Una protesta estudiantil en Caracas, en febrero de 2021. Foto: Jimmy Villalta/ZUMA Wire

“La necesidad de certeza ha sustituido a los proyectos de cambio social.” Entrevista a Colette Capriles

La política y psicóloga social venezolana habla sobre el posible devenir de la democracia liberal frente a los autoritarismos y la política identitaria, y sobre el futuro de las negociaciones entre Maduro y la oposición en Venezuela.
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La politóloga y psicóloga social venezolana Colette Capriles (Caracas, 1961) cuenta con una larga trayectoria que incluye labores de consultoría política, docencia e investigación universitarias y su participación en las negociaciones entre gobierno y oposición, además de la intervención pública a través de artículos de opinión y entrevistas para medios de comunicación.

Aunque ha dedicado parte importante de sus energías al análisis de la situación de su país, Capriles también ha explorado el devenir político internacional. La autora de los libros La máquina de impedir. Crónicas políticas (2004-2010) (Editorial Alfa, 2011) y La revolución como espectáculo (Debate, 2004) es una demócrata liberal en la tradición de la socialdemocracia, aunque no suele inclinarse por la pasión militante sino por el análisis de procesos complejos, irreductibles a la simplificación. En esta entrevista se exploran los diversos temas que han exigido su atención desde hace al menos dos décadas.

Los antiliberales de izquierda y derecha acudan a la democracia liberal de elitista. ¿Qué piensas al respecto?

La democracia liberal es un proyecto de élites devenido popular debido a su promesa de bienestar económico, a su convocatoria electoral sin distingos y a la posibilidad de la alternancia en el ejercicio del poder, como hemos visto en las elecciones de América Latina de los últimos años. Nuestra mirada ilustrada privilegia su crisis en detrimento de la importancia del voto y de la posibilidad de sacar del gobierno a los liderazgos considerados ineptos. Hasta Vladimir Putin ha requerido de legitimación electoral, así sea tramposa, a diferencia del férreo control político del Partido Comunista de la Unión Soviética.

Lo que pasa es que la democracia liberal corre siempre el riesgo propio de su promesa radical de libertad e igualdad, la cual desborda los canales institucionales, diseñados para ser manejados por expertos, así el poder sea ejercido por representantes de la voluntad popular. Las expectativas sin realización provocan desconfianza hacia las instituciones, y me temo que no es asunto ideológico en términos de izquierda y derecha. En Colombia, el uribismo dejó atrás su gran popularidad y es sustituido por Gustavo Petro, no tanto porque este sea de izquierda y propugna la presencia del Estado en todas las esferas de la vida social, sino porque representa, en principio, el extremo opuesto del gobierno anterior. El caso de Gabriel Boric en Chile demuestra lo mismo: es el presidente de Chile no tanto a causa de sus ideas, reflejadas en el proyecto de constitución nacional rechazado por la mayoría, sino por su postura extremadamente crítica con el pasado. El tema de Chile y los debates constituyentes me llevan a otra reflexión: ahora no nos constituimos en el pueblo que expresa su voluntad soberana, clave de las democracias contemporáneas, sino en identidades –religiosas, raciales, étnicas, sexuales, de género– que socavan la idea de un proyecto común.

¿Te refieres a las políticas identitarias de izquierda?

Sí. En Estados Unidos esta fragmentación ha sido señalada por Mark Lilla en El regreso liberal: Más allá de la política de la identidad. Las identidades no son equivalentes a la clase social, categoría que promete la posibilidad del cambio y el ascenso. En realidad, describen una condición postpolítica, ajena a la deliberación y el conflicto, que aspira a imponerse por su peso relativo en la arena pública y no por su valor de verdad, noción defendida por las izquierdas de otro tiempo, distintas a la decolonial y a la posmoderna. Si se tiene la suficiente fuerza, se procede incluso al despido y cancelación de quien se atreva a cuestionar la opinión dominante.

“Las identidades describen una condición postpolítica, ajena a la deliberación y el conflicto, que aspira a imponerse por su peso relativo en la arena pública y no por su valor de verdad.”

