Hace mil aƱos, un hombre de una remota ciudad en lo que hoy es UzbekistĆ”n, un hombre que profesaba la fe islĆ”mica y hablaba jorasmio, persa y Ć”rabe, calculĆ³ las dimensiones de la esfera terrestre y sentĆ³ las bases de la moderna mineralogĆa; postulĆ³ la Ć³rbitas elĆpticas seis siglos antes de Kepler; teorizĆ³ la dinĆ”mica de poblaciones siete siglos antes de Malthus; especulĆ³ con la selecciĆ³n natural ocho antes que Darwin y Wallace; y escribiĆ³ sobre la relaciĆ³n entre religiĆ³n, cultura y producciĆ³n nueve antes de Weber. TambiĆ©n sugiriĆ³ la existencia del continente americano. Se llamaba AbÅ« ‘r-RaihÄn Muhammad ibn Ahmad al-BÄ«rÅ«nÄ« y es posible que muchos lectores no hayan oĆdo siquiera el nombre; aunque estos son solo algunos de sus logros, y Ć©l el hijo acaso mĆ”s brillante de una larga estirpe de cientĆficos, filĆ³sofos y literatos criados en los vastos espacios entre el IndostĆ”n y el CĆ”ucaso.
Esa estirpe, y el medio geogrĆ”fico, social y polĆtico que la hizo posible, es el tema de un libro admirable de S. Frederick Starr, Lost Enlightenment (Princeton, 2013). Tras una breve introducciĆ³n al Asia preislĆ”mica, donde se describe la huella perdurable de los griegos y del budismo procedente de la India, el libro repasa las sucesivas dinastĆas que, bajo el imperio nominal del califato, se repartieron IrĆ”n, el JorasĆ”n, Jorasmia y Transoxiana. La conquista Ć”rabe trajo numerosas destrucciones, pero el yugo suave de los primeros califas, que toleraron las religiones y la organizaciĆ³n de las sociedades sometidas y cooptaron a sus Ć©lites, permitiĆ³ a la cultura irania rebrotar e incluso enseƱorearse del mundo islĆ”mico. El comercio viviĆ³ un auge que las ciudades centroasiĆ”ticas, de larga tradiciĆ³n mercantil, no dejaron de aprovechar; y el Ć”rabe ejerciĆ³ como lengua franca entre la PenĆnsula ibĆ©rica y el rĆo Indo. La dinastĆa abasĆ que sustituye a la omeya es ya un producto iranio tanto o mĆ”s que Ć”rabe, sostenida por ejĆ©rcitos persas y tĆŗrquicos, y apoyada en una Ć©lite cultural y burocrĆ”tica persa, procedente en su mayorĆa de Asia Central.
El elemento nĆ³mada tĆŗrquico pondrĆa a prueba la estabilidad de aquella civilizaciĆ³n brillante y milagrosa. De modo anĆ”logo a la militarizaciĆ³n y germanizaciĆ³n del Imperio romano de Occidente, las dinastĆas turcas se integraron en el orden polĆtico y cultural del califato, pero al coste de alterar el delicado mecanismo de la civilizaciĆ³n centroasiĆ”tica, dependiente tanto de las obras hidrĆ”ulicas como de las rutas comerciales y de la existencia de una clase terrateniente ilustrada, los dikhans. Pero el golpe de gracia le corresponderĆa a otro lĆder nĆ³mada: Gengis Khan. La invasiĆ³n mongola a mediados del s. xiii destruyĆ³ las grandes ciudades, aniquilĆ³ a sus habitantes, exterminĆ³ o puso en fuga a las Ć©lites polĆticas e intelectuales y despoblĆ³ amplias zonas de Jorasmia y Transoxiana. Tras los mongoles apenas quedarĆ”n los estertores bajo la dinastĆa timĆŗrida, antes de sumirse en un silencio de siglos.
