Entrevista a Mark Lilla. “Es necesario que los ciudadanos se centren en un conjunto de principios y un proyecto común”

Mark Lilla, uno de los intelectuales más interesantes de nuestra época, es un historiador de las ideas que trabaja en la tradición de Isaiah Berlin: es un liberal que estudia a los críticos del liberalismo, que se esfuerza en aprender de sus adversarios. Autor de ensayos como Pensadores temerarios, El dios que no nació o La mente naufragada (todos en Debate), en El regreso liberal hace una crítica de la política de la identidad. Cree que el énfasis en las reivindicaciones identitarias hace que la izquierda estadounidense sea menos competitiva en las elecciones: dificulta alcanzar el poder y también proteger los derechos de las minorías.
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El regreso liberal es diferente a otras de sus obras. Aquí también hay una reflexión sobre las ideas y sus transformaciones, pero hay una voluntad de intervención.

En cierto sentido hay una continuidad. Buena parte de mi escritura anterior ha tratado de los críticos de la modernidad: de la razón, del liberalismo y la democracia. He obtenido una educación en cierto tipo de mentalidad que ahora creo entender bien. Creo que eso me ha preparado para pensar y comprender algunas de las pasiones más profundas que operan en el populismo. En términos de la política de la identidad, hizo que cambiara el centro de mi atención hacia cosas más específicamente estadounidenses, y sobre todo hacia el elemento evangélico en la cultura americana. Los historiadores hablan de los great awakenings, esos periodos de despertares religiosos donde hay un estallido de fervor moral. Me llevó un tiempo entenderlo. En algún nivel está relacionado con algunas de las pasiones detrás del populismo. Pero hay algo distintivamente estadounidense. En cierto modo, para mí se trata de entender mejor mi país.

Habla del tribalismo, de una falta de conexión. ¿Cómo se puede reconstruir un terreno común?

Lo curioso es que en otros aspectos los estadounidenses se han vuelto más parecidos. Miran las pantallas de sus móviles, hablan de manera similar. El centro de sus vidas es una cultura mediática y hay menos diferencias en ese sentido. La verdadera línea divisoria es la clase, y ahí es crucial la educación, pero en la mente de la gente hay diferencias que tienen que ver con ese tribalismo. No se basan tanto en la realidad social sino en ser como equipos deportivos que compiten. La gente se siente más polarizada, es difícil convencerles de lo que comparten sociológicamente. Es necesario lograr que se centren en un conjunto de principios y un proyecto común que está más allá de sus diferencias. Digamos que tienes un blanco de clase obrera que ya no trabaja en la fábrica porque la fábrica cerró y tiene un empleo temporal mal pagado y su mujer gana el salario del que realmente vive la familia. Imagina que tienes un negro que, cada vez que va en coche, es arrestado por la policía, y se siente acosado. Sería difícil lograr que entendieran la vida del otro. Pero, si pones ante ellos un proyecto político que dice “queremos un país donde la gente se apoye, donde haya solidaridad e igualdad ante la ley”, puedes explicar lo que significa al trabajador blanco y decirle: “te ayudaremos a encontrar trabajo”, y al conductor negro que defenderemos sus derechos. No hace falta que se entiendan uno al otro. Necesitamos que comprendan que hay ese proyecto político. Y ese tipo de republicanismo de la ciudadanía, si podemos llamarlo así, o de liberalismo, debería hacer que la gente aparte la mirada de las diferencias percibidas porque está centrada en conseguir algo en común.

Subraya un elemento narcisista en la política de la identidad.

