“A menudo ocurre con los expresidentes lo que les sucede a los jarrones chinos. Nadie sabe dónde colocarlos: en cualquier parte molestan”, afirma Juan Manuel Santos (Bogotá, 1951). Es una mañana de otoño y el dos veces presidente de Colombia y premio Nobel de la Paz se encuentra en Madrid promocionando Una conversación pendiente, un diálogo con la política colombo-francesa Ingrid Betancourt sobre la historia reciente de su país. “Por ese motivo, en mi caso, lo mejor que puedes hacer es no interferir en las labores de los sucesores; estar lo más callado posible sobre la política interna”. Su nueva publicación, sin embargo, ha sacudido a la clase dirigente colombiana. A un año de las elecciones presidenciales, desvela traiciones, embustes, reprobaciones a presidentes anteriores. Juan Manuel Santos reconoce que su libro puede disgustar a ciertas personas, pero que, hechas las sumas y las restas, el beneficio es enorme: “No pretendo agitar las aguas, sino ayudar a entender mejor la historia de Colombia”.
Creció entre el olor de tintas y linotipos, y el bullicio de las discusiones políticas. Su tío abuelo Eduardo Santos presidió Colombia cuando la Segunda Guerra Mundial y su padre fue editor del diario más influyente del país, El Tiempo. No menos decisiva fue la afición al póquer de su familia materna que en política lo acabaría convirtiendo en un admirado estratega. Tras concluir el servicio militar, Juan Manuel Santos estudió Economía y Administración de Empresas en Estados Unidos, y con treinta años se trasladó al Reino Unido como representante de la Organización Internacional de Cafeteros. En la época de Margaret Thatcher, leyó a Disraeli, Lincoln, Gladstone y Churchill, y conoció a Anthony Giddens. El exdecano de la London School of Economics le descubrió la tercera vía, un modelo económico basado en la perfecta combinación del libre mercado con la intervención estatal y que aplicaría más tarde en su presidencia. Pero fue en los pubs de Londres con intelectuales y políticos colombianos donde nació su vocación. “En medio de mi juventud, yo disfrutaba escuchando sus conversaciones y sus discusiones sobre política”, recuerda en Una conversación pendiente.
Tras posgraduarse en Harvard, su padre lo nombró subdirector de El Tiempo, pero un equivocado diagnóstico de cáncer truncó su trayectoria como periodista. En medio de la desazón, comenzó a fabular con el poder y convencido de que en la vida es mejor arrepentirse de lo que uno hizo y no de lo que dejó de hacer, aceptó la oferta de asumir el Ministerio de Comercio Exterior. Terminada la legislatura, en 1994 fundó la Asociación Buen Gobierno, con la que trató de buscar una solución al conflicto armado, pero fracasó. El plan llegó a los oídos del presidente Ernesto Samper, quien lo acusó de conspirar contra su gobierno y lo denunció ante la prensa. En el año 2000 regresó a la política como ministro de Hacienda, y durante el segundo mandato de Álvaro Uribe capitaneó el Ministerio de Defensa. Aclamado por su labor al frente de las Fuerzas Armadas –abatió a las principales cabezas de la guerrilla y liberó a varios rehenes, entre ellos Ingrid Betancourt– en 2010 ganó las elecciones presidenciales.
Aunque se había presentado como el sucesor de Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos pronto tomó posiciones encontradas. Nombró ministro a un declarado antiuribista, restableció la diplomacia con Ecuador y Venezuela y, tras años de duros enfrentamientos con la guerrilla, apostó por la vía del diálogo. En 2016 las conversaciones con las FARC se materializaron en los Acuerdos de la Habana y la crisis con el gobierno precedente se agravó. De acuerdo con el texto, los altos cargos de las FARC no pagarían cárcel y tendrían derecho a diez curules a cambio del cese de la violencia. Álvaro Uribe lo calificó de traidor a la democracia y desde entonces no se dirigen la palabra. Si bien el acuerdo con las FARC le valió a Juan Manuel Santos la máxima distinción del Comité noruego, el respaldo popular fue insuficiente. En el plebiscito de los Acuerdos de Paz se impuso el “No” con un 51% de los votos, y en 2018 entregó la presidencia con una aprobación de solo 35%. No obstante, estos fueron ratificados por el Congreso y en la actualidad se están ejecutando bajo el gobierno de Iván Duque.