Para el lector hispano la civilizaciĆ³n de Asia Central no ha sido por lo general mĆ”s que un eco lejano. Por ejemplo, como nota marginal a la obra poĆ©tica de Omar Jayam: en el prĆ³logo de una ediciĆ³n de Visor leĆ por primera vez sobre los cĆ”rmatas y Al Biruni. Otra fuente fue Borges, cuya fascinaciĆ³n por las ciudades de Asia trasluce en sus primeras narraciones. āEl tintorero enmascarado HĆ”kim de Mervā es una vida ficticia de Al-Muqanna, el profeta velado del JorasĆ”n sobre el que tambiĆ©n escribieron NapoleĆ³n y Thomas Moore. En āEl acercamiento a AlmotĆ”simā, el cuento liminar de la āestĆ©tica de la inteligenciaā borgesiana, el argentino ensayarĆa una versiĆ³n de La conferencia de los pĆ”jaros del mĆstico Farid ud-Din Attar.
Pero el olvido de las luces de Asia ha sido general. La serie Cosmos de Carl Sagan se abrĆa celebrando el despertar griego a la ciencia con un relato de la gesta de EratĆ³stenes, que midiĆ³ la circunferencia de la Tierra en la AlejandrĆa del s. iii a.c. El califa Al Maāmun (786-833) apadrinĆ³ un intento similar en su āCasa de la sabidurĆaā de Bagdad. El equipo de cientĆficos, encabezado por Habash al-Marwazi y que incluĆa a Al Juarismi y Al Farghani, dio en una cifra en torno a los 32.500 km, unos 7.500 por debajo de la real. EratĆ³stenes, por su parte, habĆa llegado a un cĆ”lculo entre 4.000 y 6.000 km por encima. De los sabios de Bagdad apenas queda mĆ”s huella para los legos que el nombre de Al Juarismi en las palabras āguarismoā y āalgoritmoā. Un par de siglos despuĆ©s de ellos, como quedĆ³ dicho, Al Biruni calcularĆa el radio de la Tierra con un error de apenas 17 km.
Pero la ilustraciĆ³n centroasiĆ”tica lo fue en sentido pleno: no una mera efusiĆ³n de descubrimientos y teknĆ©, sino una vena de librepensamiento y celebraciĆ³n del mundo material, como atestigua la poesĆa de su hijo quizĆ”s mĆ”s famoso, Omar Jayam. El mismo califa Al Maāmun tomĆ³ partido por la secta racionalista mutazilĆ, que negaba la eternidad del CorĆ”n, promovĆa el examen crĆtico de la escritura y defendĆa el carĆ”cter conciliable de razĆ³n y revelaciĆ³n. En la estela del racionalismo y escepticismo islĆ”micos anduvieron Hiwi, Rawandi, Sijistani y Razi. Los dos primeros, de origen judĆo, dedicaron sus invectivas tambiĆ©n a la religiĆ³n de Abraham. Sijistani mantuvo un āsalĆ³nā ilustrado en Bagdad que se reunĆa cada viernes por la noche y, bajo la fachada de un escrupuloso respeto a la revelaciĆ³n, defendiĆ³ contra los mutazilĆes una separaciĆ³n radical de religiĆ³n y ciencia que dejaba el campo libre a esta Ćŗltima. Los shiĆes ismailĆes, que se hacen con el control de Egipto en el s .x, practican un islam racionalista y teƱido de esoterismo neoplatĆ³nico. Poco se sabe de otra sociedad secreta, los āHermanos de la Purezaā, una suerte de masones que organizan reuniones clandestinas en Basora y publican una enciclopedia. Avicena (Ibn Sina), nativo de Bujara, admira la medicina empĆrica de Razi, pero no su ateĆsmo: siempre en la estela de AristĆ³teles, su obra se encamina a conciliar fe y razĆ³n, y hallarĆ” un eco fundamental en Europa a travĆ©s de TomĆ”s de Aquino.
