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El poético fin de Maximiliano

El fusilamiento de Maximiliano, ocurrido el 19 de junio de 1867, tocó la sensibilidad artística de Europa y América.
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El fusilamiento de Maximiliano, ocurrido el 19 de junio de 1867, tocó la sensibilidad artística de Europa y América. En Recuerdos de niñez y mocedad, Unamuno recuerda la visita que hizo de la mano de su padre (que había vivido once años como panadero en Tepic) para ver unas figuras de cera que revivían la escena: “Hirió mi imaginación la tragedia de Querétaro… Y aún me parece ver al pobre emperador de rodillas, con sus largas barbas blancas y vendados los ojos”.

Casi inmediatamente a la fecha, Édouard Manet pintó su serie inspirada en el célebre cuadro de Goya “Los fusilamientos del 3 de mayo”, pero en su caso el drama aparecía extrañamente invertido: el invasor era el sacrificado y los asesinos eran los liberales mexicanos.

En cambio Giosuè Carducci, el poeta nacional de la Italia unificada (y Premio Nobel en 1906), vio en los hechos el cumplimiento de un destino justo e ineluctable. En un precioso estudio del investigador de la UNAM José Luis Bernal, leo que Carducci escribió tres poemas sobre la aventura de Maximiliano. Los primeros dos, contemporáneos a la intervención (“Por la expedición de México” y “También por la misma”), refieren el ofrecimiento de “almas y tierras” a “un reyezuelo hambriento”, “ladrón nocturno” que años atrás había buscado “el solio entre cadáveres romanos” para terminar deseando, “con nuevo brío … otras repúblicas que asfixie y mate”.

En 1878, en el poema “Miramar”, Carducci ya no denuesta a Maximiliano. Hasta cierto punto se apiada de él. Evoca el “dulce” ensueño del “blondo emperador junto a su dama”, abandonando su castillo por la quimera de un reino cuyo fracaso cerrará dos ciclos de venganza: una europea (la república contra la monarquía, la libertad contra la opresión), otra americana (los aztecas contra la dinastía conquistadora de los Habsburgo, de cuyo tronco descendía Maximiliano). En el poema (traducido por el propio Bernal) Juana la Loca prefigura a Carlota, la ejecución de Antonieta anticipa la de Maximiliano. Pero quizá la venganza más desgarradora es la del México hollado. No sólo lo ve “la yerta cara pálida de Moctezuma”, también Huitzilopochtli, “que olisquea (su) sangre”. Pero no es a Carlos Quinto a quien ha esperado, sino a su bisnieto:

No a tu infame prosapia purulenta,
o ardiendo en su furor real, quería;
sino a ti, y hoy te tomo, renacida
flor de Habsburgo;
 
y a la gran alma del señor 
Cuauhtémoc,
que aún reina bajo el pabellón
 del sol,
te doy en hostia, ¡oh puro, 
oh fuerte, oh bello
Maximiliano!

Hacia 1924, en plena nostalgia del Imperio Austrohúngaro, Franz Werfel escribió Juárez y Maximiliano, que a su vez inspiró la película “Juárez”, con guión de John Huston y un reparto legendario: Paul Muni (más imperturbable que el verdadero Juárez), Bette Davis (más desquiciada que Carlota). Sobre el “irredimible destino trágico” del Maximiliano de Werfel, escribió Borges:

Incurre, gradualmente, en la culpa máxima: la de admitir que su enemigo puede tener razón. Dicta decretos filantrópicos; ampara al peón y al indio. Obra de esa manera porque ya entrevé que su causa, intrínsecamente, no es justa. A través de la derrota y de las traiciones (toleradas por él, íntimamente fomentadas por él), Maximiliano se convierte en su propio juez y en su propio verdugo. Siente un afecto inexplicable por Juárez. A éste … nunca lo vemos. En esa ocultación hay algo más que un hábil artificio dramático; Juárez es de algún modo la conciencia del triste emperador.

Werfel tenía razón: por su rompimiento con el Nuncio Apostólico de Pío IX, Maximiliano contribuyó a afianzar definitivamente las Leyes de Reforma. Y aún fue más lejos: por su contacto compasivo con las comunidades del futuro estado de Morelos, fue el primer indigenista.

Finalmente (y mi inventario es limitado) están dos obras maestras de la literatura mexicana: la pieza teatral de Rodolfo Usigli y la gran novela de Fernando del Paso.

Ninguna “íntima tristeza reaccionaria” me asaltó al recorrer hace unos años el Castillo de Miramar, del cual el de Chapultepec (el “Castelleto”, los jardines y pérgolas, el embarcadero, el lago) es una réplica. Y sin embargo, me conmovió recordar su devoción hacia Hidalgo y Morelos, y su desvariada entrega a México. Esclavo del pasado imperial (el suyo y el de Europa), Maximiliano quiso inventar un futuro que lo justificara. Pero México tenía sus propios pasados y sus propios futuros. Para sellarlos, Juárez fue impasible. No vivía un poema, hacía historia.

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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