La noche de Tlaxcalantongo

¿Murió Carranza balaceado desde afuera del jacal donde se resguardaba o, viéndose herido e inmovilizado tuvo el valor de apurar el cáliz, para ser muerto pero no vencido? En este texto, publicado originalmente en Vuelta en 1986, el autor explora la segunda hipótesis.
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Para Fausto Zerón Medina

Martín Luis Guzmán encontró el adjetivo perfecto para calificar el fin de Venustiano Carranza: ineluctable. N o era sólo el repudio general a su candidato, Ignacio Bonillas, o la estrella ascendente de Álvaro Obregón y su grupo sonorense. Bien vista, aquella era la última de una serie de derrotas que habían comenzado mucho antes: con el triunfo del programa radical, que no era el suyo, en el Congreso Constituyente de Querétaro. Nuevas generaciones tocaban ruidosamente a la puerta del poder. ¿Cómo detenerlas? ¿Cómo convencerlas de que una vez más, como en 1911, 1913 o 1915, el viejo y autoritario patriarca tenía razón? Imposible.

Carranza lo entendió pero no cedió: representaba la legalidad. Inconmovible, impasible, volvió a seguir el libreto histórico juarista y emitió un manifiesto “claro, terminante” y digno:

Se equivocarían completamente quienes me supongan capaz de ceder bajo la amenaza del movimiento armado, por extenso y  poderoso que sea. Lucharé todo el tiempo que se requiera y por todos los medios posibles … Debo dejar sentado, afirmado y establecido el principio de que el poder público no debe ya ser premio de caudillos militares cuyos méritos revolucionarios no excusan posteriores actos de ambición.

“Nada superaba en él a su obstinación –agrega Martín Luis Guzmán– nada a su incapacidad de reconocer sus errores. Pudiendo rectificar, ni un momento pensó en hacerlo”. Pero ¿ por qué rectificar? La lógica que para entonces guiaba sus pasos no era política sino puramente jurídica y moral. No se trataba ya de salvar vidas, y menos aún –como le confió a Roque Estrada– su propia vida, sino de salvar principios. Su deber era conservar la legalidad obedeciendo no a la estrategia sino al destino. Su fin era ineluctable justamente porque lo había asumido con libertad. A un grupo de generales que lo visitan el 21 de abril de aquel año de 1920 –entre ellos Jacinto B. Treviño y Francisco J. Múgica– les advierte:

Nada ni nadie me harán retroceder en mi camino, pues no tengo más punto de vista que someter a los alzados por medio de las armas o caer 1uchando en la contienda… Desde el año de 1913 tengo prestada la vida…

No es casual que durante su última noche en la ciudad de México haya releído una de sus biografías favoritas: Bélisaire (Belisario) del autor francés Jean Francois Marmontel (1723-1799). Aquel extraordinario general romano de prin­cipios del siglo VI había desplegado campañas comparables sólo a las de Alejandro Magno y Julio César. Durante treinta años ininterrumpidos había vencido a los moros y vándalos en África, a los godos en Italia, a los persas en Asia, a los hunos búlgaros en Constantinopla. Gracias a Belisario, el emperador Justiniano había podido consolidar el Imperio Bizantino y la fe cristiana. Pero de acuerdo a Marmontel, su fin había sido terrible: cegado por la envidia, el emperador Justiniano dejó ciego a Belisario con hierros candentes en una prisión. Convertido en paria, Belisario no abjuró de su fe ni de su emperador. A la plebe indignada le respondía “¿En qué país no se ve siempre a los hombres de bien víctimas de los malvados?” A su propia hija la consolaba con tonos dignos de Epicteto: “privándome de la vista no han hecho más que lo que iba a hacer la vejez o la muerte”. “Quien se da todo entero a la patria –pregonaba en las plazas Belisario– debe suponerla insolvente, porque lo que expone por ella en realidad no tiene precio”.

En la virtud estoica de aquél general romano dúctil a la fatalidad encontró Carranza su último perfil y su consuelo. Para sorpresa de sus allegados y colaboradores, cuando decide finalmente dejar la capital y marchar a Veracruz, lo hace del modo más inconveniente, mudando en una inmen­sa caravana de sesenta vagones a los poderes públicos: sus gentes, archivos, armas y haberes. Sus movimientos – ahora casi deliberadamente pausados– no los dicta ya el instinto de supervivencia sino la voluntad de legar un testimonio:       

La historia reconocerá el móvil patriótico de mis actos y juzgará de ellos. Procedo como creo mi deber en bien del país.

