La propaganda de medicamentos en tiempos de Maximiliano

Un floreciente y lucrativo mercado negro ha aprovechado la pandemia de covid-19 para ofrecer fármacos de eficacia más que cuestionable. Se trata de una manifestación reciente de un proceso que tuvo sus inicios a mediados del siglo XVIII.
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“El más eficaz y poderoso de todos los vermífugos conocidos hasta nuestra época, es sin disputa, el confite de santonina de Pelletier; de un gusto muy agradable se toma con la mayor facilidad, y arreglado bajo la forma de los dulces los niños lo reciben con placer”.

              La Sociedad. Tercera Época, 1865, Tomo V, Núm. 772, p. 4

 

La novedad y el terrible potencial del coronavirus son tales que a la par que la ciencia médica continúa desarrollando una vacuna efectiva, experimentando con 150 medicamentos diferentes a fin de reducir el riesgo de muerte entre quienes ya padecen la enfermedad, un floreciente, lucrativo y negro mercado ha aprovechado la situación para poner en manos de todos una serie de fármacos que en opinión de la OMS, “pretenden prevenir, detectar, tratar o curar el covid-19”, y que “pueden estar contaminados, caducados, o contener el ingrediente activo incorrecto o inexistente”, sin mencionar que se trata de un comercio que “asciende a más de 30 mil millones de dólares en países de ingresos bajos y medianos”.

Esto, por supuesto, no es un asunto menor si tenemos en mente que la práctica de compraventa de medicinas todopoderosas no es nueva, data de mediados del siglo XVIII, momento en el que, frente a las afecciones como la viruela, el sarampión, la sífilis, el tifo, los males venéreos y el temible cólera morbus, por mencionar algunas, la publicidad de tales remedios se convirtió en una alternativa muy común toda vez que dicha centuria fue “la edad de oro del curanderismo” en donde muchos sanadores, más que cínicos estafadores, fueron fervientes creyentes de los remedios magnéticos, eléctricos, químicos y herbáceos que idearon para devolver la salud a la humanidad doliente. La Gazeta de México de Manuel Antonio Valdés y Juan López Cancelada constituye un excelente ejemplo de esto, pues en este periódico, que circuló en la Ciudad de México entre 1784 y 1809, se dieron a conocer una serie de panaceas que aseguraban curar los dolores de muela, la dentadura, las fiebres, la hidrofobia, las enfermedades venéreas y herpéticas, los “dolores de costado”, el “vómito prieto”, las viruelas, el ardor, la comezón, las pestes, las pulmonías, las calenturas, el sarampión y todos los males habidos y por haber.

Desde entonces, este tipo de productos comenzaron a tener presencia en la vida cotidiana de los habitantes de la Ciudad de México, y gozaron de gran auge durante la Intervención francesa y el establecimiento de la administración imperial de Maximiliano (1862- 1867), cuando los capitalinos de clase media y alta experimentaron un “afrancesamiento” en sus modales que los llevó a adquirir tintes para el cabello y los productos Eau lactée para la higiene del cutis; contratar los servicios del callista Anatolio Menard, sucesor de Bouvier; visitar al dentista Pedro Boisson tras la pérdida de algún diente; preservar la sonrisa con el agua y los polvos dentríficos de la casa Botot, “proveedora de S. M. el emperador” Napoleón III; y curar los catarros y gripas de los niños con la pasta y el jarabe de Berthé. 

Poco a poco la industria farmacéutica francesa atestó las secciones de avisos de los diarios capitalinos con los flamantes productos de la Compañía Grimault, las píldoras de Rebillon, las grageas de Gelis y Conté, los compuestos químicos y farmacéuticos Lamoureux y Gendrot, los medicamentos Rob B. Laffecteur y las píldoras purgativas de Cauvin especiales para la gastritis, la bilis, el reumatismo y la gota. Algunos comerciantes, para validar su prestigio y reputación, se presentaron como los proveedores personales de Napoleón III, tal y como lo hicieron L. Corvisat “médico del emperador francés”, y F. Toscan “proveedor de S. M. el emperador y de su casa imperial”. Tal pompa constituyó la cereza del pastel.

