto. Aquí está”. Entonces yo le contesté un choro y le decía que si el primer libro, que si el segundo, que el tercero, me habían cambiado la vida. Un rollo. Me contestó con otra cartita. Le pedí si le podía mandar un libro, porque sabía que ella leía en español –tradujo a Gabriela Mistral y Angélica Gorodischer–. Respondió: “Mándeme su libro, pero no le voy a contestar, porque soy muy grande y no tengo secretaria”. Y se lo mandé.
Nos acercamos al final de esta entrevista ¿Quisieras agregar alguna otra estampa? De algún escritor, de algún amigo, de alguna figura que haya sido importante.
Pues David. No podría agregar una sola estampa pues son treinta años de felicidad compartida. El puente entre él y yo primero fueron libros y luego ya nada más nosotros. Todo lo que escribí es para platicar con él. Para platicarle de forma ordenada y sin irme por las ramas y sin distraerme. Todo es para él. Todo, todo, todo lo que escribí es para él. Y todo lo que voy a escribir es para él.
Tienes una gran cantidad de discípulos. Los he visto en las presentaciones de tus libros. La gente se para, te dan las gracias por influirlos, eres un faro para muchas personas. ¿Cómo te sientes frente a eso?
Me siento muy honrada, aunque nada más estoy devolviendo el favor. Tuve muy buenos maestros. En historia tuve a Eduardo Blanquel, a Vera Yamuni. Tuve a David Huerta. Tuve una maestra de filosofía en la prepa que se llamaba Gilda Montané. Tuve una maestra de literatura –que incluso me enseñó una carta de Proust que compró en una subasta– que se llamaba Alicia Laguette y me enseñó a adorar a Joyce, aunque me di de narices con el Finnegans Wake. Tenía que devolverles el favor. Hasta la fecha considero que la docencia es uno de los trabajos más importantes que hay en el mundo. Quiero ser una docente como fue David. Sin estar de acuerdo, hacíamos cosas muy parecidas. Solo que él era más handsome. Compraba un montón de Quijotes por si se pudiera ofrecer; qué tal que un alumno le hacía falta. Recorría lo que hiciera falta para ayudar y yo decidí aprender eso de él. Lo he hecho como Dios me ha dado a entender y estoy devolviendo el favor que me hicieron mis propios maestros. Es mi forma de dar las gracias. ~
- Se refiere al poeta y editor David Huerta (1949-2022), quien fue su esposo durante treinta años, hasta su fallecimiento. ↩︎
- Su primera novela, publicada en 1997. ↩︎
(Ciudad de México, 1992) es escritor y editor. Autor de Perfil del viento (Ediciones Sin Nombre, 2021) y editor en Ediciones Moledro.