Nunca como entonces Carranza se ve a sí mismo como personaje de un drama histórico. Y una vez más su sabiduría histórica acierta: lo era. Fernando Benítez, a quien debemos una espléndida novela histórica sobre la caída de Carranza, pone en boca del “Rey viejo” una última lección:

No hay un gran mexicano que no haya sido un fugitivo. Los mejores han vivido errantes, no una semana o dos, sino años enteros, y al final ellos fueron los victoriosos. Cobre usted ánimo. Nada se nos da regalado. Todo hay que conquistarlo con fe y con sacrificio. ¿Recuerda usted a Juárez? Durante meses anduvo en el desierto metido en un coche desvencijado, traicionado por sus amigos más íntimos. Y venció. Nosotros vencere­mos también si sabemos endurecernos contra la adversidad.

La interpretación es hermosa, pero inverosímil, al menos en ese momento de la vida de Carranza. Lo más probable, a juzgar por múltiples testimonios, es que para entonces don Venustiano hubiese perdido la fe. No por eso cedió al abatimiento ni infundió dudas a los suyos. Pero tampoco esperanza. Quizá entonces recordó su actitud ante el sacrifi­cio de su hermano Jesús, secuestrado y más tarde asesinado a principios de 1915: entonces había cumplido con el deber negándose a contestar siquiera las ofertas de los captores; ahora no veía razón para actuar de manera distinta.

El gobierno trashumante de Carranza sufrió su primer revés militar en Villa de Guadalupe. No sería el último. A partir de allí, escribe Martín Luis Guzmán, “cada kilómetro suscitaba temores nuevos, cada estación suscitaba mayores amenazas”. El 14 de mayo se entabla en Aljibes un tiroteo sangriento contra las fuerzas de Guadalupe Sánchez que, como la gran mayoría de los generales, le había dado la espalda al régimen constitucional. En plena balacera, el general Urquizo llega hasta la plataforma del carro presi­dencial donde Carranza, sentado, tranquilo e “impertérri­to”, observaba el desorden y el pánico. Una y otra vez Urquizo intenta persuadirlo de que salga y escape. Carranza se niega. Había algo de reto al destino en su actitud:

No se movía del sillón en que reposaba; ni UD músculo de su rostro se contraía… algunos proyectiles les rebotaban siniestra­mente en el tren… y otros en el barandal dorado de la plataforma.

Por fin, accediendo a un ruego de Murguía, Carranza baja y monta con parsimonia un nuevo caballo. (Dos días antes habían matado al suyo, en Rinconada, mientras lo montaba) Acosada por todos los flancos, la caravana se deshace. “Era como el resto de un naufragio”. Cortado el avance hacia Veracruz, la menguada comitiva de Carranza decide cam­biar el rumbo: primero trataría de cruzar la sierra de Pue­bla, para de allí seguir hacia Hidalgo, Querétaro, la Huasteca Potosina y finalmente, el norte. Sólo un puñado de genera­les lo acompañan: Mariel, Murguía, Urquizo, Barragán. Iturbe, ‘Aguilar y Diéguez le son fieles, pero están lejos. Ante el naufragio, Carranza no se inmuta: más que nunca muestra calma, fortaleza, orden.

El 20 de mayo, después de seis días de una larga y penosa caminata, la caravana de cien hombres –varios de ellos civiles– atraviesa el río Necaxa, pasa Parla y llega a las inmediaciones de La Unión donde se les presenta el general Rodolfo Herrero, antiguo rebelde pelaecista que hacía unas semanas se había amnistiado con el gobierno carrancista.

La obsequiosidad de Herrero y el aval insospechable de Mariel que lo conocía, persuaden a Carranza de seguir hasta Tlaxcalantongo. En aquella ranchería debían pernoctar la noche del 20 hasta recibir noticias de Mariel, quien se adelantaría para averiguar la actitud de los jefes Hernández y Valderrábano en Villa Juárez y, de hallarla positiva, fran­quería un trecho más de la ruta hacia el norte.

