Foto: Gerardo Fernández Fe

“Lamentablemente hay que morir, pero no estamos apurados.” Entrevista a Philippe Sollers

En esta entrevista inédita, el editor, crítico y novelista francés, quien falleció el pasado 5 de mayo, repasa algunas de sus muy variadas obsesiones. Desde el marxismo hasta la cultura china, del papel de los intelectuales a la civilización del espectáculo, Sollers deja ver por qué fue una figura de primer orden en la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XX.
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2002-2003. Por aquella época había proyectado un libro de entrevistas con escritores, pensadores y editores, todos franceses o vinculados con sus letras –Regis Debray, François Maspero, Tzvetan Todorov, Julia Kristeva, Jacques Rancière–, a quienes en Cuba habíamos llegado como secuela del paso de ídolos que ya habían desaparecido: Barthes, Foucault, Deleuze, Lyotard. La idea era aprovechar mis viajes a París, por razones nada literarias, para completar un libro que llevara por nombre Francos y entrevistos; algo diferente, además, con lo que epatar en el patio a la hora del recreo.

Philippe Sollers (Burdeos, 1936 – París, 2023) iba a ser mi primer entrevistado, y lo fue. También el único. Pero en junio de 2002, por mucho que insistí, no me recibió. Así que volví a la carga, impertinente al fin, y conseguí que me recibiera al año siguiente, de nuevo en junio, mes tibio y tranquilo, a veces lluvioso.

No recuerdo qué tomé en el cafetín que estaba ubicado ligeramente a la derecha, donde esperé un rato con las manos sudorosas para no llegar ni muy antes ni muy después a la cita fijada en aquel edificio de la rue Sebastien Bottin, entonces sede de las ediciones Gallimard.

Julie Maillard, su asistente, con quien ya había hablado, fue la primera en aparecer; luego él, Sollers, con un traje de hilo bastante ajado, su cerquillo de legislador romano y un cigarro empotrado en una boquilla petulante.

Apretó mi mano y me condujo a lo que, más que oficina, era un cubículo, la celda de un monje libidinoso atestada de libros. Además de su voz, solo logré atrapar algunas malas fotos de su cara redonda con un rictus irónico, mientras hablaba. En el momento de la última, esa en la que hubiéramos aparecido hombro con hombro, como obreros salidos del taller, la cámara que me habían prestado vio agotada su batería. Eran otros tiempos: no habían llegado aún estos teléfonos sagaces con los que hoy creemos que hacemos historia cada tres segundos.

De regreso a Cuba transcribí nuestra charla, que envié a Maillard para que el escritor la revisara. A mediados de octubre de ese año, vía fax en un hotel del oeste de La Habana, recibí los mismos trece folios debidamente acotados, corregidos, garabateados por Philippe Sollers. Así han quedado hasta hoy.

Él ha muerto este 5 de mayo en París, a los 86 años, apenas unas horas antes de la coronación de Carlos III en Londres. Parecería que no, pero este acontecimiento tiene mucho que ver con mi entrevistado. Mientras, en algún lugar de mi casa, en La Habana, tan lejos de los fastos y los espectáculos, aún debe andar el casete con su voz.

En 1967, en una entrevista con el ensayista y poeta Francis Ponge, usted consideraba que la mayoría de los medios de prensa estaban en manos de la ideología burguesa. Treinta años más tarde este concepto no aparece casi nunca en su discurso, o es sustituido por una crítica a los mercados financieros o al comercio genético, factores que impiden la formación de un ser pleno, que piensa, “que goza de su cuerpo”, como puede leerse en “Journal de guerre”…

El desplazamiento de la palabra “burgués” hacia conceptos mundiales, mundializados, corresponde simplemente a una transformación histórica considerable, no solo en Francia, sino en todo el planeta. La “ideología burguesa” sigue siendo un residuo del marxismo clásico del siglo XIX, de una fase del capitalismo que desde entonces ha venido triunfando hasta invadir mediante la supremacía de la técnica el conjunto de las comunicaciones y de las producciones. Por lo tanto, se trata de la misma crítica, pero engrandecida, siguiendo una evolución práctica.

