Señoras y señores, representantes al Honorable Congreso del Estado de Guerrero:
Siendo un hombre de palabras, las palabras me faltan para expresar mi emoción al recibir la Presea “Sentimientos de la Nación”. Lo agradezco por la admiración que he profesado siempre hacia José María Morelos y hacia aquel documento leído en este recinto hace 203 años y que es, a mi juicio, el acta de fundación moral de nuestra nación.
Yo me inicié de niño en la historia a través de las edificantes clases impartidas por mi maestro Roa en la secundaria y los episodios de “La Hora Nacional” que escuchaba puntualmente, cada domingo a las diez de la noche. No me arrepiento de ese bautizo porque, si bien no era enteramente fiel a la verdad objetiva, alentaba el amor a la patria. De acuerdo con esa historia de bronce, Morelos era el héroe número dos de la historia mexicana.
En mi juventud, como reflejo natural del 68, profesé una historia crítica según la cual Morelos era un revolucionario social, iracundo y justiciero. Esta versión, atenta solo a las determinaciones económicas y sociales, no era menos miope que la historia de bronce porque dictaba al pasado las categorías ideológicas y políticas del presente.
Para mi fortuna, muy pronto me acogí a la buena sombra de uno de los hombres más sabios que han nacido en México: me refiero a mi maestro Luis González y González. Todavía conservo el pequeño libro titulado Once ensayos de tema insurgente, que publicó en 1985 bajo el sello de El Colegio de Michoacán. Y ahí leí esta imagen de Morelos, tan distinta a aquellas dos versiones:
Morelos era un hombre sencillo, valeroso, sin actitudes de genio, sin poses heroicas, enemigo de la tiesura y las palabras domingueras, extraordinariamente modesto, desdeñoso de condecoraciones y títulos, rebosante de buen humor, al servicio del bien público, creyente en que la prosperidad y grandeza de la patria podría obtenerse mediante la aplicación de fórmulas racionalistas, según el modelo llamado de las luces, siempre y cuando ese modelo se aplicara con un sentido de igualitarismo y justicia social… Morelos fue el moralista mayor de un país donde la moral debe ser la base de toda economía, toda política y toda cultura. Sus “Sentimientos de la Nación” son la cartilla moral aún válida para el México presente.
Años más tarde, al escribir Siglo de caudillos, quise ofrecer una apostilla a la visión de mi maestro. Me propuse comprender –en sus luces y sombras, en su genio y su humana flaqueza– al personaje “más extraordinario que hubo entre los insurgentes”, según palabras de su adversario Lucas Alamán. Para escribir mi ensayo tuve a la mano una ventana a la cotidianidad del cura de Carácuaro: los invaluables documentos compilados ya entonces por el admirable historiador michoacano Carlos Herrejón, que acaba de dar a luz su monumental y definitiva biografía de Morelos. En ellos podía escucharse hablar a Morelos el hombre: sus cuitas, sus sinsabores, sus afanes, sus ideas.
¿Dónde estamos hoy, frente a aquella acta de fundación moral, frente a aquella cartilla moral? ¿Cuáles son los sentimientos actuales de la nación? Para abordar ese tema doloroso, no puedo pensar en un mejor lugar ni un momento más propicio que este: Chilpancingo, Guerrero, en septiembre de 2016. Este estado que presenció las batallas de Morelos y sus lugartenientes, donde se proclamó el Plan de Ayutla que dio inicio a la Reforma, donde ocurrieron los primeros brotes de rebelión campesina (cuando el nombre de Zapata apenas se escuchaba en el horizonte); este estado que nos dio a Ignacio Manuel Altamirano –fundador cultural de México– y a tantos otros maestros del siglo XIX y el XX; este estado ha sufrido, acaso más que ningún otro, el olvido de un siglo.
Guerrero es una herida abierta en los sentimientos de la nación. La incuria de los gobiernos condenó a este estado a una condición que apenas ahora, en pleno siglo XXI, podemos advertir en todo su dramatismo. Han quedado atrás las visiones idílicas que reducían a Guerrero a un pétreo panorama de ríos secos, pitahayas implorantes e inclemente sol, paisaje lunar que solo servía como tránsito de la Ciudad de México al paraíso (ya perdido) de Acapulco. Ahora se exhibe desnudo, en Guerrero, el rostro cruel del abandono: crimen, drogas, pobreza, desnutrición, emigración, desintegración social, discordia. El saldo del olvido.
¿Cómo revertir la situación? ¿Cómo recobrar el tiempo perdido? No tengo, por supuesto, la varita mágica ni creo que exista. Pienso que es urgente la instrumentación del rescate económico de Guerrero (y de otras regiones, como Oaxaca, Chiapas, Michoacán) que ha sido propuesto por el actual gobierno. Pero de la misma importancia es la introducción de un nuevo pacto moral inspirado en el que propuso Morelos, un pacto histórico de paz y convivencia que recoja los nuevos sentimientos de la nación, que, estoy seguro, no son en lo esencial muy distintos a los que se formularon aquí, hace 203 años.
No soy ingenuo. Conozco las cifras y he visto las escenas dantescas del crimen en Guerrero. Sé que la sangre llama a la sangre. No ignoro que la violencia de hoy no está –por lo general– ligada a ideas o ideales (como en la Independencia, la Reforma y la Revolución) sino a vastos, oscuros, despreciables intereses económicos, y que se expresa día tras día, con inaudita crueldad, en las calles, las plazas, los caminos, las playas, los escenarios de la vida cotidiana.