Ya en Tlaxcalantongo, al anochecer, Herrero escolta a Carranza hasta la choza que lo albergaría esa noche. Aten­diendo a las sugerencias de Herrero, el presidente ordena a Murguía que disponga guardias. A la una de la mañana, con el pretexto de que un hermano suyo ha sido herido en un lugar cercano y reclama su atención, Herrero sale de Tlaxca­lantongo. Al enterarse, Barragán, Luis Cabrera y Manuel Aguirre Berlanga expresan al presidente su desconfianza. Pero Carranza está dispuesto a encarar un desenlace defini­tivo, la salvación o la muerte:

Lo que ha de suceder que suceda. O nos va muy bien o nos va muy mal en esta campaña. Digamos como Miramón en Querétaro: “Dios esté con nosotros en estas veinticuatro horas”.

En el jacal del presidente duermen su secretario Pedro Gil Farías, Mario Méndez, los capitanes Octavio Amador e Ignacio Suárez y, cerca de él, el ministro de Gobernación, Aguirre Berlanga, En el vértice de la choza de madera opuesto a la puerta, Carranza –cosa extraña en él– no logra conciliar el sueño. Hacia las tres de la mañana un enviado de Marielle comunica a Murguía que Hernández y Valderrábano son fieles y la ruta del día siguiente queda abierta. Murguía envía con un oficial apellidado Valle la buena noticia al presidente. Acompañado por un indio que lo alumbra, Valle da el mensaje a Carranza, quien lo lee y comenta: “Ahora sí, señores, podemos descansar”. Veinte minutos después, en medio de la oscuridad y la lluvia, comenzó el clamor de voces y disparos.

*

Sobre lo que ocurrió desde ese instante hay varias versio­nes. Una de ellas, la más popular, se debe al general Francis­co L. Urquizo. En su libro Asesinato en Tlaxcalantongo, Urquizo omite al oficial Valle y hace que el portador del mensaje de Murguía al presidente sea el indio:

El indio, lejos de quedarse, como se le indicaba, se fue sin duda en busca de Herrero, que seguramente a esas horas estaría ya a las orillas del poblado, para notificarle quizá el lugar exacto en que se alojaba el señor Carranza; pues probablemente quiso cerciorarse primero del sirio preciso en que dormía el Presidente, antes de atacarlo, y así no errar el golpe.
A los pocos minutos era rodeada la choza del señor Carranza y se rompía violentamente el fuego sobre sus endebles paredes de madera. El Presidente desde un principio recibió un tiro en una pierna y trató de incorporarse inútilmente para requerir su carabina. Al sentirse herido dijo al licenciado Aguirre Berlanga que es raba a su lado: “Licenciado, ya me rompieron una pier­na”. Fueron sus últimas palabras. Otra nueva herida recibió quizá y su respiración se hizo fatigosa, entrando en agonía. Después penetraron al jacal los asaltantes y le remataron a balazos.

Urquizo no presenció la escena. Dormía en otra choza, salvó la vida en la balacera y sólo pasados tres días supo de la muerte de Carranza. La descripción de su libro corresponde, según explica, a la de los testigos presenciales, pero lo cierto es que las versiones de estos testigos –Ignacio Suárez, Aguirre Berlanga y Octavio Amador– fueron distintas a la suya.

En su libro Carranza, forjador del México actual (publicado, tardíamente, en 1965) Suárez describe así la escena:

Ya en la meseta, amparados por la neblina y la fuerte lluvia, avanzaron pecho a tierra deslizándose como reptiles por el piso lodoso, silenciosamente, y así fue que el primer grupo alcanzó la parte posterior del alojamiento, directamente al ángulo suroeste del jacal donde descansaba el señor Presidente (lugar opuesto a la entrada), y poniéndose en pie lanzaron sus gritos de ¡Viva Obregón! ¡Viva Peláez! ¡Muera Carranza!”, descar­gando sus armas directamente sobre dicho ángulo, donde, repetimos, estaba el señor Carranza, de fuera para adentro y de arriba hacia abajo. Años después, antes de que la acción del tiempo destruyera el jacal, se observaban (testimonios de veci­nos que allí habitaron en 1920) las perforaciones en la pared de madera delgada, ocasionadas por los proyectiles.