1967 es una fecha clave, sobre todo en Francia, e incluso más allá. Aparece en Francia una serie de libros bien importantes, como La sociedad del espectáculo, de Guy Debord, en el que todavía prevalecen conceptos y criterios marxistas tradicionales, pero ya en vías de rebasamiento, como queda claro en escritos siguientes de Debord, como Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988).

Me refiero a Debord como el crítico principal, el más acerado, el más ajustado, de la evolución del capitalismo, en esa fase de triunfo que usted puede percibir por todas partes. El final de los años sesenta en Francia se dirige hacia una revolución: no hay desempleo, no existe una enfermedad de transmisión sexual como el SIDA, no se ha producido aún la guerra de Vietnam, que será el punto capital de la historia siguiente, y ahí nos dirigimos, en efecto, hacia la explosión del año 68. Mientras que hoy, treinta y cinco años después, nos encontramos en un mundo completamente diferente, para nada previsible hasta el final de los años ochenta.

Si hace veinte años hubiéramos hablado del auge de algo como el integrismo islámico, nadie nos hubiera creído. Si hace veinticinco años hubiéramos anunciado que el imperio soviético terminaría diluyéndose para dar paso a un fenómeno esponjoso de mafias y de contramafias locales, todos hubieran pensado que se trataba de una locura, así como todos habrían considerado demente la idea de que a China le esperaba un devenir capitalista, con un desarrollo técnico como para afirmar con razón que llegará a ser la gran potencia mundial del siglo XXI.

Solo basta con leer la historia de un modo concreto. Creo ser uno de los pocos escritores franceses, si no el único, con una conciencia histórica precisa. Algo que los otros creo que no tienen.

¿Cree entonces que hay un pensamiento marxista francés que se ha quedado atrás?

Si por marxista usted se refiere a una crítica social, sí, no hay ni siquiera necesidad de llamar a eso marxista. El marxismo es una conciencia aguda de la historia…

Con una base materialista…

Que sigue siendo metafísica. Y que hay que dejar atrás.

Usted ha escrito: “El vicio principal de toda sociedad igualitaria es la envidia. Esta comparación permanente es verdaderamente la quintaesencia de la vulgaridad”. Luego, en una entrevista sobre la vulgaridad, en 1991, afirma: “La vulgaridad es lo contrario del gusto”. ¿Será que, en el campo de lo político, no ser vulgar, tener gusto, implica no abogar por una sociedad igualitaria, aceptar las diferencias?

Usted sabe que yo escribí un grueso libro que se llama La guerre du goût (1994), un primer tomo al que le sigue otro titulado Éloge de l’infini (2001): todo un trabajo de años en el que retomo un proyecto que teníamos Barthes y yo, quienes éramos grandes amigos, en sus últimos años, cuando nos veíamos muy a menudo: el proyecto de hacer una Enciclopedia siguiendo el modelo de la Enciclopedia de las Luces.

En cuanto al gusto, sabrá bien que es una palabra que pertenece a aquella época. En el siglo XVIII todos escribieron más o menos su ensayo sobre el gusto. No se trata solo de un concepto, sino de la culminación misma del espíritu definido por una razón incesante, sensual, amplia y precisa. De ahí el ensayo sobre el gusto de Montesquieu y El templo del gusto, de Voltaire… Se trata de una palabra constante en el combate de las Luces. Luego reencontramos esta formulación de un modo maravilloso en las poesías de Lautréamont, en una condena implacable del Romanticismo. Y todo esto es esencial para entender de qué hablamos.

La destrucción de la razón, la devastación de los cuerpos, de la individuación, que se produjo en el siglo XIX, se convierte en una propaganda incesante a favor del mal gusto, de la igualación de la cultura de masas, de la publicidad. Se trata de una propagación de la ignorancia, una pérdida del sentido histórico, de nuestra ubicación en el tiempo, que ha llegado incluso a proponer la fabricación cada vez más evidente de cuerpos humanos, una fabricación biológica, genética, que implicará una dictadura global, planetaria, del mal gusto.

