Foto: José Francisco Del Valle Mojica [CC BY 2.0]

Cuauhtémoc, guardia nacional

La llegada de Cuauhtémoc al elenco de héroes que cobijan simbólicamente a la llamada “cuarta transformación” era predecible. Pero sorprende que su figura se empleara como imagen de un cuerpo civil de seguridad pública.
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Hay en el presidente Andrés Manuel López Obrador una clara fijación con la historia. No con la historia que busca conocer y entender, sino con la de bronce: la de los héroes solemnes, la de los pueblos que caminan bajo su guía hacia un brillante porvenir. La historia que en su idealización vive ahora uno de sus momentos más brillantes, ni más ni menos que la “cuarta transformación” de México después de las que representaron la Independencia, la Reforma y la Revolución. Al frente de este cambio está él mismo, el hombre providencial que los tiempos reclaman, el único capaz de enfrentar nuestros problemas, el heredero natural de los grandes hombres del pasado.

“Quiero pasar a la historia como Juárez, como el apóstol de la democracia, Francisco I. Madero, y como el general Lázaro Cárdenas del Río. Y no es ego, es buscar ser ni siquiera hombre de Estado, quiero ser hombre de nación”, puntualizó durante la campaña que lo llevó a la presidencia. Durante el largo periodo de transición después de las elecciones, sirvieron como telón de fondo de sus conferencias de prensa los grandes retratos de sus tres héroes tutelares. Ya en vísperas de su toma de posesión, el 30 de noviembre de 2018, se presentó la identidad gráfica oficial del nuevo gobierno, que incluyó el logotipo con los retratos ilustrados de aquellos personajes y otros dos: Miguel Hidalgo y José María Morelos.

Ese logotipo causó cierta polémica por no incluir a ninguna mujer. Apresuradamente, entre los pendones que adornaron la Plaza de la Constitución en el festejo de la asunción de López Obrador fue agregado entonces el retrato individual de sor Juana Inés de la Cruz, junto al repertorio de héroes ya conocidos. Un mes más tarde, en enero de 2019, la imagen de Emiliano Zapata con igual diseño presidió los actos conmemorativos de su centenario luctuoso. Y en marzo siguiente, al celebrar el Día de la Mujer y como parte de la campaña “Mujeres transformando México”, la Secretaría de Gobernación mostró un logotipo paralelo al oficial formado enteramente por mujeres: la ya familiar sor Juana, Josefa Ortiz de Domínguez, Leona Vicario, Carmen Serdán y Elvia Carrillo Puerto.

Esta presencia creciente de personajes históricos en la imagen institucional del gobierno tiene una intención declarada por el presidente: “Nosotros estamos reivindicando a los héroes de nuestra historia –aseguró en Cuernavaca–. Para nosotros lo más importante son nuestros héroes de la patria, esa es la diferencia con nuestros adversarios. Por eso llamamos a que sigamos sintiéndonos orgullosos de lo que hicieron nuestros héroes y los vamos a seguir recordando. La memoria histórica siempre va a tener un lugar especial en la cuarta transformación”. Así, no es sorprendente que un “héroe” más se haya incorporado el pasado 30 de junio al álbum de estampas obradorista. Se trata de Cuauhtémoc, el último tlatoani azteca, presentado como una especie de ícono de la recién creada Guardia Nacional.

Cuauhtémoc es quizá el personaje más ponderado de la historia mexicana y ni siquiera la acusación de haber dado muerte a dos hijos de Moctezuma para reinar sin disputa mermó su fama. Su valor, la heroicidad de su defensa de México-Tenochtitlan, su superioridad moral sobre el conquistador, fueron casi invariablemente reconocidos por los autores de todas las épocas –hispanistas e indigenistas, liberales y conservadores, positivistas y revolucionarios– y sólo se le regateó su lugar preciso en la genealogía heroica porque, a fin de cuentas, su patria no era todavía la patria mexicana moderna. (Su verdadero sitio lo señaló no un historiador, sino un poeta, Ramón López Velarde: “Joven abuelo; escúchame loarte / único héroe a la altura del arte”.) Con todo, fue el Estado liberal quien se “apropió” de la figura del tlatoani cuando procuró vincularse con el pasado indígena como una forma de legitimación. Así, Juárez y Porfirio Díaz levantaron sendos monumentos a Cuauhtémoc en 1869 y 1887, y entre esos años se estableció su verdadero culto cívico.