La declaración de Aguirre Berlanga, en cambio, fue dada días después de lo sucedido:

… y como a las tres y cuarto de la madrugada del veintiuno llegó un oficial del General Murguía con un correo que traía un oficial del General Mariel, en el que daba cuenta de que la comisión que había ido a desempeñar estaba arreglada satisfactoriamente; Mariel había salido de La Unión a Xico a ver si era posible una ruta expedita hacia el Norte; al leer esa comunica­ción, el Presidente les dijo: ‘No había conciliado el sueño’. Momentos después apagó él mismo la vela (el Sr. Carranza) y todos durmieron profundamente, Como media hora después fueron unas tremendas descargas de fusilería que los despertó en completa zozobra, llenando a todos de pavor por lo inespe­rado, pues que esa ocasión tenía (SIC) plena confianza; inme­diatamente después de las primeras descargas, dijo el señor Presidente: ‘Licenciado, me han quebrado una pierna, ya no puedo moverme’, contestándole: ‘en qué puedo servirle, señor’, pero nada respondió, ignorando si oiría sus palabras, pues las descargas de fusilería continuaban con intensidad, así como los gritos de ‘Muera Carranza’, ‘Sal viejo barbas de chivo’, ‘Ven para arrastrarte’ y otras insolencias y blasfemias; todo el asalto del jacal se desarrolló en unos siete u ocho minutos.se avalan ron los asaltantes sobre el jacal diciendo: ‘salgan’ y el Capitán Amador les dijo: ‘No tiren, estamos rendidos’, insistiendo en gritar que ‘salieran’ y entraron ellos con la carabina en la mano y con la luz encendida apuntando al pecho de los de adentro; el señor Carranza no moría aún, pero ya no volvió a hablar, teniendo sólo estertor; que inmediatamente. fueron desarma­dos de sus pistolas y de las dos carabinas que únicamente había y eran de los señores Farías y Méndez que el señor Carranza no tenía carabina; que el salvarse codos fue porque parece que el blanco objetivo principal fue el señor Carranza que estaba bien localizado por los asaltantes.

La declaración de Octavio Amador, contemporánea también al suceso, coincide con la de Aguirre Berlanga y añade un dato de interés sobre los asaltantes:

el capitán Garrido intimó rendición preguntando por el Presi­dente y al saber que estaba herido dijo que iba a llamar a un doctor. Como no lo hubo dijo que procurarían curarlo. Luego se­ oyó un ronquido grueso…

Amador, Suárez y Aguirre Berlanga no vieron a los asaltantes “penetrar en el jacal y rematar a Carranza a balazos”. Aguirre Berlanga no se refiere explícitamente más que a la bala que hirió al presidente en la pierna. Sólo Suárez afirma que los balazos que mara ron a Carranza vinieron de fuera de la choza. Esta versión es, sin duda, muy probable.

*

Hay bases, sin embargo, para considerar una hipótesis alternativa. Todo ocurre tal corno Suárez y Aguirre Berlan­ga lo narran, hasta el disparo que rompe la pierna de Carranza. En aquellos minutos de estruendo, lluvia y oscuri­dad, el presidente, sabiéndose perdido y acarreando desde hacía tiempo un ánimo fatalista, prefiere morir por su propia mano. Se pone los anteojos. Toma su pistola Colt 45. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda apunta el cañón a su pecho. Dispara tres veces. Sigue el estertor y la muerte.

Esta versión, que hace lo contrario de disminuir la altura moral e histórica de Carranza, fue, por supuesto, la que sostuvo Herrero. Pero desechando por principio la declara­ción de Herrero quedan, sin embargo, seis indicios de vero­similitud:

1) Testimonio del embalsamador.

El doctor Sánchez Pérez, quien embalsamó el cadáver de Carranza, declaraba el 3 de junio de 1920 haber encontrado en él cinco heridas de bala. Tres en el tórax, una en la pierna y otra, la más sorprendente:

Por último advertí otra herida producida por arma de fuego con orificio de entrada en la cara dorsal de la primera falange del dedo índice izquierdo y con orificio de salida por la cara palmar del mismo e hiriendo la cara palmar del dedo pulgar de la misma mano.