¿Por qué los pensadores del Siglo de las Luces insistieron tanto en el gusto? Recordemos aquello de Voltaire: “¿por qué él siempre tiene la razón? Porque tiene gusto”. Tener siempre la razón quiere decir que se puede tomar esta u otra posición en esta o en aquella situación e inmediatamente él tendrá la razón, pues él tiene gusto. Ya sabe… esto es muy francés. Pero los franceses de hoy no saben nada de esto, y a nadie le importa.

En aquella misma entrevista de 1991 afirmaba que Marx nunca fue vulgar…

Ningún gran pensador es vulgar. Pero los marxistas lo son, lo fueron más allá de lo posible, y hay que preguntarse cómo el marxismo pudo sucumbir ante tanto mal gusto.

Hay algo en el pensamiento de Marx que nunca actuó como antídoto. Probablemente se dio cuenta de que había algo que iba a ser corrompido salvajemente. Y entonces el marxismo se convirtió en una especie de obstáculo para el pensamiento. Este es el problema del siglo XIX en toda su amplitud. ¿Acaso podemos salir del siglo XIX y de su agravación insoportable en el siglo XX?

El número 47 de la revista Tel Quel, publicado en el otoño de 1971, comienza con un exergo de Mao: “Entre la nueva cultura y las culturas reaccionarias se ha desatado una lucha a muerte”

Nada que agregar. Es cierto, sigue siendo cierto.

Desde entonces sus textos sobre China han mostrado una evolución o simplemente un cambio de óptica, pero es evidente que para usted China, como fenómeno social, político, cultural, sigue siendo importante, hasta el punto de afirmar que el siglo XXI será un siglo chino.

[Muestra un ejemplar de un libro de filosofía taoísta] Pudiera hacerle una larga exposición sobre la presencia constante de China en todo lo que he escrito desde hace mucho tiempo. Pudiera también demostrarle que, aunque esta presencia ha sido masiva y visible, nunca aparece como tema en lo que se ha escrito sobre mí, como si fuera un tabú.

En un libro como Nombres, publicado en 1968, vea que los párrafos terminan en ideogramas. Puede tomar todos mis libros, Paradis, Femmes, Passion fixe, L’étoile des amants, y encontrará todo el tiempo el llamado a la posibilidad de pensar de otro modo, de escribir de otro modo, de ver, de sentir de otro, que China propone. Apenas usted entra en esta oficina, descubre aquella grafía en la pared: un occidental puede pensar que se trata de un decorado, pero un chino la leerá verticalmente de derecha a izquierda y verá que es un poema que puede resultar también una hermosa caligrafía.

Si en 1903 hubiéramos dicho que los Estados Unidos serían la primera potencia mundial del siglo XX, quizás nos hubieran mirado como se mira a un demente, pues nada lo hacía suponer, y ni Hitler ni Stalin lo imaginaron.

Ahora, si la hipótesis de China como primera potencia mundial del siglo XXI es verosímil, algo que afirman todos los economistas, ¿cómo es posible que tan pocos intelectuales y escritores, no solo en Francia sino en el resto del planeta, se interesen en el tema? Apenas en Francia uno puede conversar sobre este tema con cuatro o cinco personas, algo bien irracional. Esto me interesa. ¿Por qué ese rechazo, esa denegación? ¿Por qué se habla únicamente de intereses económicos y sociales cuando basta con constatar que los chinos pueden adoptar cualquier sistema económico y seguir siendo fundamentalmente chinos?

Pienso que les toca a los occidentales convertirse en chinos dialécticamente en la medida en que China se occidentaliza. Pienso que el diálogo con lo asiático es desigual y que deberíamos prepararlo mejor. A Barthes, quien sentía una atracción por Japón –de ahí su hermoso libro El imperio de los signos–, lo llevé a China y ya entonces teníamos conversaciones sobre este tema que nos interesaba bastante. Recuerdo que le decía: “Roland, China viene de más lejos que Japón y llegará mucho más lejos” Él era un poco escéptico, pero permanecía atento. Por aquella época hice dos años de idioma chino. Tendré que retomarlo. Es algo así como el piano. Pero primeramente lo que me interesa son los modos de expresión fundamentales de lo chino, ya sea la pintura, la caligrafía, la poesía, el pensamiento mismo.

