Hace ya unos quince años, cuando trabajaba en mi libro Ñadó, un monte, una hacienda, una historia (Gobierno del Estado de México, 2009), examiné los documentos del deslinde de esa propiedad situada en los confines de los estados de México y Querétaro, efectuado en 1882. Entre los tediosos párrafos escritos en un lenguaje burocrático y reiterativo, hallé una referencia a cierto sitio de nombre misterioso y evocador ubicado en las alturas del monte de Ñadó, un nombre que no aparecía en las decenas de papeles que para entonces había revisado: el Cerro de las Figuras:
En siete de mayo de mil ochocientos ochenta y dos, el ciudadano Juez de primera instancia del Distrito licenciado Lorenzo Salazar, en compañía de los ciudadanos Guadalupe Guadarrama y Francisco Morales, síndico del Ayuntamiento de Aculco, de los peritos ciudadanos Fernando de Rosenzweig, Manuel María Ezeta y Cástulo Arciniega y del suscrito escribano, se constituyó en la cima de un cerro, que está formada de peña viva y que dijeron llamarse el mismo cerro “De las Figuras” o “Guaxtidó”. En ese punto estaban muchos vecinos del pueblo de La Concepción y de la ranchería de San Joaquín, y habiéndose prevenido al ciudadano Guadarrama designara el lindero de Ñadó, designó la parte más alta de dicha cima, y anunciado esto a todos los presentes, el ciudadano síndico, de acuerdo con los vecinos de los expresados pueblo de La Concepción y ranchería de San Joaquín, así como el ciudadano Lorenzo Martínez, dueño del rancho nombrado “San Joaquín”, que estaba presente, dijeron: que el lugar señalado por el ciudadano Guadarrama es realmente lindero de Ñadó, La Concepción y el Rancho de San Joaquín, de manera que de la cima del cerro nombrado “Punto Alto” que fue donde concluyó ayer la diligencia, debe traerse una línea recta al “Guaxtidó” y esa línea ha sido y es la divisoria entre las tierras de La Concepción que quedan al norte, y las de Ñadó que están al sur; por lo cual, el ciudadano Juez mandó se ponga una mojonera de cal y canto en las peñas de Guaxtidó señaladas como lindero.
Al cotejar la información con un plano de las tierras de la hacienda de Ñadó trazado en 1920 –copia de uno más antiguo derivado de aquel mismo deslinde– observé que aquel punto quedó señalado como “Coxdidó” y se le situó en una arista de la montaña que desciende hacia el norte. De hecho, su denominación en español parece ser un simple calco de ese viejo nombre otomí que aludiría también a dibujos o figuras. Una interpretación podría ser la de “dibujos labrados en piedra”, derivada de las raíces /k’oi/, dibujo, /t’si/, labrar o trabajar y /do/ piedra.
Por supuesto, hice entonces mil conjeturas sobre aquel lugar. Aunque el documento de 1882 no mencionaba nada que justificara el interesante nombre de Cerro de las Figuras, me pareció evidente que algo debía haber ahí que pudiera explicarlo. O quizá ya no lo había, pero en algún momento había existido alguna escultura, imagen u objeto tallado en la roca. Incluso podía tratarse –pensé– de un caso de pareidolia, en que la disposición de algunas piedras o peñas estimulaba la imaginación del espectador que creía ver en ellas alguna forma particular, como ciertamente sucede en otros puntos de esa misma montaña. Publiqué mi libro sin esclarecer el asunto.