Tom Wolfe declaró que los años setenta eran la década del yo. Señaló que nos convertiríamos en una sociedad más egocéntrica. Una sociedad más rica, donde la gente sería más independiente, por la tecnología y la comunicación. Una sociedad más libertaria, más de partículas elementales, con la gente más absorta en sí misma. Pero la idea original era un fenómeno social y psicológico. La política de la identidad es el fruto político de este cambio: la idea de que la política no trata de identificarse con una causa que está fuera y más allá de ti sino que el compromiso político es una expresión de lo que eres en tu interior. Pero lo que eres por dentro, curiosamente, no es algo que tú determines. Kierkegaard decía que convertirse en uno mismo es el trabajo de toda una vida. Pero los estadounidenses tienen miedo de convertirse en ellos mismos. Tocqueville lo vio con claridad. Así es como tienes la tiranía de la mayoría: miran a los otros para definir lo que son. Y así, cuando los jóvenes hablan de su identidad, hablan de la mezcla de cosas que reciben: soy asiático o gay. Son cosas que ellos mismos no han determinado. Piensan en el ser como algo determinado y luego añaden una cosa especial. Es una forma extraña de narcisismo porque entraña esos vínculos determinados por el destino. Están tan preocupados por la construcción de esta identidad que lo único que les interesa en política son cosas relacionadas con el aspecto de su identidad en el que han decidido centrarse. Es como si en vez de mirar una ventana panorámica observaran por la mirilla de una puerta, intentando ver si quien está al otro lado es amigo o enemigo. Las pasiones se centran en una cosa, y cuando eso se resuelve (o no) se retiran. Se enfadan muy rápidamente porque quieren que se les reconozca por quienes son. No desean alcanzar acuerdos o hacer concesiones. No quieren llegar a los demás, solo quieren que se les respete por lo que son. Esa actitud en política es suicida. No sabes cómo convencer a los demás para que se unan, no puedes hacer transacciones. Te conviertes en la víctima de un partido que sabe lo que es el poder y en qué consiste tomar el poder.

Los conservadores hablan de comunidad. Usted habla de ciudadanía. ¿En qué se diferencian?

La comunidad no es necesariamente algo activo. No requiere el uso de la fuerza que tiene la política. Uno puede pertenecer a una red de lazos comunales, con obligaciones y un sentido del deber. Fuertes lazos comunales o familiares te pueden enseñar algo aplicable a la vida política, porque aprendes sobre la conexión humana. Pero estos vínculos son dados. No escogemos a nuestras familias, a nuestra comunidad. La vida política entraña el uso de fuerza y de autoridad y eso requiere legitimidad y exige tratar con el pluralismo en una sociedad. La lógica de la vida política es bastante diferente a la lógica de la comunidad. No solo hay Gemeinschaft y Gesellschaft, hay una serie de relaciones políticas: una tercera capa que la democracia constitucional hace posible.

Ha dicho que el MeToo se puede encuadrar en la política de la identidad y dice que vivimos dos revoluciones.

Lo entiendo mejor ahora que cuando escribí el libro. No es solo una cuestión de dos concepciones políticas. Más bien son dos revoluciones simultáneas. Una revolución política, que viene de abajo, y está centrada en el poder político y viene de la derecha. Usa las herramientas de la democracia, incluyendo las elecciones, para desvirtuarla. Y hay una revolución cultural, que tiene que ver con cambiar las actitudes que tenemos unos hacia otros en la sociedad estadounidense, con aceptar a la gente y reconocerla y tratarla con respeto. Esta revolución es importante. A veces los estadounidenses se vuelven un poco locos con ella, como suelen hacer, con sus pasiones evangélicas. Pero veo que las energías de la izquierda han cambiado desde el combate a las revoluciones políticas que se producían en la derecha a combatir en esta guerra cultural. Cuanto más dedique sus energías la izquierda a eso, más incapaz se vuelve para pensar, comunicar y actuar de una manera que permitiría quitar poder al otro lado. La lógica de la revolución cultural es expresión y reconocimiento. La tarea de la política democrática es persuasión y concesión. Si hubiera podido explicar eso, me habría ahorrado algunas de las críticas, infundadas, que me acusaban de no sentir simpatía por estos cambios culturales. Esta revolución cultural es producto de las élites, es una revolución ilustrada, pero no es una revolución democrática. Nadie ha votado por estos cambios que están sucediendo. La izquierda tiene una elección que hacer sobre dónde quiere gastar su energía.

Una respuesta a su libro, y en general a muchos críticos de la política de la identidad, tiene que ver con quién es. Se dice: bueno, usted es un universitario blanco…

Creo que confirma mi observación. Es frustrante y triste ver esa actitud entre los jóvenes, en la universidad, cuando deberían oír visiones divergentes. Ahora se habla mucho de libertad de expresión en el campus y no se trata tanto de eso como de diversidad de puntos de vista. Los jóvenes son cada vez más reacios a oír a gente de otro lado. Son demasiado sensibles. He hablado mucho con mis alumnos sobre este tema. Les preocupa mucho que una opinión haga que alguien se sienta mal consigo mismo. También oigo a muchos estudiantes que dicen que por esta atmósfera política se sienten incómodos sacando temas en clase. Me comentan cosas en el despacho, y pregunto: ¿por qué no lo haces en clase? Temen ser marginados. No son necesariamente conservadores o de derechas. Pero la atmósfera actual no estimula que la gente se arriesgue intelectualmente o plantee ideas heterodoxas.

