Estos días de descanso navideño tengo un poco más de tiempo y me gusta retomar viejos libros que han supuesto algo importante en mi vida. Uno de ellos es, sin duda, El mago de Oz, que todos conoceréis, aunque sea en su versión cinematográfica. Adoro el momento en el que los protagonistas entran en Ciudad Esmeralda, se colocan las gafas preceptivas y se dejan deslumbrar por el maravilloso tono verde con el que se ve todo. Incluidos –dice el autor– los mismos rayos de sol.
Me gusta releer viejos libros porque siempre me llevan a reflexiones nuevas. En esta ocasión, el paseo por Ciudad Esmeralda me ha hecho pensar sobre qué pasaría si esta ciudad de cuento existiera en realidad y sus ciudadanos no hubieran salido jamás del lugar que les vio nacer. Imagino que, si tal circunstancia se diera, muy probablemente estos habitantes de Ciudad Esmeralda considerarían la vida monocolor como la única posible y no creerían que su cerebro estuviera naturalmente preparado para más. Los extranjeros que llegaran a su tierra hablando del arco iris serían observados con una mezcla de desconfianza y conmiseración. Estas emociones tornarían, sin embargo, en rechazo si dichos extranjeros estuvieran orgullosos de la policromía y quisieran extenderla. Para los criados bajo el dominio del verde, los posibles peligros de distinguir colores superarían, con creces, a los hipotéticos beneficios.
Algo similar ocurre, aunque parezca mentira, con nuestra relación con las lenguas. Aquellos de nosotros que nos hemos criado en una zona en la que se habla mayoritariamente una única lengua tenemos la falsa creencia de que el cerebro de nuestra especie está preparado solamente para ser monolingüe y el multilingüismo nos produce miedo, inseguridad y desconfianza. Y esto es lo que explica el modo en el que afrontamos, por lo general, la adquisición de segundas lenguas. Como si fuéramos un ciudadano de Ciudad Esmeralda al que le proponen quitarse las gafas, vamos a clase de idiomas con muy poca fe. La mayoría de nosotros considera que es un esfuerzo ingente para el que no estamos preparados y sentimos que probablemente fracasaremos en nuestro empeño. El pesimismo se incrementa por creer que solo se puede hablar una lengua si se habla como un verdadero nativo. Cualquier otro estadio nos produce una vergüenza infinita (si somos nosotros mismos) o es causa de hilaridad (si son otros los que hablan).
Alguien debería explicarnos que usar dos o más lenguas es lo natural. No estoy hablando de un control absoluto de la norma culta de dos o más lenguas. Si no eres traductor probablemente esto no te sea necesario; tampoco estoy hablando de parecer un nativo en todas ellas, pues salvo que seas espía no suele ser importante, a efectos prácticos, esconder tu lengua materna. Estoy hablando de ser capaz de entender y de comunicar en más de un idioma. Esto nuestro cerebro lo hará con cierta facilidad si le ofrecemos el input adecuado. Prueba de ello es que la mayoría de los seres humanos lo hacemos y que los circuitos neurológicos que utilizamos para procesar las segundas lenguas son los mismos que los que usamos para nuestra lengua materna.
Son muchas las conductas y emociones que se derivan de la falsa idea de que nuestro cerebro solo admite con naturalidad una lengua. Un ejemplo es el modo en el que entendemos el bilingüismo de los más pequeños. Muchas personas de crianza monolingüe ven con desasosiego cómo sus nietos se educan en dos o más lenguas y recelan de las consecuencias de esa decisión. Otro es la obsesión de algunos de que solo aprendamos lenguas que nos ofrezcan ingentes beneficios prácticos. Obviamente, si nuestro cerebro fuera reacio a adquirir lenguas, solo deberíamos atrevernos en el caso de que fuera absolutamente necesario, por razones laborales, por ejemplo. Incluso explica en cierto modo el rechazo que les causa a algunos tener zonas bilingües en su propio país y que dicho bilingüismo esté normalizado. Es el mismo horror que les causaría a los habitantes de Ciudad Esmeralda saber que fuera de sus muros, en su mismo reino, la gente disfruta de los distintos colores de una buena puesta de sol.
Nuestro cerebro es multilingüe. Quitémonos las gafas y disfrutemos de la belleza de ahí fuera.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).