Pasó mucho tiempo y fue hasta mayo de 2020 cuando el tema regresó a mi escritorio, pues mi amigo Carlos Covarrubias Osornio me compartió las fotografías de ciertos petroglifos que había hallado en un ascenso a Ñadó por su cara norte, a unos 2,900 metros sobre el nivel del mar. Aquellos grabados, a los que había llegado con la guía de Reynaldo Mejía Pérez, resultaban algo difíciles de distinguir en la piedra musgosa, entre la sombra y los claros de luz que filtraban los árboles. Pero asomaban líneas ondulantes entrelazadas, lo que parecía ser un felino, cruces, acaso un venado. La presencia cercana de una placa de la Red Geodésica Nacional Pasiva del INEGI, también fotografiada por Carlos, nos permitió hallar el punto en los mapas satelitales de Google. Una rápida comparación con los planos antiguos confirmó lo esperado: los petroglifos correspondían al que los viejos documentos llamaban el Cerro de las Figuras.
Los petroglifos que se encuentran ahí son en su mayoría de tipo figurativo, labrados directamente en la piedra y aparentemente sin color. La ejecución es tosca, pero con toda la gracia de lo original. Mi interpretación (que coincide con la de Carlos, que los observó directamente) es que las figuras más visibles en las fotografías no son de origen prehispánico, pero sí realizados por manos otomíes, la etnia que pobló esta zona. Como en otros sitios de la región que conservan arte rupestre, lo más probable es que haya existido una continuidad de uso desde tiempos antiguos hasta fechas relativamente recientes.
El petroglifo que convinimos en llamar “el tigre”, por ejemplo, retrata aparentemente un felino rayado, aunque bien se sabe entre los felinos originarios del territorio mexicano no existe ninguno con tal patrón en su piel, por lo que supondría una ejecución posterior a la llegada de los españoles. Otro petroglifo muestra un motivo de lazos enroscados en un fondo de líneas rectas que forman cuadros. Estos arabescos también parecen más cercanos a modelos europeos que indígenas. Hay igualmente una cruz grabada que se desplanta sobre un pedestal escalonado, la que naturalmente es posterior a la evangelización. Uno más representa, pienso por el aire grácil de la figura, una cierva. Es quizás el que posee una estética más indígena. Al fondo de todas estas figuras, innumerables líneas rectas de diversa profundidad y longitud llenan el espacio.
Un mes después di a conocer el hallazgo en mi blog Aculco, lo que fue y lo que es, espacio desde el que he difundido desde hace 14 años la historia y el patrimonio del municipio de ese nombre, en el noroeste del Estado de México. Fue un gran error: meses después, un grupo de personas que se acercaron al sitio para conocer las enigmáticas figuras las hallaron vandalizadas, grabados sobre ellas nuevos dibujos de contenido absurdo (por ejemplo, el trazo de un Anubis junto a una pirámide egipcia) que no solo impiden ahora apreciarlas correctamente, sino que han destruido sus trazos.
El sitio había permanecido sin mayores alteraciones quizá durante los últimos 140 años, gracias a lo solitario e inaccesible del sitio. Su hallazgo, en lugar de estimular su estudio, de llamar la atención de las autoridades culturales de nuestro país para asegurar su conservación y de acercar visitantes respetuosos del patrimonio, atrajo a los más viles. Sin aprovechar nada de aquellas figuras, delincuentes anónimos decidieron dañarlas gratuitamente, arrebatándonos con ello un poco de nuestra cultura y de nuestro patrimonio material, despojándonos además de la posibilidad de saber más sobre aquellos que nos precedieron y de indagar las razones por las que quisieron dejar ahí una huella de su paso.
El atentado seguramente permanecerá impune. En el contexto de los graves problemas de México, la vandalización de esta humilde muestra de arte rupestre quizá pueda parecer insignificante y no merecerá ni siquiera una nota en los periódicos locales. Lo cierto es que este maltrato del patrimonio dice mucho del país en el que nos hemos convertido: un país incapaz de proteger su patrimonio, carente en general de respeto hacia él, incluso incapaz de reconocerlo, en el que es posible destruir lo que es de todos sin razón alguna, solo porque se quiere, sin consecuencias. Un país en el que difícilmente habrá una reparación de los daños y en el que, acaso, solo cabe esperar que el Cerro de las Figuras vuelva nuevamente al olvido, del que quizá nunca debió salir.
Ingeniero e historiador.