Dice que le ha sorprendido el poco aprecio a la democracia de sus conciudadanos.

Salieron varias encuestas y no siempre es fácil saber si hay que tomarlas en serio. Pero parecía que una proporción significativa estaría de acuerdo con tener un gobierno militar o controles más estrictos sobre lo que se puede decir. Parte de esto son bravuconadas. Pero refleja una profunda ignorancia sobre lo que hace que funcione nuestro sistema y un profundo cinismo. No es que les decepcione lo que han hecho los políticos o el gobierno. Lo que vemos es una actitud que dice que saber de política es ser cínico con respecto a las posibilidades de la política. Está muy arraigado en los populistas y en los medios conservadores, especialmente Fox News, pero también en la cultura de internet. Las posibilidades o la nobleza de la política no se reconocen. Si hubiera un golpe militar, reaccionarían. Pero es una atmósfera poco saludable.

También se ha criticado el exceso de optimismo del liberalismo. La promesa de la globalización ha tenido también sus perdedores. John Gray, por ejemplo, reprochaba esa especie de hubris.

Lo que dice John Gray tiene sentido en parte como análisis de un cierto momento de la política europea, el momento Blair: la idea de abrir los mercados y liberar a la gente, tener una sociedad multicultural que de algún modo podría tener una política social de progreso. Quizá había algo de hubris ahí. Pero la política estadounidense siempre ha sido soberbia. Perseguimos esos grandes proyectos y esos grandes sueños. Y nunca aprendemos. Los estadounidenses no tienen memoria. Es difícil mantener una moderación liberal en las esperanzas y expectativas. No es esa clase de país. Gray llama a una especie de conservadurismo no en términos de política sino como disposición psicológica. Así que sí: hay esperanzas que han sido decepcionadas. Pero también hay una falta de ambición y esperanza en Europa. Existe un fatalismo en la Unión Europea: no podemos hacer otra cosa que seguir. Hay un fatalismo con respecto a la inmigración, salvo en la derecha, donde quieren muchos más controles. Me gustaría ver más ambición a la manera nacional republicana. Especialmente me sorprende la pasividad con respecto a Europa. Representa esperanzas de una élite y no populares. La gente estaba contenta cuando las cosas iban bien. Pero esta gran visión de la Europa unida no creo que funcionara entre la gente común. En cambio, las cosas que tienen que ver con el país y la autodeterminación pueden sonar más cercanas. Así que creo que puede haber ambiciones decepcionadas pero me gustaría ver más esperanza y ambición.

Es un proyecto poco sentimental en un momento de política emocional.

Hay algo en el proyecto europeo frío, como una maquinaria. La gente no tiene sentimientos sobre él. Expulsó el sentimiento. No hay relación afectiva. Fui a la Expo de Beijing en 2010. Había pabellones magníficos para China y Arabia Saudí, algunos muy interesantes de países europeos. El pabellón europeo era el más triste, con la excepción del de Corea del Norte. Entrabas y veías unas pantallas sobre el transporte, el medio ambiente y al final podías comprar una estrella. Cualquiera que tenga una idea de historia o la psicología humana vería que ese proyecto no genera nada que hable a la parte media del alma, como decía Platón, la afectiva, la que quiere sentir una emoción. Y es normal. Hay que aprender a manejar las emociones y dirigirlas de manera inteligente. La mentalidad burocrática de los que promueven Europa carece de una base psicológica sobre lo que motiva a la gente en política. Estas emociones se apartaron y ahora regresan de maneras que son muy poco sanas.

¿No se podría formar un vínculo fuerte con la idea de Europa? España es un país muy europeísta. Hay una idea de que estar en Europa es como volver a casa.

Quizá. Pero es la obra de muchas generaciones. Las entidades políticas se forman con crisis. Especialmente militares. Que no haya un ejército europeo, que no haya partidos políticos significativos transeuropeos: cosas que den foco a sus emociones, que pueden ser negativas. ¿Dónde está la capital, el himno, el edificio que poner en el billete de diez euros? Se necesita un sentido de pertenencia, de un nosotros y ellos, no necesariamente hostil. Pero solo lo consigues si hay gente al otro lado de la frontera con quienes no compartes eso. Y querrías tener relaciones generosas con ellos pero ellos no son tú. Y los europeos rechazan esa idea, por razones comprensibles.

Al leer libros de los años noventa se encuentran observaciones parecidas a las suyas. Por ejemplo, en La cultura de la queja de Robert Hughes, o en Forjar nuestro país de Richard Rorty. Veinticinco años más tarde, el debate se parece.