¿No cree que con la inserción china en el mundo occidental esas dimensiones corren el riesgo de perderse?

No. El arte de la guerra es chino. Diez, veinte, cincuenta veces le he propuesto a intelectuales y escritores que le dediquen un tiempo a la lectura del arte estratégico chino, pero no quieren. Son los hombres de negocios quienes sí lo hacen, pero no comprenden mucho y terminan desorientados por el modo de comportarse militar, estratégicamente, de los chinos. Todo el pensamiento chino es un pensamiento de guerra. Y la poesía es guerra también.

En la novela Femmes usted narra su relación erótica y secreta con Ysia, una agregada de la embajada china en París…

[Interrumpe] Gracias, es la primera vez que alguien me habla de eso.

…luego el personaje-narrador afirma: “He aquí cómo en un momento fui marxista…, leninista, marxista-leninista…, maoísta… Una cuestión de piel”.  Aunque no deberíamos forzosamente identificarlo a usted con los personajes de sus novelas, ¿se trataba en realidad de una cuestión de piel?

Sí, absolutamente. En un texto que titulé “Pourquoi j’ai été chinois?”, me referí a ello para insistir una vez más en que toda esa historia de marxismo y de leninismo no es más que palabrerías.

Usted pudo constatar que en mi libro ironizo mucho sobre aquella época, la de los años setenta, tratando de describir las verdaderas motivaciones de los intelectuales, la verdadera pasión que los movía, sus teorías, sus discursos, las cuestiones del poder y todo lo que removía sus vidas privadas. ¿Cuál es la vida privada de los filósofos? ¿Cuál es la vida privada, sensual, sexual, de los intelectuales, de los escritores?

Femmes es un libro que dio mucho de qué hablar a partir de los retratos que hice de los intelectuales y de los políticos, y sigo pensando que deberíamos interesarnos mucho más por la vida privada de estos, que a veces me parece más importante que sus ideas. Todo ello comprende de hecho el análisis de Nietzsche, quien afirmaba que todos los pensadores, eso que él llama el “clero enmascarado” (Montaigne pensaba lo mismo), son movidos por otras pasiones, otros deseos que los que ellos hacen visible. Por lo tanto, existe un deber de verdad. Lo otro interesante es que muchos hablaron de estos retratos, pero nadie remarcó que el libro se llama Femmes porque en él aparecen muchas mujeres, incluso una china.

Es interesante ver la manera como una sociedad reacciona. Un libro que se llama Femmes, que es criticado sin jamás hacer referencia a sus personajes de mujeres, aunque en él hay unas cuantas… Es raro, y esto prueba algo. Si me atrevo a trazar el diagrama de lo que no gusta, de lo que molesta, obtendremos entonces “mujeres” y “China”, lo que demuestra que estamos ante dos fenómenos que desagradan en el orden del pensamiento convencional en Francia y en el mundo.

En Estados Unidos, en Irán, en Argelia, en Egipto, hay un fenómeno “mujer” que surge desde hace menos de veinte años y del cual me he ocupado. Ningún sociólogo dirá que estamos equivocados: usted llega hoy a Francia y constata que el tema del día, el asunto candente, es el del velo islámico. No vamos a negar que se trata de un asunto que surgió a finales de esos años setenta, época de la que hablo en mi libro, donde aventuro algunas profecías sobre el feminismo, algunos retratos positivos y negativos. Y al final esto es lo que ha sido censurado. El otro tema censurado es China.

Ahora, si fijo un hilo conductor entre uno y otro, constato que no gusta que uno hable de ellos. Solo el hecho de afirmar que aquí hay una convergencia de cierta manera enigmática molesta al pensamiento metafísico desde tiempos de Platón y Aristóteles. Por eso no dejo de preguntar qué pasa con las mujeres para tratar de demostrar que hubo algo en la historia que fue violentamente abandonado en los siglos XIX y XX, y que ahora resurge como interrogante. De ahí mi fijación con el siglo XVIII, sobre todo por el francés. Por eso usted me ve escribiendo libros sobre Casanova, Mozart, Voltaire, entre otros.

