Para Maco Morlett.
La destrucciรณn material es inmensa. Peor, la destrucciรณn de las vidas. Pienso en los acapulqueรฑos que conocรญ: lancheros sorteando las estelas con el timรณn en una mano; vendedores voceando con el inconfundible acento de la costa sus collares, sombreros, aceites, estrellas de mar, conchas, anillos, cocos, jรญcamas, dulces, helados y raspados; guรญas que invitaban a navegar en barquitos de fondo transparente; esquiadores que inventaron el esquรญ en disco y hasta el esquiar sin esquรญes; pescadores buscando perlas en las ostras; meseros haciendo equilibrios con las charolas; cocineras risueรฑas, malhabladas; gendarmes vestidos de kaki, guiando el trรกfico; tenderos que vendรญan rebozos y huipiles, guayaberas y chazarillas; empleados de hotel, choferes de camiรณn, taxistas… ยฟQuรฉ habrรก sido de todos ellos? ยฟQuรฉ serรก de sus hijos y de su hogar?
Conservo la vaga memoria de un ciclรณn y un temblor anterior al de 1957. De noche rezaba para que no sobrevinieran nuevos. Ahora que Acapulco, increรญblemente, se ha perdido, descubro cuรกnto me dio.
El puerto era de todos, fuereรฑos y lugareรฑos: una festiva experiencia igualitaria. El trayecto, en auto o camiรณn, parecรญa una odisea. Seis horas por la carretera antigua que pasaba por el centro de Cuernavaca, de ahรญ a Taxco, Chilpancingo, un รกrido paisaje de pitahayas, cauces secos, tierras coloradas, el temido Caรฑรณn del Zopilote, un viejo tรบnel y por fin, tras la montaรฑa, el puerto prometido.
Acapulco era una postal viva. La placidez de la brisa, el calor no sofocante, las palapas somnolientas, el desfile de palmeras, las redes meciรฉndose en la Costera, el macizo de El Morro, el mar como un lago azul cobalto. En el atardecer de aquel anfiteatro natural, los dioses escenificaban diariamente la misma obra: la puesta de sol prendรญa y apagaba las nubes una a una, la bahรญa se iluminaba, y daba inicio el concierto de los grillos.
No habรญa edificios de altura ni hoteles de lujo al estilo americano. El hotel de moda era el Papagayo con su gran alberca, su plataforma para clavados, su boliche y su jardรญn zoolรณgico. Rentรกbamos con otra familia una casa de dos pisos frente al novรญsimo Motel Acapulco. Mis hermanos y yo pasรกbamos las maรฑanas en las playas populares โHornitos, Hornosโ bien surtidos con nuestros materiales de construcciรณn: palas, cucharones, rastrillos, listos para construir castillos de arena. Tritones irresponsables, desafiรกbamos las olas traicioneras en La Condesa o el Revolcadero.
รbamos de Caleta y Caletilla a la isla Roqueta, donde habรญa un burro que tomaba cerveza. Un dรญa me extraviรฉ en la playa de Caleta pero un alma caritativa me vio llorando y me llevรณ con mi madre, a quien conocรญa por ser colegas periodistas: era Elena Poniatowska, que siempre me recuerda el episodio del “Niรฑo perdido”.
La edad lรญmite para usar “llanta” eran los cinco aรฑos. Llegado el momento, contรกbamos con un instructor de lujo, nuestro amigo Marco Antonio “Maco” Morlett, fundador del esquรญ acuรกtico en Acapulco. Nos llevaba en su lancha a la mitad de la bahรญa, se lanzaba con nosotros y nos soltaba: a nadar se aprende nadando.
Aunque mi abuela Clara nos habรญa provisto de buenas raciones de arenque, preferรญamos los ceviches, cocteles de camarรณn, pulpos, huachinangos y mojarras. Por unos cuantos pesos comprรกbamos docenas de almejas, pescadas ese mismo dรญa, por buzos locales. Por las tardes, caminรกbamos por el Fuerte de San Diego (sin sospechar su importancia histรณrica), recorrรญamos el malecรณn hasta llegar al centro (con su kiosco y su catedral chaparrita, de cรบpulas azules). A veces veรญamos pelรญculas de charros en el Cine Rรญo. A las seis la cita era en La Quebrada: el clavadista escalaba por los acantilados, se detenรญa a rezar en un altarcito a la Virgen, alcanzaba la plataforma rocosa y, al subir la marea, resorteaba con los brazos en cruz hasta zambullirse segundos despuรฉs en el agua dejando un remolino. Un minuto despuรฉs el hรฉroe emergรญa y trepaba al mirador, rodeado de aclamaciones.
Hoy las imรกgenes de Acapulco no son postales: son escenas de angustia extrema y tambiรฉn de solidaridad. Ninguna del presidente. Ninguna de su partido. Los acapulqueรฑos no olvidarรกn. Tampoco los mexicanos con conciencia cรญvica, que son legiรณn.
Acapulco dio a mi familia lo mismo que darรญa a millones de mexicanos: un parรฉntesis de alegrรญa y belleza en el trajรญn de la vida. Es hora de agradecerlo con obras. Quizรก un nuevo Acapulco, mรกs modesto, mรกs fiel a sรญ mismo, podrรก renacer. Es tarea de todos, activos y unidos. ~
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clรญo.