Hoy, Juan Manuel Santos vive en Bogotá, satisfecho de haber puesto fin al conflicto armado. Dirige la Fundación Compaz, una organización dedicada a construir una paz “estable y duradera”, e imparte lecturas sobre gobernanza en las principales universidades del mundo. Además de Una conversación pendiente, ha escrito La tercera vía (1999) junto con el primer ministro británico Tony Blair, Jaque al terror (2009), La batalla por la paz (2019) y Un mensaje optimista para un mundo en crisis (2020). Tiene en su haber el Premio Nobel de la Paz y el Premio Internacional Rey de España de Periodismo por sus crónicas sobre Nicaragua.
Los diversos episodios que componen Una conversación pendiente versan sobre las convicciones políticas y el diálogo, pero también sobre la corrupción y la traición. ¿A qué conclusión ha llegado sobre la condición humana?
Este libro ratifica una idea en la que yo he creído siempre y es que la condición humana es fundamentalmente buena; son las circunstancias las que nos corrompen. Nosotros no llegamos a este mundo con una condición negativa, sino positiva. El testimonio de víctimas como Ingrid Betancourt, con quien converso en el libro, me ratifica esta hipótesis. A Ingrid la conozco desde hace más de treinta años. Iniciamos juntos la vida pública y hemos compartido muchas experiencias, muchos personajes. Pero por encima de todo, una experiencia que me marcó fue la de su secuestro. Su capacidad de perdonar después de haber sido liberada y de posicionarse a favor de la paz corrobora que la condición humana es esencialmente de generosidad. Y en cierta parte, por ese motivo nació el libro. Cuando una mañana en Oxford me empezó a hablar sobre su vida, su forma de pensar, su reacción a situaciones tan difíciles como las que vivió, pensé: “Esto hay que escribirlo”.
Sin embargo, Jorge Orlando Melo describe la sociedad colombiana como una sociedad históricamente violenta.
Es cierto que, por diversas circunstancias, desde la época de nuestra independencia se volvió costumbre tratar de acceder al poder por la violencia. Nosotros somos el país, tal vez de toda América Latina, que más guerras civiles tuvimos en el siglo XIX y en el siglo XX con la disputa entre el Partido Liberal y el Partido Conservador. Sin embargo, con el proceso de paz con las FARC se cierra toda una trayectoria en la cual la gente estaba acostumbrada a tratar de acceder al poder por la vía de las armas. Esto no quiere decir que la violencia se vaya a terminar porque todavía existe el narcotráfico, las bandas criminales. Todavía tenemos muchas secuelas de una guerra de cincuenta años.
Una conversación pendiente repasa las respuestas de los distintos presidentes de Colombia al conflicto con las FARC. ¿En qué momento comprendió que la paz pasaba por la negociación?
No creo que haya un momento clave, pero sí un hecho. En 1996, a través de mi fundación Buen Gobierno, organicé un conversatorio en un salón de eventos de Bogotá a petición de Adam Kahane, un experto canadiense en resolución de conflictos que había jugado un papel clave en el proceso de Sudáfrica. Él me había pedido que reuniera a la mayor cantidad de actores del conflicto armado para buscar una solución entre todos. Me puse en contacto con voceros de las FARC, del ELN y de los grupos paramilitares, así como con varios exministros, líderes empresariales y altos jerarcas de la Iglesia y del Ejército. La reunión resultó un éxito. Recuerdo que Kahane me dijo: “Lograr lo que ustedes han hecho en un mes, en Sudáfrica tomó quince años”. El encuentro demostró lo que llaman los abogados animus societatis, es decir, ánimo de la gente a buscar la paz. Eso me reafirmó todavía más en la vía del diálogo.
En 1998, su predecesor Andrés Pastrana entregó a las FARC una zona tan grande como Suiza para adelantar las negociaciones de paz, pero fracasó. En su libro Memorias olvidadas, Pastrana lo acusa a usted de haber ideado la zona de distensión.
Lo que ocurrió fue que yo pertenecía a un grupo de las Naciones Unidas, en el cual uno de los miembros propuso a Pastrana la desmilitarización como una forma de acelerar las negociaciones. Pero yo no participé de esa idea. De hecho, cuando Pastrana decretó la zona de distensión en la región del Caguán y me encargó la supervisión en representación del Partido Liberal, me di cuenta de que era algo completamente improvisado, absurdo. Ante esas condiciones, me retiré. Inclusive, dos años después, ya siendo ministro de Hacienda, una de las condiciones que le puse a Pastrana antes de asumir el cargo fue que no iba a rendir cuentas a las FARC en el Caguán. La estrategia no tenía ninguna coordinación, sino que estaba destinada a fracasar. Y así ocurrió, con los resultados que todos conocemos.