Seguidamente pienso en China y me pregunto qué hacemos con ella, pues ese continente comienza a hacerse visible en aquel siglo XVIII. Antes, no habíamos escuchado hablar de China, y luego se convirtió en una especie de colonia rusa. Los chinos hubieran podido ser rusos, ¡como los cubanos! He ahí la modelización de los pueblos a partir de una ideología importada.

Fotos: Gerardo Fernández Fe.

Al inicio de sus entrevistas con Francis Ponge, él ataca la manera en que la sociedad encierra al poeta en el cliché que se quiere hacer de él. Esto me hace pensar en escritores más bien solitarios como el mismo Ponge, Michaux, Cioran, Michel Leiris… y del otro lado, en escritores-vedettes como Gide, Sartre, Malraux, intelectuales públicos que se insertan en lo que usted llamó “la ficción social”, los intelectuales mediáticos de hoy. En usted, un escritor que habla a la vez de la aventura jesuita en el Paraguay del siglo XVIII, del Viagra, de Monica Lewinsky y de los homosexuales prisioneros en Egipto, ¿cómo se produce su relación con esa “ficción social?

Por su descripción crítica, sistemática, en todas mis novelas. Mediante una ironía constante que me llega en efecto de todo lo que Voltaire dijo sobre el obscurantismo; por el desmontaje de las devociones de nuestra época, no del clero de antaño, sino del actual, el que controla los medios de comunicación, el discurso sociológico y el poder.

¡Pero en el que usted mismo participa!

Y eso es lo novedoso.

Toma las armas del enemigo para jugar con ellas…

Algo que me han reprochado mucho. De ahí el juicio contra Sollers: “No se puede estar adentro y afuera, hay que estar en un lado o en el otro, hay que ser mediático o ser serio, hay que ser esto o lo otro”. El catecismo de la separación: una cosa reaccionaria. Este es el ejemplo preciso del pensamiento reaccionario. “Los poetas deben ser marginales y malditos”. “Deben estar allí donde uno no los vea”. Un homenaje a la virtud. Y sobre todo a una atmósfera de lo sagrado. Esta es la antigua, vieja idea del hombre, del artista como ser sagrado, como clero, todo el tiempo alejado de la realidad social. O de lo contrario será un bufón, un prostituido mediático, etcétera.

Yo creo que ese catecismo está por todos lados, en todos los periódicos de derecha y de izquierda. Y este es el pensamiento dominante, reaccionario.

Que usted ataca…

Que ataco sobre la marcha. Yo pruebo el movimiento mientras me muevo. Creo que uno puede servirse de lo mediático, virarlo al revés y enviar mensajes precisos, enfocados, hacia cierto número de personas capaces de comprenderlo. Cuando participo en un programa de televisión que tiene cientos de miles de espectadores, sé que me dirijo a cinco o seis mil personas, que ya es mucho. Eso me permite publicar a jóvenes autores que de lo contrario seguirán siendo marginalizados. Hace mucha falta que alguien esté de pie. Y luego, el resto del tiempo uno puede escribir y pensar muy libremente.

Sin embargo, para los otros hay que ser maldito o payaso, un fenómeno muy preocupante. Se trata del pensamiento de la separación. Y el pensamiento de la separación es reaccionario.

“Otro mundo dentro del mundo, el del espectáculo… Todo puede ser llevado al espectáculo… Lo que no sea llevado al espectáculo no existe.” Esta frase sacada de su novela Femmes puede tener un matiz crítico, pero también pudiera ser la divisa que mueve a Philippe Sollers.

No, es solo crítico. Para la sociedad no existe lo que no entre en el espectáculo. Lo dijo Debord. Todo debe ser llevado al espectáculo. Y ya que estamos en la sociedad del espectáculo, si no aceptamos las bases de esta crítica creeremos en el bien y en el mal, según una posición o la otra, y no nos daremos cuenta de que vivimos en lo espectacular, que no es solamente la televisión y los medios, y que la política se hace también para la foto. Así pasa, por ejemplo, con la estrategia de los neoconservadores en Estados Unidos. Se trata de una guerra, simplemente para obtener el control del planeta. Aquí no hay misterio alguno.