((Laura Campos Pérez, “Cuauhtémoc, ‘el héroe completo’. La conmemoración del último emperador azteca en la Ciudad de México durante el porfiriato (1887-1911)”, en Historia mexicana, abril-junio de 2017, p. 1819.
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La llegada de Cuauhtémoc al elenco de héroes que cobijan simbólicamente a la llamada “cuarta transformación” era predecible: más temprano que tarde tendría que aparecer, especialmente si consideramos que en ese intento ya habían sido cubiertas las etapas virreinal, independentista, reformista y revolucionaria de la historia mexicana, pero seguía ausente la prehispánica. Más aún en la proximidad de los 500 años de la Conquista de México, así como en el contexto de la disculpa a los pueblos originarios que López Obrador pidió a España. Pero sorprendió que su figura –emblema en el siglo XIX de las luchas contra las potencias extranjeras– se empleara como imagen de un cuerpo civil de seguridad pública.

“Cuauhtémoc, héroe de los mexicanos, simboliza la defensa de la patria y la protección del pueblo, convicciones de la Guardia Nacional”, reza la leyenda junto a la ilustración del héroe difundida por las autoridades. Dejando a un lado las bromas por su semejanza con la etiqueta de una conocida cerveza e inclusive lo que me parece un plagio escandaloso de la obra de Jesús de la Helguera que lo inspiró (al que este retrato de Cuauhtémoc copia en todos sus detalles, ademanes y errores históricos), la vinculación del guerrero mexica con las labores policiacas es sin duda desacertada.

La defensa aguerrida y valiente de Cuauhtémoc contra un invasor extranjero poco tiene que ver con un cuerpo presuntamente civil de seguridad interior, creado esencialmente para que sus acciones en el combate a la delincuencia no sean de tipo militar, como las que han llevado a cabo por más de una década el ejército y la marina. Especialmente cuando el titular del poder ejecutivo declaró a finales de enero que “oficialmente ya no hay guerra” contra el narcotráfico. ¿Se trata de un acto fallido, un desliz freudiano por el que podemos entender que en el fondo el gobierno asume que seguirá peleando una guerra, que el soslayado componente militar de la Guardia Nacional es inevitable y que lucha no contra transgresores a la ley, sino contra enemigos de la nación?

Por otra parte, aunque no parezca tan evidente, Cuauhtémoc indisputablemente defendió a su patria, pero esto no significa que protegiera a su pueblo como se afirma. Antes por el contrario, su porfía durante los ochenta días de asedio de la capital mexica llevó a la muerte de decenas de miles de hombres, mujeres y niños tenochcas. Puede argumentarse mucho en favor de la actitud del gobernante indígena y con cierta razón, pero no deja de ser un mal símbolo para un cuerpo policiaco del que esperamos el menor número posible de víctimas colaterales en el desempeño de sus funciones. Por último queda por tratar un asunto ineludible: Cuauhtémoc es un héroe digno, pero también derrotado; un héroe de buenas intenciones y malos resultados. ¿Es esa la figura que queremos que inspire al cuerpo de seguridad del que ahora dependerá el combate al crimen organizado?

El uso político e ideológico de los personajes históricos siempre será problemático. Al hacerlo se termina invariablemente por mitificarlos, por convertirlos en bronce que oculta su naturaleza humana. Se transforman en héroes inmaculados, pero finalmente falsos. Cuando López Obrador señala que “durante el predominio de la política neoliberal o neoporfirista se promovió de manera deliberada que se olvidara nuestra historia” y que “los conservadores denigraron a nuestros héroes”, pareciera que le disgusta en realidad la libertad con que los historiadores de hoy pueden hablar sin ambages de la megalomanía de Hidalgo en Guadalajara, de la delación de Morelos contra sus compañeros al filo del patíbulo, de los tratos cuestionables del gabinete de Juárez con los Estados Unidos, de la obsesión espiritista de Madero, de los asesinatos a sangre fría de Pancho Villa, de la criminal persecución religiosa del gobierno callista. Nuestro actual presidente no ve en esos incómodos detalles saludable verdad histórica, sino irrespeto. Porque su teoría de la historia mexicana es de álbum escolar: un desfile de héroes que, por lo menos en sus aspiraciones, culminan en él.

El uso político del pasado es natural a casi cualquier gobierno. Pero la intención de López Obrador por restablecer una especie de culto a los héroes evoca más la construcción nacionalista del siglo XIX de lo que se podría esperar en un país que no tiene a su identidad nacional en el centro de ninguna discusión. De hecho, esa intención guarda cierto parecido con la de otro “gran venerador de nuestra historia” que se vio también como culmen de ese proceso y aceptaba con agrado el mote de “héroe de la paz” que lo hermanaba con los grandes hombres del pasado: Porfirio Díaz.

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Ingeniero e historiador.


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