En el Caguán la guerrilla secuestró a decenas de personas, entre ellas, su amiga y entonces candidata presidencial, Ingrid Betancourt. Su liberación seis años después en la denominada Operación Jaque representó un antes y un después en la lucha contra las FARC. ¿Cómo la diseñaron?
Antes de posicionarme como ministro de Defensa en 2006, me había reunido con el primer ministro de Reino Unido, Tony Blair, para recibir asesoramiento en materia de inteligencia. Él me mandó junto a un funcionario, quien me explicó que la inteligencia de Colombia no funcionaba porque era una inteligencia muy cuadriculada, muy ligada a las Fuerzas Armadas. Recuerdo que me dijo: “Ustedes tienen que cambiar esa mentalidad y pensar en lo impensable: thinking out of the box”. Cuando me posicioné como ministro, reuní a toda la comunidad de inteligencia. Hice los cambios necesarios, creé la Jefatura de Operaciones Especiales Conjunta (JOEC) y animé a los miembros a pensar en lo impensable. En ese contexto, dos mujeres del servicio de inteligencia dedicadas a interceptar las comunicaciones entre la guerrilla se les ocurrió suplantar a las operadoras de radio de las FARC. Esa idea me llegó a mí a través de un comandante del Ejército. Me pareció bastante audaz, bastante alocada, y le di el visto bueno. De esa manera, pudimos enviar al frente que tenía secuestrada a Ingrid Betancourt falsas instrucciones en nombre de uno de los comandantes de las FARC para liberar a los secuestrados.
La Operación Jaque se saldó sin ninguna muerte. De algún modo, representa la excepción en un momento en el que la política adoptada por el gobierno era más belicista que dialogante.
Es verdad que mi mandato al frente del Ministerio de Defensa fue especialmente bélico. Con la inteligencia nueva que creamos, comenzamos a golpear por primera vez a la cúpula de las FARC.Es lo que se conoce como los annus horribilis. Pero se trataba de un requisito esencial de cara a la paz. Unade las condiciones para un diálogo próspero con la guerrilla era que la correlación de fuerzas militares estuviera a favor del Estado. Así, los comandantes de la guerrilla sentirían que para ellos era mejor negocio hacer la paz, que hacer la guerra. Yo siempre he apoyado el proceso de paz: forma parte de mi ADN. Creo que la paz debe ser un objetivo de cualquier persona. La paz interior, la paz de la familia, la paz en el país, la paz en la comunidad.
¿Los falsos positivos eran también uno de los “requisitos” para lograr la paz? Se estima que en aquellos años miembros del Ejército ejecutaron a 6 mil 400 civiles inocentes que hicieron pasar por guerrilleros.
Entonces, había en el Ejército un estímulo, una conciencia de que había que producir muertes. Fue lo que se llamó la doctrina Vietnam. Cuando me incorporé al Ministerio de Defensa en 2006, me llegaron muchos rumores de estos falsos positivos, pero no les presté importancia. Había sido miembro de las Fuerzas Armadas y conocía los principios y los valores con los cuales se formaban los oficiales en Colombia. Por tanto, pensé que los rumores obedecían a una guerra jurídica. Sin embargo, cuando me empezaron a llegar informaciones mucho más precisas procedentes de organismos internacionales como el Comité Internacional de la Cruz Roja y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, me di cuenta de que estaba en un error. En seguida tomé todos los correctivos para acabar con este fenómeno. Recuerdo dar un discurso en el Club de Suboficiales donde comunicaba que la doctrina cambiaba, que la prioridad a partir de ese momento iba a ser la desmovilización en lugar de la muerte.
En su discurso de investidura como presidente de Colombia, afirmó que la llave de la paz no estaba en el fondo del mar. ¿Dónde se encontraba?
Cada proceso de paz tiene condiciones diferentes. En el caso colombiano se dieron tres condiciones necesarias: la correlación de fuerzas militares a favor del Estado, que los comandantes de la guerrilla consideraran la paz mejor negocio que continuar la guerra y el apoyo de la comunidad internacional. Esas condiciones no llegaron por generación espontánea, sino que se fueron creando: siendo ministro de Hacienda, dotamos al Ejército de más recursos; como ministro de Defensa, dimos de baja por primera vez a las cabezas de las FARC; y, finalmente, cuando llegué a la presidencia, restablecí la diplomacia con los países vecinos. Hicimos las paces con Venezuela, Ecuador y Brasil, con quienes hasta ese momento teníamos pésimas relaciones. A esto, se suma la implicación del Ejército en las negociaciones de paz, que fue el principal motivo por el cual el expresidente Belisario Betancur fracasó en los años ochenta. En este sentido, pusimos a los dos generales más prestigiosos como negociadores plenipotenciarios.