Me dirán reaccionaria, pero la izquierda identitaria es una invención universitaria estadounidense que corroe tanto al Partido Demócrata como a las universidades. La derecha iliberal no inventa nada nuevo, salvo quizá que está leyendo a Antonio Gramsci, un teórico marxista, para la construcción de una nueva hegemonía con determinados valores del pasado. En cambio, esta izquierda representa un peligro civilizatorio, se aleja de sus orígenes y fines de transformación colectiva en pro del futuro y de las oportunidades. Sus lecturas de pensadores como Michel Foucault son francamente abusivas: la izquierda identitaria se empeña en que todo en el pasado es puramente opresivo, mientras Foucault reivindicaba que la dominación produce cuerpos y subjetividades, que es imposible pensar las sociedades humanas fuera de las dinámicas del poder. No se trata entonces de que “la verdadera naturaleza” de cada quién no sale a luz a cuenta de la tradición de pensamiento, arte y literatura occidental, de la ciencia y la tecnología o del capitalismo.

Pero la fragmentación identitaria representa a un sector de la población de las democracias que todavía se llaman a sí mismas liberales, no demasiado grande, a colegir por el respaldo de candidatos de derecha iliberal en todo el mundo.

La identidad nacional encarnada en Putin, o la religiosa y cultural, encarnada en Narendra Modi y enfrentada a la población musulmana en India, le dan la espalda a la noción de pueblo que alimentó a las democracias liberales en las naciones contemporáneas. Ciertamente las políticas identitarias de izquierda, basadas en la raza, el género y la sexualidad, intersectadas con la clase, son propias del sector universitario o cultural de las clases medias profesionales y del entretenimiento en el contexto de las democracias liberales, pero coinciden con la derecha en recusar los fundamentos de estas, en especial los relativos a los derechos individuales. No deja de ser una ironía que feministas y partidarios de los derechos civiles LGBTQ se declaren antiliberales, pero es lo que está ocurriendo.

¿Se prefiere la certeza a la deliberación?

La necesidad de certeza ha sustituido a los proyectos de cambio social; la democracia es intrascendente en la medida que no puede brindar certezas absolutas ni el sentido de lo sagrado propio de las religiones y las monarquías. La deliberación y el conflicto, la sangre misma de la política, resultan una amenaza en medio de transformaciones de las que la gente no se siente parte. El caso de Putin es muy claro: la mayoría que lo ha respaldado durante años prefirió la antipolítica –disfrazada de ejercicio periódico de la voluntad popular–, lo cual significa que el poder no debe ponerse en discusión. Puede ser muy atractivo para la gente no tener que escoger. La democracia tiene un costo emocional, una democracia sin incertidumbre no es democracia.

¿Será que la promesa de la democracia pasa ahora por asegurar bienestar económico en lugar de libertades públicas, por lo cual se apela a formas de gobierno más rápidas y expeditas?

John Keane, en El nuevo despotismo,sugiere que los gobiernos autoritarios actuales tienen que proporcionar bienestar, traducido en servicios y consumo. La estabilidad en este sentido garantizará la hegemonía, un ejemplo perfecto es el de China. En términos de organización de la sociedad significa orden, eterno presente, bienestar material y vida privada sin perturbaciones, un mundo, repito, postpolítico.

La oferta de la derecha iliberal europea se mueve en este marco de referencia frente al desafío de la izquierda identitaria y de lo que algunos llaman “globalismo progre”. No parece un camino demasiado exitoso para países acostumbrados a la democracia liberal, pero no hay que descartarlo. Mientras, se buscan certezas en las iglesias, los líderes fuertes, la familia, los valores comunitarios porque, lamentablemente, un mito fundador tan potente como el de la democracia, que parte de la idea de la capacidad de la gente común para escoger lo adecuado para sus vidas, no está en su mejor momento. Convocar este mito significa una renovación del lenguaje y la acción política que está por verse todavía. La mutua aniquilación, prometida o insinuada por la izquierda y la derecha iliberales, a falta de un mejor nombre para estas posiciones ideológicas, es definitivamente una regresión respecto a las tradiciones de acción y de pensamiento que permitieron el milagro político de vivir el conflicto no como violencia pura, sino como el motor de la política.