Pero no podemos conformarnos con que esta terrible realidad sea permanente. Si el país voltea hacia el sur para tender la mano al vagón que quedó atrás, rezagado, desdeñado, quizá no sea tarde para acercarnos a aquella fraternidad esencial que vislumbró Morelos.
Sé que no es imposible y permítanme decirles por qué lo pienso. A fines del año pasado, la dirección de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa me invitó a dar una conferencia. No pude impartirla en las instalaciones de la escuela porque un grupo radical impidió la entrada. Yo había condenado públicamente la desaparición de los 43 muchachos y exigido esclarecer el crimen, cayera quien cayera. No pude hablar ahí, pero se me permitió hacerlo en una marisquería de Tixtla, bajo una palapa, frente a un público variado de maestros, estudiantes, autoridades, gente del lugar y gente que había venido de lejos. Yo he dado cientos de conferencias, pero ninguna me ha honrado más que aquella en la que quise llevar, a través de un breve recuento histórico, un mensaje de orgullo y esperanza a la tierra del maestro Altamirano y que ahora vive enlutada.
Hablé de educación. Expliqué que el propio José Vasconcelos favorecía una educación que sirviera a la vida práctica de las comunidades: conocimientos técnicos en agricultura, horticultura, artes y oficios, etc. Me respondieron maestros y maestras, cronistas y jóvenes formulando planes, ideas, críticas. Esa experiencia fue inolvidable porque el diálogo disolvió la intolerancia. Charlando con los asistentes, departiendo con los comensales, comiendo los ricos guisos de la comida guerrerense, brindando con ellos, vi encarnados –ahora me doy cuenta- los sentimientos fraternales, de Morelos.
Con esa convicción en la fraternidad esencial de México, volvamos a escuchar las palabras de Morelos, a escuchar cada una en toda su gravedad, en toda su vigencia:
Quiero que hagamos la declaración de que no hay otra nobleza que la de la virtud, el saber, el patriotismo y la caridad; que todos somos iguales, pues del mismo origen procedemos; que no haya privilegios ni abolengos, que no es racional, ni humano, ni debido que haya esclavos, pues el color de la cara no cambia el del corazón ni el del pensamiento; que se eduque a los hijos del labrador y del barretero como a los del más rico hacendado; que todo el que se queje con justicia, tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo defienda contra el fuerte y el arbitrario… que se declare que lo nuestro ya es nuestro y para nuestros hijos, que tengan una fe, una causa y una bandera, bajo la cual todos juremos morir, antes que verla oprimida, como lo está ahora y que cuando ya sea libre, estemos listos para defenderla…
Adviertan ustedes. Hay en las palabras de Morelos un mensaje (y un tono) de respeto a la condición humana. No hay odio en los “Sentimientos de la Nación”, tampoco intolerancia o sed de venganza. Hay la búsqueda de un orden nuevo, un orden de igualdad, libertad y justicia, en un marco de reconciliación moral. A Morelos, para decirlo en una palabra, lo movía el amor, pero no un amor ingenuo, blando, romántico. Tampoco un amor místico o abstracto. Lo movía el amor que se refleja en obras. Obras prácticas, como escuelas que ayuden a la vida. Obras prácticas, como tribunales que impartan justicia. Obras prácticas, como un Congreso que impida la tiranía, represente a la nación y emita leyes que conjuguen la tradición con la modernidad tal como se conjugaba en la vida de Morelos. Aquel modesto cura de Carácuaro que (en plena Tierra Caliente) había construido iglesias, ayudado al menesteroso, y hasta recreado (en sus cartas) los sueños y fantasías de sus feligreses, llevaría a cabo –en plena guerra y en esa misma zona– la utopía de una Constitución que sería el molde del México moderno que aún ahora no acaba de cuajar: una república liberal y democrática.
Aquellos sentimientos de la nación son los de ahora: sobre el fundamento moral de la igualdad de los hombres, la fe en la justicia y el ideal de la educación; construir un país moderno, próspero, ordenado y libre. Un país de instituciones republicanas, como las que fundó y respetó Morelos, renunciando a su poder personal, a su poder de caudillo.
Y hay un sentimiento más, no solo vigente, urgente: el sentimiento de un país soberano. A nuestros problemas hay que agregar uno nuevo, que oscurece el horizonte: la inesperada amenaza de una guerra económica y diplomática, de enormes proporciones, provocada por Estados Unidos en caso de que Trump, el despreciable candidato a tirano, llegue a la presidencia. Por eso, quizá el sentimiento de la nación más importante que debemos reivindicar es el amor a la Patria. Pero –una vez más– no hablo de un amor operático que se reduce a cantar el himno nacional, gritar “viva México” o agitar nuestra hermosa bandera. Hablo de defender a los millones de mexicanos dentro y fuera de nuestro territorio que podrían sufrir las consecuencias de esa guerra injusta que la soberbia imperial podría desatar.
Si aquellos hombres que rodearon a Morelos no desfallecieron en su tiempo hostil y despiadado, es cobarde que los mexicanos del siglo XXI desfallezcamos, entregados al desaliento o al egoísmo cínico. Vivimos, decía Luis González y González, bajo “la buena sombra de Morelos”. Seamos dignos de ella.
Una fragmento de este discurso apareció publicada en el periódico Reforma.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.