El conflicto armado causó la muerte de 220 mil colombianos y el desplazamiento de otros seis millones. ¿Qué lugar han ocupado las víctimas en todo el proceso?
¡A las víctimas antes del proceso de paz no se las reconocía! Había víctimas por terrorismo, pero no de un conflicto armado. Te secuestraban, te mataban a tu hijo, pero tú no tenías derecho a una reparación. Como no había conflicto armado desde el punto de vista oficial –mi antecesor Uribe lo negaba y aún hoy no lo reconoce– las víctimas no existían. Por ese motivo, a través de la Ley de Víctimas reconocimos que había un conflicto. Sin conflicto, no hay justicia transicional, y sin justicia transicional no puede haber paz.
¿Qué diferencia hay entre la justicia transicional y la justicia punitiva? Expresaba Disraeli que hay una sola justicia: “la verdad en acción”.
Esta ha sido una de las grandes dificultades con la que hemos tenido que lidiar a la hora de explicar los Acuerdos de Paz. La gente está acostumbrada a la justicia punitiva por la cual el criminal se va a la cárcel con pijama de rayas y se pudre entre barrotes. Sin embargo, los acuerdos con las FARC proponen algo diferente. Se trata del primer acuerdo en la historia del mundo que se negocia bajo el paraguas del Estatuto de Roma, el cual se hizo para permitir unas negociaciones de paz dentro de un marco legal de derechos humanos. Frente a la justicia punitiva, los Acuerdos de la Habana abogan por la justicia transicional, la justicia restaurativa. Una justicia donde el criminal es sancionado con castigos que van a reparar a las víctimas. Los castigos reparan las heridas que causó y restauran la conciliación.
La justicia punitiva sirve para…
Sirve para amedrentar al delincuente, para infundir miedo, para advertirle de que, si incumple la ley, entonces va a ser castigado. Ha sido la justicia que el mundo ha utilizado siglos y siglos. Supuestamente, la cárcel está hecha para resocializar al preso, pero en países como Colombia lo que hacen las cárceles es corromperlos aún más.
¿Y qué tan real es esa justicia transicional cuando solo 900 mil víctimas de los nueve millones han iniciado su proceso de reparación?
Reparar a todas las víctimas resulta casi imposible. Por supuesto, el ideal es repararlas a todas. Colombia ya ha reparado a más de un millón de víctimas; eso nunca se ha visto en ninguna parte del mundo. Un millón de víctimas lleva a cualquier otro conflicto. Se trata de una cifra descomunal.
Muchas voces cuestionan que las FARC hubieran entregado todos sus bienes tras la desmovilización. Les exigen que con su dinero oculto contribuyan a una reparación justa.
Posiblemente las FARC tengan caletas escondidas que no han entregado. Pero todavía no se les ha descubierto, por lo menos, yo no las descubrí. Cuando fui ministro de Defensa y después presidente, traté de buscar con la ayuda de los gobiernos y de las autoridades financieras, de investigación y de inteligencia las cuentas que supuestamente tenían las FARC en el extranjero. Nunca pude encontrar evidencia de que eso existía. Las FARC dicen que nunca tuvieron esa plata en bancos, que la plata que ganaban la invertían en la guerra, y que todo lo que tenían lo han entregado.
En el plebiscito de los Acuerdos de Paz, el “No” se impuso por 53 mil votos al “Sí”. Usted pudo haber dimitido, como el ex primer ministro, David Cameron, tras la victoria del Brexit, pero se aferró al cargo.
Lo primero que hice la noche del plebiscito fue cumplir con la democracia. A pesar de que el huracán Matthew nos había sacado cuatro millones de votos en el Caribe, una región favorable al acuerdo, reconocí la derrota y seguí lo que dictaba la Constitución. Según la Corte Constitucional no se podía convocar un nuevo referéndum, pero sí negociar con quienes se habían posicionado en contra. Así que llamé a Uribe, a Pastrana, a la hoy vicepresidenta Marta Lucía Ramírez y a muchos otros opositores. Con su colaboración, cambiamos 58 puntos de 60.
Alude a la victoria del “No”, a una preponderancia de las emociones frente a la razón y a la difusión de las fake news.