Precisamente cuando empezaban a despuntar las universidades europeas, el espĆritu de tolerancia, materialismo y escepticismo a veces rayano en el ateĆsmo, que tan bien habĆa arraigado en las viejas urbes iranias y en la nueva Bagdad de los conquistadores Ć”rabes, dio signos de desgaste. Como el otium romano, la ilustraciĆ³n centroasiĆ”tica no sobreviviĆ³ a la militarizaciĆ³n y la sustituciĆ³n de las Ć©lites comerciales y agrarias ilustradas por dinastĆas de dĆ©spotas tribales mejor o peor intencionados. Un proceso descrito ejemplarmente por el tunecino Ibn JaldĆŗn ya en el s. xiv. Mahmud de Gazni es el prototipo del nuevo conquistador turco o mongol, un papel que sucesivamente representarĆ”n TemuyĆn, Timur o Babur. Mahmud impone su ley en Asia Central merced a su ejĆ©rcito de esclavos y su cuerpo de 500 elefantes de guerra, para cuyo sostenimiento todos los recursos del estado se dirigen a lo militar. Al tiempo que secuestra a Al Biruni para que entre a su servicio y mantiene una corte de poetas, persigue a Avicena, asfixia el comercio y devasta los templos de la India en nombre de la yihad.
En Levante, los sultanes silyuquĆes son patronos de la cultura, pero a la vez encumbran al visir persa Nizam al-Mulk, que emprende un rearme religioso contra los ismailĆes a travĆ©s de las madrasas (nizamiyyah). Otro persa de Ray, Al Ghazali, enseƱa la āincoherencia de los filĆ³sofosā (Tahafut al-Falasifa), niega las leyes naturales y personaliza el cierre de la cultura islĆ”mica sobre el irracionalismo. Dos figuras complejas, dos hijos de la civilizaciĆ³n irania que, sin embargo, seƱalan el ocaso de la ilustraciĆ³n centroasiĆ”tica. Los ismailĆes se refugian en fortalezas como Alamut, de donde solo los desalojarĆ”n los mongoles, y el matemĆ”tico Jayam se refugia en la poesĆa por la que hoy se le conoce mundialmente.
Cuando el cordobĆ©s Averroes (Ibn Rushd) escriba la Incoherencia de la Incoherencia (Tahafut al-Tahafut) serĆ” demasiado tarde. Los teĆ³logos siguen la senda de Al Ghazali, y tampoco quedan en el mundo islĆ”mico ciudades y Ć©lites ilustradas capaces de sostener la civilizaciĆ³n de antaƱo. El propio Averroes tiene que huir de otro califa de origen tribal, el almohade Yaqub Al-Mansur. Sus herederos, los de Avicena y Al Farabi, estarĆ”n en la Europa cristiana. Y aquĆ, quizĆ”s, esta historia que acaba nos dice algo de nosotros y nuestro tiempo. Cuando las condiciones materiales y las doctrinas oficiales lo permitieron, fue posible una civilizaciĆ³n islĆ”mica construida por iranios, turcos, budistas, judĆos, mazdeĆstas, cristianos nestorianos, ateos. Una civilizaciĆ³n que se formĆ³ en el materialismo y la tolerancia que fomentaba el comercio, y cuya modernidad solo desmerece en la pervivencia del esclavismo y el sometimiento de la mujer ātan solo una aparece en el canon, la semi legendaria poeta sufĆ Rabia de Basoraā. Tan absurdo es pensar que la barbarie estĆ” codificada para siempre en el CorĆ”n, sin importar la sociedad en la que arraigue, como su reverso: esa suerte de orientalismo especular que congela al islam en una sola voz, una sola modalidad de creencia y de sociedad que debemos acatar como inmutable y benĆ©fica. Al gusto posmoderno por ese āOtroā unĆ”nime podemos oponer el amor por lo que en toda civilizaciĆ³n exĆ³tica hay de civilizaciĆ³n, y no meramente por el exotismo.
Jorge San Miguel (Madrid, 1977) es politĆ³logo y asesor polĆtico.