Ahora bien, El Pájaro Verde, La Sociedad y El Diario del Imperio fueron tres periódicos que circularon en la capital imperial en cuyas secciones de avisos se dieron a conocer diversos productos. Si bien los comerciantes juraron y perjuraron que sus remedios eran capaces de curar muchas enfermedades de manera simultánea, rápida y eficaz, en ningún momento explicitaron las sustancias a partir de las cuales fueron elaborados con la lógica de hacer más atractivo lo anunciado. En su lugar, la estrategia de venta pasó por utilizar un lenguaje que combinó información aportada por la medicina científica con planteamientos pseudocientíficos que no siempre fueron avalados por los galenos, al punto de que estos no recomendaron utilizar dichas curaciones contrario a lo señalado en la propaganda.

Y es que los doctores rechazaban que los comerciantes de fármacos apelaran a la magia para respaldar la eficacia de sus creaciones, como Juan A. Bennet, quien vendía el Jarabe Calmante de Winslow en su “Tienda de la Salud”, asegurando que “[…] facilita de una manera sorprendente la dentición, quintando como por encanto los agudos dolores a que están sujetos los niños cuando les salen los dientes”. Lo propio ocurrió con El Talismán de los Niños que se comercializaba en la calle de San Agustín número uno, mismo que convencía de quitar “como por encanto las calenturas, cólicos, flatos, diarreas y vómitos agrios, espasmos y convulsiones entre otras enfermedades de los niños desde que nacen hasta los tres años”. En el mismo tenor, las Píldoras y Ungüento del Doctor Maggiel pusieron en conocimiento de los lectores, con relación a las enfermedades biliosas, que “su influencia casi mágica se siente en el momento, haciendo desaparecer los males anexos a esta terrible enfermedad.”

La colocación de imágenes para reforzar lo aseverado en el texto fue otra estrategia de venta utilizada por los mercaderes de medicinas, principalmente aquellos abocados a la venta de productos que hoy llamaríamos de belleza o higiene personal, comunicando mediante ellas a los lectores que la hermosura, la naturalidad, la perfección y la alta clase como ideales sociales, eran posibles de alcanzar usando las preparaciones mencionadas. El Sozodonte fragante de Van Buskirk, el Restaurador del Pelo y Zilobalsamo o domador universal de la Sra. Allen y la Tintura de Bachelor son destacados ejemplos.

 

 

La dinámica de compra y venta de remedios fue tal que derivó en una feroz competencia entre los vendedores de medicinas y boticarios, quienes utilizaron la estrategia de señalar los peligros que había en comprar otros productos. El Líquido vegeto-animal del Dr. Hirzel, por ejemplo, se anunciaba advirtiendo “el riesgo que hay en usar el sinnúmero de cosméticos que ha inventado el charlatanismo”, mientras que el aviso de los jabones de esperma de ballena y amigdalino de alcanfor de J. M. Echaury recalcaba que “no conviniéndome que se confundan estos específicos con otros que bajo diferentes títulos circulan en el comercio, hago saber al público en general y a mis amigos en particular que nada tienen de común unos con otros, ni en las materias que entran en suposición ni en la manera de prepararlos”.

Frente a ese cúmulo de recetas, pócimas, jarabes, píldoras, estimulantes, jabones y tónicos que los galenos calificaron de milagrerías o “charlatanería”, la actitud de éstos fue de dureza, rigidez e inclemencia, dado que la farmacopea de uso autorizado propia de aquellos años, solo contó con unos cuantos remedios que resultaban ser verdaderamente eficaces: la quinina para el paludismo, el opio como analgésico, el cólquico para la gota, la digital para estimular el corazón, el nitrito de amilo para dilatar las arterias en caso de angina de pecho y la aspirina que haría su aparición hasta 1896. De ahí que los médicos reconocieran con pesar que sus recetas eran insuficientes para salvar la vida de sus pacientes cuando la enfermedad agravaba y éstos, a su vez, tenían plena conciencia de que aquéllos no hacían milagros. Hay que tener presente que la gama de atención primaria anterior al siglo XX fue muy limitada para comprender esa situación. El punto al que lleva mi argumentación, finalmente, es que el proceso de conversión de las enfermedades y del cuerpo enfermo en importantes fuentes de ganancia tuvo sus inicios a mediados del siglo XVIII y despuntó en la segunda mitad del siglo XIX no solo en el México imperial sino en gran parte del mundo occidental.

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es maestro en historia y etnohistoria por la ENAH.


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