A menudo me preguntan si me arrepiento de haber convocado el plebiscito. Yo siempre digo lo mismo: que sí porque lo perdí. Subestimé que en un plebiscito de esta naturaleza entran a jugar muchos factores que escapan del control de uno. El principal problema es que es muy fácil hacer demagogia y populismo en contra de un acuerdo de paz porque siempre va a haber gente que va a querer más castigo para los victimarios. Por otra parte, todo lo que andaban diciendo los promotores del “No” era falso. Afirmaban que íbamos a entregarle la propiedad privada y las pensiones a la guerrilla. A mí hasta me acusaron de ser comunista. El propio procurador llegó a decir que el acuerdo tenía escondida la ideología de género, cuando no era verdad. Lo que había era un capítulo para favorecer a las mujeres que suelen ser las más víctimas en cualquier guerra. Después del plebiscito, hicimos una encuesta para conocer cuánta gente había votado por el “No” por ese motivo. Conocimos que se trataba de un 35% de los votantes. Los mismos obispos y pastores que se habían dedicado a difundir las palabras del procurador, después me confesaron su equivocación.
¿Fue un acto de arrogancia no haber consultado antes el acuerdo de paz con la oposición?
Lo que pasa es que la oposición se mantuvo contraria en todo momento al proceso de paz por razones políticas. Yo nunca he dejado de extender la mano a Uribe, siempre he estado dispuesto a sentarme con él, a arreglar las cosas. Pero él no se ha querido sentar conmigo. Ojalá lleguemos al final de nuestras vidas reconciliados y no de esta forma. Él me ve a mí como su enemigo, yo lo veo simplemente como un adversario político.
El próximo año, Colombia regresa a las urnas. El izquierdista Gustavo Petro lidera las encuestas. ¿Cómo explica este fenómeno en un país donde el poder lo han ostentado tradicionalmente la derecha y el centro?
El proceso de paz ha corrido el velo a muchos problemas opacados por la guerra. Los colombianos ya no le tienen miedo a protestar ni a identificarse con ciertas corrientes políticas. Antes tenían que soportar esa estigmatización que se le hacía a todo el mundo: “Usted es un guerrillero”. Yo pienso que todo eso es bueno para la democracia.
¿Cuáles deben ser las prioridades del próximo gobierno?
No son nuevas prioridades, son viejas prioridades que afloraron. La inequidad, la falta de equidad en la distribución de la tierra. Yo logré que la clase media fuera superior a la pobre. Esto se perdió totalmente. Hemos retrocedido veinte años, y este hito hay que volver a recuperarlo. Además, creo que, como el resto del mundo, tenemos un gran reto en la parte del medio ambiente.El narcotráfico también es una actividad pendiente de resolver. Con el acuerdo de paz se promovió una política de incentivos para que los cocaleros sustituyeran sus cultivos ilícitos. El problema es que este gobierno la paró. Pero por primera vez la resiembra fue de menos del 1%.
Usted se ha mantenido en contra de negociar con los carteles de droga.
—Existe una gran diferencia entre un cartel de droga y una guerrilla. Una guerrilla tiene una intención y un objetivo político. Por el contrario, el cartel de la droga está siempre queriendo lavar sus pecados sin renunciar nunca a su negocio. Recuerdo que, en mi primer encuentro con Andrés Manuel López Obrador en México, él me preguntó si debería negociar con los carteles de la droga y yo le advertí: “Tenga mucho cuidado, porque una negociación con los carteles de la droga, con los narcotraficantes, es diferente a la negociación con un grupo guerrillero que se fue a las armas por razones políticas”. Es cierto que las FARC se corrompieron y comenzaron a financiarse con el narcotráfico. Pero no fueron, como muchos las acusan, un cartel de la droga; se financiaron con la droga.
¿Legalizamos?
Durante mis estudios universitarios en los Estados Unidos simpaticé con el movimiento hippy y fui marihuanero. Hoy soy un convencido de que la única forma de abordar el problema a nivel mundial y colombiano es legalizando. Mientras se prohíba su consumo en Madrid, Londres y Nueva York, siempre va a haber un cartel que produzca droga por las inmensas ganancias que genera. Cuando el primer ministro del Reino Unido, Winston Churchill, visitó los Estados Unidos durante la Ley Seca y se encontró con que no podía tomar ningún trago se quedó desconcertado: “Los cuantiosos ingresos que produce la venta de licores aquí se los entregan a las mafias. En mi país se los entregamos al fisco”.
es periodista, especializado en cultura y política latinoamericana. Estudió Periodismo y Humanidades en la Universidad Carlos III de Madrid.