En cuanto a mí, como escritor, tengo deseos de conocer más allá de lo que nos dice la propaganda, siempre centrada en el Bien contra el Mal, Satán, el capitalismo, etcétera. Quiero saber más y más allá de los eslóganes. Por eso mi frase arrastra categóricamente con una crítica. Lo difícil hoy es que cuando uno emplea la ironía, esta no se entiende del todo, demostrando el punto de la devastación al que hemos llegado. Ahí está Voltaire, metido en la cabeza de un tirano y diciendo cosas de manera irónica. Pero yo no voy a estar acotando constantemente en mis textos: “atención, ironía”.

¿Puede existir en la actualidad un escritor-no vedette, no lanzado al espectáculo, del tipo Michaux, en la era de las clonaciones y la internet?

¡Ese soy yo! Alguien que, aunque no lo parezca, no pertenece al espectáculo.

¿Pero es consciente de su actividad mediática, que es mucho más intensa que en otros escritores?

Si, y lo hago a propósito. Y le aseguro que eso molesta mucho. Alguien que produce crítica social pero no genera ninguna consecuencia no llega a ninguna parte. Se necesitan resultados. Por eso escribí “La France moisie” en la primera página de Le Monde, ¡y ahora tengo para dos años! Los ataques venían de todas partes. Y mientras tanto, releía a Heráclito, algo muy relajante.

Luego dije en la televisión que había que leer a Sade, y lo dije en el noticiero de las ocho de la noche. Otra de mis propuestas fue realizar una película porno con la Ética de Spinoza. Propuse abolir la separación. Pues creo que se puede hablar de Michaux de la misma manera que de Villon, de Artaud como mismo se habla de San Agustín, que también se puede demostrar que los clásicos son modernos y que los modernos ya son clásicos a partir de una nueva percepción del tiempo y de la historia. Barthes lo hizo. Ya no estamos en el tiempo lineal, teleológico. Esto es particularmente importante en el arte: podemos hablar de Picasso de la misma manera que de Piero della Francesca y con la misma pertinencia. ¡Pero esto molesta! “¿Quién es él para hablar a la vez de Mozart y de Miles Davis?”, se preguntaron. Hay que abolir la separación: esta es mi divisa política. Porque la separación está concebida para el control reaccionario. ¿Por qué soy chocante? Porque no me pueden asignar un lugar, no pueden atraparme. Eso es todo. Me opongo a la clasificación sociológica, es decir, y digamos las cosas claras, me opongo a la policía.

Este tema está ligado a una idea del intelectual francotirador. Y quiero retomar lo que dijo Alberto Moravia sobre usted: “Busca hacerse el malo, o dar una idea de que es malo, como si la gente fuera mala con él”. Pero es que en su ensayo “Solitude de Bataille”, publicado en Eloge de l’infini, usted escribe: “Hay que ser molesto. Deberíamos serlo. En lugar de andar untando buenismo, que es el estado en el que nos encontramos”.

Sí, porque el buenismo, una vez más, está en la derecha y en la izquierda, en discursos acartonados que se responden y se ayudan mutuamente. Es un problema de lenguaje. Apenas uno hace énfasis en el lenguaje, apenas uno escribe de otra manera, comienza a provocar cierta cantidad de resultados muy verificables. Flaubert fue esclarecedor cuando dijo “creo en el odio inconsciente del estilo”. Y no se trata de ser desagradable o no: ahí están Flaubert y Céline.

…personaje este último que ha defendido de los ataques de los buenistas.

¡Todo el tiempo! Es una historia que se repite. “Nietzsche fascista, Heidegger nazi, Céline nazi”. “Al final hay que arrestarlos a todos.” “Sartre siempre se equivocó…” Hay un juicio social y permanente contra los escritores, los artistas, pues la individualización de la que ellos son testigos ya no es tolerable. La clasificación es reaccionaria por definición, y toda clasificación implica separación.

¿Entonces en su caso este ataque parte del lenguaje?