¿Cómo explicar, sino con la hipótesis alternativa, esta heri­da? ¿Qué otro proyectil, sino una bala de pistola cercana, pudo producir una herida semejante?

2) Tamaño de las balas

Aunque nunca se practicó una autopsia formal del cadáver, los orificios ‘de la camisa y la camiseta de Carranza parecen ser de pistola no de carabina como las que, según todas las declaraciones, portaban los asaltantes.

3) Vaguedad en las declaraciones de Aguirre Berlanga.

En el acta, Aguirre Berlanga había dicho:

Que no afirma ni niega que el señor Carranza se haya disparado a sí mismo, pero en todo caso no cree el declarante que haya cometido tal acto,

No negar, en este caso, era conceder la posibilidad.

4) Falta de refutación de la hipótesis alternativa.

En los días que siguieron a la muerte de Carranza, varias personas atestiguaron expresamente contra la hipótesis del suicidio. Murguía y Barragán la niegan por una misma razón: el número de balas y los lugares que interesaron. Urquizo no se refiere al hecho porque, como Murguía y Barragán, no lo presenció. Por su parte, Aguirre Berlanga no cree en la hipótesis alternativa porque “la obscuridad no permitía ‘ver ni a una cuarta distante de los ojos’ … En la misma sesión, Aquiles Elorduy –integrante de una comi­sión investigadora formada en aquellos días– se refiere a “un centinela” que minutos antes de la balacera, so pretexto de dar parte de “sin novedad”, había ido al jacal para advertir la posición de Carranza; explica que el cuerpo tenía “siete balazos” y niega la hipótesis alternativa porque “cuando acontece un hecho de esa naturaleza, todos los que lo saben lo gritan a voz en cuello”.

Ninguna de estas afirmaciones constituía una refutación suficiente. Murguía y Barragán no mencionan específica­mente el número ni el lugar de los balazos, pero ni una ni otra cosa desmiente la hipótesis alternativa. Quizá la ver­sión de Aguirre Berlanga más que refutar confirma la hipó­tesis: ¿no sería por la oscuridad que Carranza, siempre débil de la vista, usó sus dedos para apuntar hacia sí mismo? El testimonio no presencial de Elorduy es inexacto en cuanto al número de balazos (fueron cinco y no siete) y en otro punto: según testimonios de Suárez y Murguía, quien visitó la choza era el oficial Valle acompañado por un indio, no un “centinela”. Su misión era dar a Carranza un mensaje crucial, no un “sin novedad”. En cuanto a la aceptación espontánea y “a voz en cuello” del hecho, al parecer ocurrió, como puede verse en el inciso siguiente.

5) El telegrama y el acta

Anexas a la investigación de los sucesos de Tlaxcalanrongo que quedó en poder del entonces ministro de Guerra –Plu­tarco Elías Calles– hay varias copias fotostáticas de un telegrama manuscrito fechado el 21 de mayo, dirigido al general Francisco de P. Mariel y firmado por Paulino Fon­tes, Manuel Aguirre, Pedro Gil Farías, H. Villela, Ignacio Suárez, José J. Gómez y Francisco Espinosa:

Mi gral. hemos tenido conocimiento que avanza ud. con su gente a combatir al gral. Herrero, le participo que el Sr. Presi­dente se suicidó hoy en la madrugada y que codo el resto de los que le acompañábamos estamos prisioneros del Sr. Gral, He­rrero por lo tanto le rogamos no nos ataque ud. porque peligran nuestras vidas.

‘En la caja fuerte del juzgado donde en junio de 1920 se ventilaban los hechos, se conservaba un acta firmada por las mismas personas con un sentido similar:

Los suscritos hacemos constar que el señor Presidente de la República, señor don Venustiano Carranza, según es de verse por la herida que presenta en el lado izquierdo de la caja del tórax, se ve un balazo con la pistola que portaba. El examen o autopsia indicará que el calibre de la bala corresponde al de su pistola, por lo que se deduce que él se privó de la vida. El combate fue de noche y durante él fue herido en una pierna. También hacemos constar que todos los que hemos sido hechos prisioneros hemos sido tratados con toda clase de garantías y consideraciones, compatibles con la situación en que nos encontramos. Hacemos constar que el Jefe de las fuerzas que ocuparon el pueblo de Tlaxcalancongo es de filiación obrego­nista y quien hizo el ataque obedeciendo órdenes del general Manuel Peláez.