Tengo una idea medio seria. La generación del 68 se ha reproducido dos veces. Los alumnos del 68 eran los profesores y élites culturales de los años noventa. Y los alumnos de los noventa son ahora las élites culturales. Me pregunto si hay un ciclo cultural de la reproducción de la élite. En 2005, si me hubieran preguntado por la importancia de la política de la identidad en los campus estadounidenses, habría dicho: “No es mucha. Se ha normalizado. Es parte de lo que enseñamos, hay actitudes, pero la gente no es tan sensible.” Pero tras 2008 o en 2010 esto ha vuelto. Recuerdo a un viejo socialista muy crítico con la nueva izquierda. En un debate le preguntaron y contestó: “Esa pregunta es tan vieja que he olvidado la respuesta.” He tenido que recordar las respuestas que dábamos en los noventa, cuando escribían Rorty y Todd Gitlin, con The twilight of common dreams. Es como volver al pasado y tener que recordar preguntas y respuestas que creías pasadas.

Tanto en El regreso liberal como en La mente naufragada habla contra la nostalgia. Pero más allá del cambio de ideas, hay una transformación económica: la globalización, la robotización, ante la que nadie sabe bien cómo reaccionar. ¿Le preocupa, al hablar de un momento de mayor cohesión, caer en esa nostalgia? ¿Qué pueden hacer los liberales y la izquierda ante esos cambios?

Intento evitarlo: el pasado no va a volver. El cambio que debe ocurrir ha de dejar claro que los gobiernos son responsables de los trabajadores. Eso no quiere decir que puedan lograrlo todo. Pero no pueden parecer impasibles ante los cambios. También aprendimos con Grecia que puedes tener movimientos de izquierda que quieren controlar la economía, pero el capital se mueve. Tenemos un capital móvil y una fuerza productiva móvil. Nadie sabe qué hacer pero es importante dejar claro que hay una responsabilidad pública. No damos una patada y decimos Europa se encarga. Había una pasividad en Estados Unidos, por ejemplo entre los republicanos. Ahí se decía: solo sufrís porque los impuestos son altos (lo que ni siquiera era cierto). Es difícil para los políticos. En cierto modo, se trata de convencer a la gente de que quieren actuar de manera responsable cuando tienen poco que hacer.

En otros de sus libros –El dios que no nació o La mente naufragada– analiza obras de ficción vinculadas con las ideas que estudia. ¿Qué ficciones actuales hablan del asunto que trata aquí?

Es interesante: que ningún novelista importante haya abordado este tema muestra el momento tan fanático y apasionado en el que estamos. Para mí, el mejor tema sería la discriminación positiva. Hay leyes y costumbres, compañías que ponen objetivos sobre cuántos miembros de minorías o mujeres deben tener. Esas situaciones llevan a un baile emocional fascinante. Algunos saben que se les ha dado una ventaja sobre otros, pero deben ignorarlo para actuar, y se vuelven hipersensibles. Pero en el otro lado, digamos, entre hombres blancos, en un nivel están resentidos, pero no pueden admitirlo y por otro lado otros quieren ayudar. Todo el mundo es muy sensible. Es algo muy denso para alguien con imaginación, para un cineasta o un novelista. Todo el mundo está demasiado asustado. Es un tabú.

Está escribiendo un libro sobre la ignorancia y la felicidad.

He trabajado mucho sobre críticos de la modernidad. Siempre he pensado sobre mis adversarios. Me atrae entenderlos mejor. Pero al cabo de un tiempo me he dado cuenta de que el tipo de emociones profundas que hay tras estas reacciones son muy viejas. Veo algo parecido a una contrailustración en la antigua Roma en la reacción contra la filosofía griega. O en la teología cristiana, musulmana o judía contra la presencia de Aristóteles. He pensado sobre cuál era el problema. Y el problema compartido es el descontento y la preocupación con respecto al conocimiento, con la posesión y la búsqueda de conocimiento. Había dos preocupaciones que se expresan: una, tener conocimiento o razón nos quita la inocencia; ya no tenemos una relación inmediata con las cosas. Piensa también en cómo proyectamos cosas en los primitivos o las vírgenes. Y tenemos esa idea de recuperar la inocencia, incluso política. El segundo aspecto es que la curiosidad es algo que crea monstruos. Medio libro es sobre nuestros miedos y preocupaciones sobre la curiosidad. Es amplio, no hay erudición, solo yo y mi voz. Es una aventura nueva para mí. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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