Colette Capriles se inclina por el diálogo y la negociación entre gobierno y oposición en Venezuela en nombre del realismo político. Esta postura resulta cuando menos desconcertante antes los sistemáticos desplantes a la oposición. Aunque reconoce tales desplantes, la entrevistada percibe al gobierno de Nicolás Maduro como una facción que se eleva por sobre otras sin derrotar a las demás, obligada a lidiar con las consecuencias de sus decisiones del pasado y negociar su estabilidad en el futuro.

¿Cómo podría definir la situación actual de Maduro?

“En caso de que Maduro llegue a negociar con la oposición de modo fructífero, no lo hará por convicción democrática sino por debilidad relativa.”

El autoritarismo hegemónico resulta más apropiado como descripción del gobierno que la palabra dictadura. Ciertamente, la constitución está suspendida de facto, un estado de excepción que permite el control de las golpeadas instituciones y la ausencia de alternabilidad democrática. No obstante, Maduro no es un dictador en el sentido que lo es Daniel Ortega en Nicaragua; solo se trata del primus inter pares de una nomenclatura a la que tiene que complacer y rendir cuentas a través de parcelas de poder. Las decisiones que tomó como salida a su debilidad de origen –el margen irrisorio con el que en 2013 le ganó la elección presidencial a Henrique Capriles Radonsky– han llevado al gobierno a la Corte Penal Internacional, dadas las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, y han convertido a Venezuela en una serie de feudos dominados por militares, figuras del PSUV e, incluso, por la delincuencia.

Ante este escenario, resulta dudoso calificar a Maduro de déspota, palabra griega cuya etimología alude al padre con poder absoluto obligado a satisfacer las necesidades de su familia. De hecho, sus políticas han desmontado los servicios públicos, la producción petrolera, el control estatal sobre el territorio y la aplicación de la ley ante hechos delictivos. No hay que olvidar su empeño en seguir celebrando elecciones para legitimarse, una respuesta a una dinámica interna del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) que le exige someterse al escrutinio popular como lo hacía su líder máximo, Hugo Chávez. Existen otros aspirantes, al estilo del gobernador Rafael Lacava, capaces de disputar la primacía si Maduro no garantiza la perdurabilidad del “legado de Chávez”. En caso de que Maduro llegue a negociar con la oposición de modo fructífero, no lo hará por convicción democrática sino por debilidad relativa.

¿Es lógico que la oposición venezolana acepte medirse en elecciones en 2023 con Nicolás Maduro, un candidato involucrado en procesos penales por violaciones a los derechos humanos?

No es fácil que Maduro sea juzgado como responsable directo de tales violaciones y este asunto penal, que puede tardar décadas, no impide medirse en elecciones. Además, existen posibilidades reales de una legitimación a través de una victoria electoral. El chavismo, como se le llama coloquialmente a los partidarios del gobierno, se sabe la primera minoría, dada la situación de fragmentación interna de la oposición, cuyos fracasos le han restado credibilidad. El grado de organización con que cuenta el PSUV, después de un cuarto de siglo en el poder con plena disposición de los recursos del Estado, allana su camino al éxito en los comicios del 2023.

Además, Venezuela ha cambiado mucho en los últimos años; ante un Estado que abandona a la población han surgido alternativas privadas para proveer de limitadas opciones de seguridad, abastecimiento y servicios públicos. La gente desconfía de que este gobierno pueda resolver necesidades que otros antes resolvían así fuese de manera parcial e insatisfactoria, sin confiar por ello en la oposición. Por supuesto, nada es color de rosa en el país que está surgiendo: se han consolidado “empresas” delincuenciales al estilo del Tren de Aragua, una organización criminal que se ha extendido por otros países de Sudamérica.

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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