Ambos documentos fueron redactados cuando los firmantes estaban presos del general Herrero, por lo que en el juicio Aguirre Berlanga declaró haberlo firmado “en son de pro­testa”. No obstante, Octavio Amador confesó a Elorduy que “todos firmamos el telegrama voluntariamente porque no nos obligó Herrero”. Según el propio Amador, Mariel había leído el telegrama –redactado por el mismísimo Aguirre Berlanga– sin aceptar la petición, por lo que antes de liberar a los prisioneros Herrero ordenó levantar el acta para salvaguardar su responsabilidad. Por otra parte, Agui­rre Berlanga admitía “entender” que Herrero y Fontes “idearon el estratagema (del telegrama) para evitar los propósitos de Mariel”. Fontes –director de los Ferrocarri­les– no declaró en el juicio, pero el 10 de junio de 1922 escribió en privado a Adolfo de la Huerta –entonces en Nueva York– su versión de los hechos, una versión idénti­ca a la que en esos mismos días, y en privado también, escuchó el propio De la Huerta de labios de Barragán: la hipótesis alternativa.

6) Los propósitos de Herrero

¿Tenía Herrero la intención de matar a Carranza? El gene­ral Basave y Piña, su contacto con Obregón, le había encare­cido “capturar a Carranza y a la parvada de bandidos que lo seguía”. A juzgar por los testimonios presenciales, los asal­tantes gritaban todo tipo de palabras soeces a Carranza pero buscando siempre que “saliera”. Amador, como se recuerda, sostuvo que el capitán Garrido de las fuerzas de Peláez y Herrero “intimó rendición”, entró a la choza y al advertir la agonía de Carranza “ofreció un médico”. En fin, según el propio capitán Amador, Herrero “se indignó” al enterarse de la muerte.

La actitud inmediatamente posterior de Herrero no fue la de un magnicida sino la de un rebelde que “salvando a la Patria” había cumplido con su deber. Con ese ánimo, el 23 de mayo se incorporó en Coyutla a las fuerzas del general Lázaro Cárdenas. Juntos hicieron el viaje a la capital para entrevistarse con el ministro de Guerra: Plutarco Ellas Calles, a quien Herrero rindió su informe y entregó la pistola de Carranza.

((El tribunal que juzgó los hechos en 1920 dejó en libertad a Herrero, pero no dictaminó sobre la hipótesis del suicidio ni ordenó –extrañamente–la exhumación del cuerpo para verificar una autopsia formal. En enero de 192 1, la Secretaría de Guerra dio de baja a Herrero equiparando su traición a la de Guajardo contra Zapata, pero los sonorenses volverían a utilizar oficialmente los servicios de Herrero en dos ocasiones: contra los dela­huertistas en 1923 y los escobarisras en 1929. En 1937, Lázaro Cárdenas lo dio de baja en forma definitiva. Herrero murió de muerte natural en 1964. Siempre negó que hubiese habido un asesinato.
))

*

De propósito se han omitido aquí, además de la versión de Herrero, la de su lugarteniente Miguel B. Márquez; ambas, desde luego, proponen la hipótesis alternativa. Már­quez, por lo demás, incurre en el error significativo de decir que fueron dos y no tres los disparos en el tórax.

Al describir en Muertes históricas los momentos finales de Carranza, Martín Luis Guzmán cuidó cada letra, pero sin echar, al parecer, su cuarto a espadas:

Alargó don Venustiano el brazo para coger sus anteojos y ponérselos; mas al punto, sintiéndose herido, se empezó a quejar. Le preguntó Aguirre Berlanga, que también se había incorporado:
—¿Le pasa a usted algo, señor?
—No puedo levantarme; tengo roca una pierna.
Suárez y Amador ya estaban de pie. Armados de sus pistolas intentaron salir. Frente a la puerca no había nadie: el ataque parecía venir sólo de la parte de atrás. Por un momento los disparos fueron tan próximos que dos de ellos parecieron producirse en la choza misma. Se volvió Suárez. A tintas llegó hasta don Venustiano y le pasó un brazo por la espalda, para levantarlo y ayudarlo a salir. Quiso hablarle, quiso animarlo, pero advirtió entonces que del cuerpo que tenía sujeto no salía ya más que un estertor.

