Neurosis, paranoia y heroína: el descenso de Anna Kavan

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Anna Kavan (Cannes, 1901-Londres, 1968) no fue siempre Anna Kavan. Sus padres le pusieron el nombre de Helen Emily Woods. Luego adoptó el apellido de su primer marido, y como Helen Ferguson publicó seis novelas, entre ellas Let me alone (1930) y A stranger still (1935). Cuando su segundo matrimonio, con Stuart Edmonds, se vino abajo, sufrió una crisis nerviosa, intentó suicidarse y fue internada en un psiquiátrico suizo. Al salir de allí se convirtió en Anna Kavan, nombre del personaje protagonista de los dos libros apenas citados. También cambió su color de pelo, de moreno a rubio, así como su estilo literario, que se hizo más experimental. Pero no se trataba simplemente de un nuevo bautismo artístico, también cambió su nombre legalmente: “Como Anna Kavan quiero deshacerme de Helen Edmonds y todo lo asociado a ella”, dijo. Fruto de esa estancia en el psiquiátrico es El descenso, el libro de relatos que ha traducido Ainize Salaberri y publicado recientemente la editorial Navona. El título original es Asylum piece (1940).

A la personalidad neurótica y depresiva de Kavan hay que añadir su temprana adicción a las drogas, especialmente a la heroína. Ni una cosa ni la otra le impidieron viajar por todo el mundo: con su primer marido vivió en Birmania; después de su internamiento estuvo en California, Bali, Nueva Zelanda o Nueva York, antes de asentarse en Londres. Tampoco tener dos hijos, uno de cada matrimonio. El primero murió a los veintiún años, fue paracaidista en la Segunda Guerra Mundial. De la hija que tuvo con Edmonds perdió la custodia poco después; había sido adoptada cuando el bebé que tuvieron falleció.

Ya en Londres, adonde regresó en 1943, Kavan siguió distintos tratamientos psiquiátricos. Y también para su adicción a la heroína. En aquella época si un adicto se registraba oficialmente como tal, un doctor podía recetarle cierta dosis. En 1967 publicó Ice, que le supuso el mayor reconocimiento a su talento literario. Un año después Kavan moría sola en su casa. Parece ser que de un ataque al corazón. Tenía una jeringuilla de heroína en la mano. Póstumamente llegó a las librerías Julia and the bazooka, otra colección de relatos, estos aún más autobiográficos y centrados en su vida y experiencias alucinatorias fruto de su drogadicción. El escritor galés Rhys Davies, amigo suyo y que aparece en uno de los relatos de El descenso, firmó un pequeño ensayo sobre ella titulado “The bazooka girl” en el que escribe: “En el mundo real su conducta social podía ser errática, pasando demasiado rápido de la más delicada apreciación del humor de un invitado a lanzarle un asado desde el otro lado de la mesa, para luego retirarse con su bazuca [la jeringuilla] a una distancia objetiva”.

De las seis novelas que publicó como Helen Ferguson, más otros diez libros como Anna Kavan, más la obra póstuma, solo cuatro textos han sido traducidos al español. A ellos se suma ahora El descenso. El cambio de título no es desacertado, puesto que los cuentos dibujan eso, una trayectoria decadente: son el retrato de un hundimiento psicológico. Para Davies es “un trabajo pionero en la descripción intuitiva de los estados de la mente […] desde dentro de una identidad perdida”. Además, “El descenso” es como se titula uno de los relatos incluidos. Es el más largo de todos y se articula a su vez en diferentes escenas independientes, todas ubicadas en la misma clínica (una de ellas podría ser de una película de David Lynch). Ese y el primer cuento son los únicos escritos en tercera persona, pero sin alejarse de la temática que empapa todo el volumen: los años que pasan “como los escalones de una escalera que lo único que hace es descender y descender”.

Parte de la obra de Kavan ha sido comparada con la de Kafka, especialmente con El proceso. En muchos de los relatos que componen El descenso está esa presencia indefinida, amenazante: “[…] ¿cómo puedo saber si la persona con la que estoy hablando no es acaso mi enemigo o si acaso está en contacto con mis acusadores o con aquellos que, en última instancia, decidirán mi destino?”. A veces esa manía persecutoria se traslada a los objetos: “Las ventanas se iluminaban o se apagaban: eran algo así como ojos penetrantes que, sin embargo, estaban centrados en mí. […] todo lo que estaba a la vista parecía observar lo que hacía”. Hay un relato que recuerda a “Casa tomada”, de Julio Cortázar; el hogar que acosa y expulsa: “La casa me alimentará durante unos cuantos meses o años más en sus frías entrañas, antes de arrojarme como la comida regurgitada de un búho a los abismos del espacio infinito”. Otro cuento, “Por la noche”, breve crónica del insomnio en compañía de un misterioso carcelero que vigila los pensamientos de la autora, me ha recordado a “La gota”, de Dino Buzzati, donde una gota de agua desafía toda lógica y sube por las escaleras del edificio, perturbando el sueño del narrador.

Todos los relatos de este libro son inquietantes, también porque sorprenden la asepsia y el distanciamiento con que muestran lo que puede llegar a suceder dentro de la mente inestable de alguien que se siente abandonado, cuando no perseguido por fuerzas amenazadoras inidentificables, y que cree que “el mundo semeja un vertedero lleno de latas viejas y escamas de pescado y tronchos de col podridos”; una mente en la que la música “se había terminado”.

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Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.


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