Se han dicho muchas cosas de mí, pero nadie ha dicho que escribo mal. De eso trata el Sollers écrivain, de Barthes.

Wittgenstein le había dado su importancia al lenguaje…

Por supuesto. Y Heidegger mucho más. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, escribió Wittgenstein en el Tractatus. Aunque esto es demasiado lógico-formal. Hay que ir a la poesía y comprender por qué Heidegger escribió De camino hacia el lenguaje, un texto de una importancia considerable para el pensamiento: conducir la palabra a la palabra en tanto palabra, conducir la escritura hacia ella misma en tanto escritura, mostrar que esto cambia la visión de lo real, del cuerpo mismo. Y a partir de ahí proponer un diálogo entre escritores muy diferentes. Esta es la única manera de abolir la separación. Yo puedo escribir un libro sobre Dante, uno sobre Ponge y un tercero sobre Mozart. Se trata una vez más de una mirada enciclopédica, aunque para el tercer milenio, no para el siglo XVIII.

Por eso no puedo hacer como si el siglo XVIII no hubiera existido, que fue el programa lanzado en los siglos XIX y XX. [Se detiene y canta “La Internacional”] “Hagamos tábula rasa del pasado…” Yo escribí un libro que se llama Sade contre l’Être suprême para demostrar que la nueva religión iba a traer grandes angustias futuras, y así ocurrió. Sade cumplió prisión bajo los dos regímenes, el Ancien régime y la Revolución. Los revolucionarios lo detuvieron y lo condenaron a muerte simplemente porque se decretó su arresto por girondino, algo que me toca en lo más profundo: la Gironda es mi partido.

Tal vez usted no conozca esta anécdota: hace más de 35 años que me interesa Dante. Escribí sobre él y le llevé de regalo el libro al Papa [Juan Pablo II, en el año 2000]. Aquello fue un escándalo. Pero ¿a quién quiere usted que le ofrezca un libro sobre La Divina Comedia si no es al Papa? ¡Es muy ridículo todo! Los franceses no han leído mi libro: ¡peor para ellos! Gracias a Tel Quel, aquella revista terrible de terroristas, de hienas dactilográficas, de maoístas, se hizo la primera traducción realmente correcta de Dante al francés. ¿Resultados? Bastantes. Nosotros, por ejemplo, publicamos todos los libros de Barthes. ¿Por qué? Porque probablemente él no se sentía a gusto en la sociedad de su tiempo.

Pero Barthes a menudo fue bastante crítico con los movimientos que confluyeron en mayo de 1968.

Tiene razón. Él tenía cierta edad, aunque no era hostil a lo que veía. Era un hombre del lenguaje y encajaba mal algunos clichés. Mire usted qué paradoja acentuada: nosotros, los maoístas, estábamos ahí para hacer saltar por los aires al Gobierno, pero si a Barthes le hubiera chocado nuestra posición no habría publicado como lo hizo en la colección Tel Quel. Y esto es lo que le molesta a todo el mundo. Llegaron hasta a decir que Barthes era rehén nuestro, que lo habíamos secuestrado, que lo habíamos obligado a escribir y a publicar con nosotros. La versión reaccionaria está en todas partes. ¡Ya usted verá, veinte años después de mi muerte, cómo llega la santificación! Hay que morirse, lamentablemente, pero no estamos apurados.

Para terminar, ¿qué ha sido de las 120 botellas de vino que le regalaron hace poco con el premio Montaigne en Burdeos?

¿Las 120 jornadas? La alusión está escondida, pero guarda un espíritu maravilloso. Transformar un libro en vino es una gran cosa. Es una transubstanciación, un milagro.

Se trata de grands crus de Burdeos. ¿Sabía usted que no hay vino más allá de Burdeos? Dionisos vive en nuestra casa. ~

París, 20 de junio de 2003


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(La Habana, 1971) es narrador y ensayista. Autor de "El último día del estornino" (Viento Sur, España, 2011), Cuerpo a diario (Hypermedia, España, 2014), Notas al total (Bokeh, Países Bajos, 2015) y Hotel Singapur (Audere, E.U., 2021), entre otros.


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