Las obras de don Eugenio

En los recientes alegatos oficiales sobre el asesinato de Eugenio Garza Sada hay una omisión significativa: la del propio Garza Sada. Ahora, más que nunca, importa recordar quién era y qué hizo.
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Cuándo se apreciará al hombre que enseña y no al hombre que mata.
Melchor Ocampo

 
En los recientes alegatos oficiales sobre el asesinato de Eugenio Garza Sada hay una omisión significativa: la del propio Garza Sada. Ignoro si los “valientes jóvenes” que lo asesinaron aquel 17 de septiembre de 1973 sabían quién era y qué había hecho. No sé si las autoridades del INEHRM y otros voceros saben quién fue ni qué hizo, aunque siendo custodios de la memoria deberían saberlo. Pero para eso está la historia, para recordar. Y ahora, más que nunca, importa recordar quién era y qué hizo Eugenio Garza Sada.

Perteneció a la Generación de 1915, que en los más diversos campos de la cultura, la educación, la salud, la hacienda pública, la empresa privada, la ciencia y la vida sindical construyó las instituciones de todo orden que, frágilmente, aún nos sostienen. Nacidos a fines del siglo XIX, vivieron la Revolución como un vendaval de pasiones, pero también de revelaciones. “¡Existía México!”, escribió Manuel Gómez Morin, recordando 1915 como el año en que se perfiló “un nuevo valor de la inteligencia en la vida”. Ese valor era la aplicación de la técnica para aliviar el dolor ancestral del pueblo mexicano. La técnica no como instrumental egoísta. La técnica que incorpora a la ciencia “pero a la vez la supera, realizándola subordinada a un criterio moral, a un ideal humano”.

El joven ingeniero graduado del MIT en 1914, que regresó pocos años después a México a reconstruir junto con don Isaac, su padre, y su hermano Roberto, la Cervecería Cuauhtémoc, participaba de ese mismo espíritu. No es casual que, a raíz de la crisis de 1929, fuese Gómez Morin –creador del Banco de México– quien le sugiriese una inédita emisión de obligaciones que salvó a la empresa y permitió su formidable expansión fincada en cinco estrategias: la sustitución de insumos que provenían del exterior; la promoción de nuevas ideas y avances tecnológicos; la autosuficiencia energética regional; el uso de nuevos instrumentos de financiamiento; la diversificación de nuevas plantas (cajas, etiquetas, corcholatas, malta, empaque, vidrio, acero)

((Gabriela Recio Cavazos: Don Eugenio Garza Sada: Ideas, acción, legado. TEC, 2017.
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¿Qué tiene que ver todo esto con el criterio moral, el ideal humano? Tiene todo que ver. “El lucro no es renta para satisfacciones egoístas –decía don Eugenio– sino instrumento de reinversión para el progreso económico y social”. Desde los años veinte, decenas de miles de empleados de la Cervecería Cuauhtémoc y las empresas que armoniosamente dirigiría con su hermano Roberto, contaban con servicios médicos, educativos, legales, recreativos, de guardería, despensa y vivienda. Con ese mismo sentido, el patriarca estableció programas de capacitación para trabajadores y becas para sus hijos, financió hospicios, construyó las instalaciones de la Cruz Roja, creó el cuerpo de bomberos, creó a los Sultanes de Monterrey y el Salón de la Fama del Beisbol. Su obra cumbre, el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, es hoy la universidad privada más reconocida de México en el mundo. Al final de su vida, a sabiendas de que el Estado pretende siempre acotar el valor supremo de la libertad, buscó consolidar una presencia en la televisión. Alevosamente, Echeverría bloqueó su entrada a la prensa.

“Por sus obras los conoceréis”. Si alguien en México cumplió con el mandamiento evangélico, fue Eugenio Garza Sada. Como los estoicos o los primeros cristianos, no dejó libros ni tratados sino apotegmas y leyendas sobre las virtudes que trasmitió a sus hijos: sencillez, cortesía, tolerancia, paciencia, gravedad, precisión, rigor, templanza, veracidad, laboriosidad, modestia. Franciscano natural, dormía en una pequeñísima recámara (bajo un crucifijo, su cama, un taburete, una lámpara, un armario; frente a él, las fotografías de sus padres). Tenía tres trajes oscuros y un sombrero, tocaba el piano en familia, cultivaba su jardín, ponderaba el trabajo manual, era buen mecánico, sabía escuchar.

Este fue el hombre que, a sus 81 años de edad, murió pistola en mano defendiéndose de los “valientes jóvenes” de la Liga Comunista 23 de Septiembre que (con conocimiento del gobierno, que alentaba la discordia) intentaban secuestrarlo. Los guerrilleros representaban principios que sembraron de muerte el siglo XX. El empresario representaba principios que sembraron vida, y aún florecen.

 

Publicado en Reforma el 22/09/2019
 

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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