Carta a Zacatecas

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Genaro Borrego ha escrito un opúsculo tan notable como inusual en la tradición política de México: unas memorias de su vida pública bajo la forma de una carta de amor al hogar de sus ancestros, al antiguo estado que alguna vez gobernó, a la noble y generosa tierra de Zacatecas.

Conocí Zacatecas en 1970, muchos años antes de conocer a Genaro. Fue en una gira electoral con el entonces candidato de PRI Luis Echeverría. Entonces era yo consejero universitario. Al invitarnos, Echeverría tenía el propósito –que luego se volvió norma obsesiva de su gobierno– de atraer a la clase universitaria agraviada por el crimen de Tlatelolco. En mi caso no lo logró. De hecho, sentí un instintivo rechazo hacia el estilo pomposo y vano de la campaña. Los políticos en el autobús eran insufribles, pero mi remanso era la contemplación y el trato fugaz de las hermosas mujeres zacatecanas, criollas extraídas de un cuadro de Goya que, con gracia y diligencia, nos acompañaban en las comidas. Ese viaje me vacunó para siempre de cualquier tentación política, pero me regaló, sin querer, una experiencia inolvidable: un recorrido por las intrincadas sierras, las ciudades y pueblos zacatecanos.

Muchas cosas me impresionaron de Zacatecas, cuyo esplendor colonial y turbulenta historia en el siglo XIX conocía de mis clases en El Colegio de México. Y claro, para entonces había leído con devoción y deslumbramiento los poemas de Ramón López Velarde, sobre todo “El retorno maléfico”, cuyos versos aún me conmueven. Pero todo aquel pasado histórico y poético se revelaba con mayor claridad al recorrer el paisaje zacatecano, con sus áridas superficies, sus desfiladeros interminables, zonas lunares que en sus entrañas escondían las vetas de plata que sostuvieron por tres siglos al Imperio español. Y estaban los pueblos: Jalpa, Jerez, risueños, melancólicos, piadosos, recatados, tal como los pintaba López Velarde. Ante todo me impresionó el vivo color de las fachadas. Creí entrever por qué Zacatecas había sido cuna de tantos artistas plásticos como Julio Ruelas, Francisco Goitia y Manuel Felguérez, o como Rafael y Pedro Coronel (con quienes compartí el viaje).

Años más tarde, cuando conocí a Genaro, me pareció un político distinto a los que había tratado: elegante, de maneras finísimas, me impresionó la limpieza casi ingenua, un tanto melancólica, de su mirada. Nos hicimos amigos. Me contó la saga de su extensa familia, la pérdida del padre, los afanes de la madre, su condición promisoria pero también ardua de hijo mayor, sus estudios profesionales en la Ibero, su vocación taurina. No hablamos mucho de política, habría introducido una disonancia estética.

Pero eran los años ochenta. La atmósfera toda estaba impregnada de política. Y nuestra generación estaba tocada (mortalmente) por la política. Distanciado de sus coetáneos, el presidente Miguel de la Madrid propiciaba el acceso de la nueva generación a la política. Genaro era una estrella de esa joven camada. Fue diputado y llegaría a ser gobernador, presidente del PRI, director del IMSS, senador. En su Carta a Zacatecas revela las circunstancias en las que el presidente Carlos Salinas de Gortari pareció dispuesto a abrirle paso a la presidencia de México. Carrera impresionante, sin duda alguna, pero en nuestras conversaciones percibí siempre una especie de excentricidad en su vida: la política era su vocación porque genuinamente quería servir, no servirse de la política. Me pregunté si duraría en ella.

Un día me citó para hablar de una grave determinación: había decidido dejar la política y dejar el PRI. No creo incurrir en una infidencia si narro el momento: había lágrimas en sus ojos cuando me leyó la carta de renuncia. Entendí que algo muy hondo estaba muriendo en él. Era la esperanza. Y quizás algo más doloroso: la duda sobre su pasado. ¿Había arado en el mar?

Leyendo su Carta a Zacatecas sé qué no aró en el mar pero comprendo mejor su dolor. Fue extraordinaria la dedicación que puso en su trabajo. Al hablarle de tú a su gente, a su pueblo, la Carta evoca con emoción y detalle las obras materiales y sociales que emprendió, pero también las espirituales; obras (no palabras, no “buenas razones”) inspiradas en el pueblo y destinadas a mejorar su condición. La Carta es todo menos un recuento de méritos: es una confesión de lo que se quiso hacer, de lo que en realidad se hizo, de lo mucho que quedó por hacer. Y la aceptación de una decadencia general que es espejo de un desencanto mayor: el de todos los mexicanos ante las duras realidades que nos asaltan día con día.

En su paso por la Cámara de Diputados, Genaro fue amigo de José Luis Martínez, el gran historiador literario que compiló la obra completa de Ramón López Velarde. Juntos organizaron los homenajes del centenario del poeta. Esa sensibilidad de Genaro hacia la literatura no es menos fina que su apreciación de las artes visuales. Y al escucharlo hablar de toros (sin ser yo un aficionado) creo comprender mejor los rituales de esa extraña fiesta de gloria, sangre, color y muerte.

¿Quién es, en suma, mi amigo Genaro Borrego? Un hombre que dedicó su vida a la política, que ahora atiende con creatividad y diligencia las relaciones institucionales de femsa, pero que ante todo, en su sensibilidad, en su finura, en su don de gentes, es un artista.

Ese artista le ha escrito una carta de amor a su tierra. Mientras haya mexicanos que quieran a su patria chica como Genaro quiere a Zacatecas, México tendrá esperanza. ~

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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