((Subrayado de E.K.
))

Otros tres autores, estos sí insospechables de anticarrancis­mo, admitieron con el tiempo, de una manera más o menos privada, la hipótesis alternativa. Bernardino Mena Brito la creía “muy posible” porque “sería una demostración de machismo del viejo”. Luis Cabrera concedió la posibilidad y se preguntó “¿qué cosas can graves le afligirían en sus últimos momentos que le obligaron a tomar tan extrema resolución?”. José Rubén Romero indignó a tirios y troya­nos sosteniendo, el sí abiertamente, la idea del suicidio.

El Museo de la Casa de Carranza guarda las balas encon­tradas en el cuerpo de Madero. ¿Por qué las conservó Carranza? Quizá porque eran el símbolo de un desenlace pasivo que siempre quiso esquivar. Varias veces señaló que regresaría a México vencedor o muerto.

Con todo, el enigma persiste. ¿Cuál es la hipótesis correcta? ¿Murió Carranza balaceado desde afuera del jacal o, –como es más probable– viéndose herido e inmovilizado tuvo el valor de apurar el cáliz tornando al destino literal­mente en sus manos, para ser muerto pero no vencido?

En cualquier caso murió con una dignidad comparable a la de Miramón en Querétaro, Herrero, en cambio, no lo enfrentó como el pelotón en el Cerro de las Campanas, sino emboscado en la noche y el engaño.

 

 

Bibliografía

Anónimo, Hasta los obregonistas se burlan del suicidio de don Venustiano. El Universal, México, D.F., 20 julio 1951.

Benítez, Fernando, El rey viejo. Fondo de Cultura Económica, México, 1959.

Beteta, Ramón, Camino a Tlaxcalantongo. Fondo de Cultura Económi­ca, México, 1961.

Carranza, Venustiano, Manifiesto a la Nación. La Prensa, Sn. Antonio, Texas, 18 mayo 1920.

Fabela, Josefina E. de, Testimonios sobre los asesinatos de don Venustiano Carranza y Jesús Carranza, en Documentos Histéricos de la Revolución Mexicana. Editorial Jus, México, 1971; tomos XVIII y XIX.

Garza Ruiz, Antonio, ¿Se suicidó o fue asesinado Venustiano Carranza?

Magazine de El Universal, México, 27 mayo 1951.

Gil, Miguel, Tengo prestada la cid« desde 1913, contestó don Venustiano, La Prensa, México, 27 julio 1943

Guzmán, Martín Luis, Muertes históricas. Cía. General de Ediciones, México, 1970.         

Ibarra de Anda, F., ¿Se suicidaría don Venustiano? Todo, México, 5 febrero 1942.

Márquez, Miguel B., El verdadero Tlaxcalantongo. A.P. Márquez, Edi­tor, México, 1941.

Orestes, Orillo, No fue suicidio la muerte de don Venustiano Carranza. Novedades, 3 agosto 1955.

Suárez, Ignacio G., Carranza. el forjador del México actual. Costa-Amic Editores, México, 1965.

Serralde, Francisco A., Los sucesos de Tlaxcalantongo y la muerte del ex Presidente de la República, C. Venustiano Carranza. Amparo promovido por el defensor de Rodolfo Herrero contra los actos del Presidente de la República y de la Secretaría de Guerra; México, Imprenta Victoria, 1921.

Urquizo, Francisco. Páginas de la Revolución. Talleres Gráficos de la Nación, México, 1956. Asesinato de Carranza. Populibros La Prensa, México, 1959.

Entrevista Roque Estrada, Carranza. Versión taquigráfica, 10 abril 1920 en archivo P.E. Calles.

Testimonios de Octavio, capitán Amador, Aquiles Elorduy, Juan Barra­gán, José Inés Novelo; Croquis de la disposición interna en la chuza donde murió Carranza. Copia fotostática del telegrama dirigido por los prisioneros de Herrera al Gral. Fco. de P. Mariel, en investigación sobre el asesinato de C. Venustiano Carranza en Archivo P.E: CALLES.

 

Publicado originalmente en Vuelta, núm. 111, febrero de 1986.

 

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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