José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926-2021) salía al bosque y al mar a recoger palabras, semillas de fábulas, sensaciones. La maravilla de la luz que se transforma en imagen, en recuerdo, en centelleo del adjetivo. Siempre quiso ser muchas cosas: marino en el océano y en la costa, astrónomo y, ante todo, poeta. Y lo fue desde muy joven, inspirado en primer lugar, antes que por su maestro Miguel de Cervantes o por José de Espronceda, al que admiró casi tanto como a Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, y le dedicó una biografía en 1992. A esas pulsiones iniciales se sumaron otras de inmediato: el flamenco, el vino, la naturaleza, con especial fascinación por el Coto de Doñana, la otra banda que convirtió en un territorio mítico. Con ese bagaje y una curiosidad inmensa hacia los meandros y las sonoridades de la lengua, ya fuera en Sevilla, en Madrid, en Mallorca o en Colombia, José Manuel Caballero Bonald se entregó a la literatura. Sin prisa alguna. Con esa delectación que en él era una forma elegante de mirar el mundo, de engullir los dones de la tierra y del cielo, de exaltar los placeres mundanos.
Era un hombre de acción que nunca se sintió atraído por la militancia política, aunque fuera beligerante con el poder y sincero en sus disidencias. Perteneció a la Generación del 50 porque era la suya cronológicamente y ahí halló espíritus afines en la diversidad: se sintió próximo a Gil de Biedma, José Ángel Valente y Carlos Barral, pero también a Francisco Brines y a Ángel González; en la lírica, trenzada de juncos de oro, de olores, de apariciones y de personajes que vienen de la leyenda del tiempo, halló la despaciosa lentitud del decir. Con ecos del Barroco siempre, con el manantial de Góngora siempre en la cabeza, o con la desobediencia que aprendió en Luis Cernuda, entre otros.
Ahí están sus poemarios, desde los iniciales como Las adivinaciones (1952), finalista del Adonais, hasta Descrédito del héroe (1977) y Laberinto de fortuna (1984), ese diálogo desde tan lejos con Juan Mena, y Diario de Argónida (1997), que marcan un período largo de madurez y afirmación, de asuntos y de arrebatos, de belleza y sensualidad. Argónida es la creación de un espacio de la imaginación que se trasvasó de la lírica a la prosa. O viceversa. La poesía, por la que no sentía urgencias, se fue escribiendo con calma pero con constancia hasta casi el final: pensemos en Manual de infractores (2015), La noche no tiene paredes (2009), Entreguerras (2012), un libro donde asume el riesgo de contarse a sí mismo en verso con la libertad de las aves marinas, el gozo y el dolor de la vida recordada. Y se despidió con Desaprendizajes (2015), que tiene mucho de crónica de desengaño o impugnación ante el mundo en que vive. Son libros todos ellos que concentran audacia, expresión, refinamiento y la obstinación del bardo por hallar un canto personal que abraza la pasión, la alegría, la añoranza, la memoria, la hermosura y el latido del tiempo que abre sus alas como las aves de Doñana.
También fue un novelista singular que no se precipitó y que quiso huir del realismo social, aunque en ocasiones se acerque a problemas de fondo de Andalucía y la tierra como el caciquismo y los movimientos obreros. Ahí están Dos días de septiembre (1962), que escribió en Colombia; el libro que tanto le gustaba y que lo acercó a ese manierismo controlado del estilo o manierismo del alma que siempre anheló, Ágata ojo de gato (1977), donde importaba tanto la música del decir como la naturaleza y el hombre; Toda la noche oyeron pasar pájaros (1981), con la huella de Colón en sus páginas; En la casa del padre (1988), que ganó el Premio Plaza & Janés y que siempre le dejó un poco de insatisfacción, aunque se aproximaba a algo que le atraía tanto como el mundo de la viña (firmó un Breviario del vino en 1980); y Campo de Agramante (1992), que era su novela preferida, otro salto a la complejidad, a la belleza, a la totalidad expresiva. Sentía que era su mejor novela, de estirpe cervantina, y que era un entramado poético de lo cotidiano y lo fantástico, donde irrumpía algo que tenía mucho que ver con el espejismo, sin dejar de afirmarse en la tierra, en el paisaje, en una Andalucía eterna pero también insondable o telúrica.
Fue un memorialista extraordinario de dos libros, Tiempo de batallas perdidas (1995), con ese fantástico capítulo de los “acostados” de su familia, y La costumbre de vivir (2001), donde muestra la fecundidad de su memoria aliñada con el vuelo de la imaginación. Recogió los dos volúmenes en La novela de la memoria (2010), título que es tanto una poética como una declaración de intenciones. También fue crítico literario y, ante todo, lector apasionado como se ve Oficio de lector (2013) y un buen retratista, Examen de ingenios (2017), y ahí expresó empatía y soltó algún mandoble. Esta trayectoria fue coronada por premios, entre otros, tan importantes como el Nacional de las Letras Españolas, 2005, el Premio Reina Sofía, 2004, y el Premio Cervantes de 2012.
José Manuel Caballero Bonald fue mucho más: investigador y teórico del flamenco, como se ve en su libro Luces y sombras del flamenco (1975), y en su trabajo de rescate de voces por toda Andalucía, fue editor musical, experto en vinos y un conversador ameno y divertido, un narrador quizá melancólico y sentimental al arrimo de la manzanilla y del silencio de la noche. “Si la patria es lo que se ve desde la ventana de la casa donde uno vive a gusto, yo tengo varias patrias; unas más duraderas que otras: el Coto de Doñana, Jerez, Mallorca, Madrid, Bogotá…”, le gustaba decir. Desde cualquiera de ellas, elaboró una personal y rica literatura que expresó una y otra vez el asombro y la pasión por los reinos de este mundo.
es escritor y responsable del suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón. Entre sus libros recientes están Golpes de mar (Ediciones del Viento, 2017) y Cariñena (Pregunta, 2018)