La escena, que Guillermo Prieto describió, debió suceder en 1861. Promulgadas las Leyes de Reforma y ya en curso la incautación de los bienes de la Iglesia, un verdadero tesoro material y artístico formado por custodias, copones y cálices de los conventos de la Ciudad de México había sido llevado a la Casa de Moneda para transformarse en moneda circulante. A las puertas del edificio, una multitud indignada pugnaba por entrar. Dentro, los obreros formaban grupos hostiles, negándose a destruir los vasos sagrados. De improviso entró al patio un personaje de rostro oscuro y triste, motivando un asombrado silencio. Todos lo conocían: Era Ignacio Ramírez “El Nigromante”, el más jacobino entre los próceres liberales. Tomando un mazo de hierro, Ramírez golpeó con furia aquellos objetos de oro y plata, y pronto algunos otros atrevidos lo siguieron en su afán destructor, para él liberador.
((Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, UNAM, 2006, p.268.
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Algunos años después, cuando el antiguo templo conventual de san Agustín estaba siendo convertido en Biblioteca Nacional (con los libros de los propios conventos capitalinos como fondo de origen), Ignacio Ramírez criticó indignado en la prensa la decisión de conservar en la fachada del edificio el gran relieve del siglo XVII que representa al santo titular. No entendía las razones para que aquello que pretendía ser un “monumento del porvenir” afeara su fachada “con un recuerdo del espíritu y del arte frailescos”. Si la idea se debía a una recomendación de la Academia de Bellas Artes, agregaba el Nigromante, “¿por qué no se suprime ese extravagante adorno y a los profesores que le recomiendan?”
((Ignacio Ramírez, Escritos periodísticos, México, Centro de Investigación Científica Jorge L. Tamayo, 1984, p. 301.
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Ramírez no se andaba con medias tintas. Ateo confeso desde la juventud, un abismo de incredulidad lo separaba del resto de sus compañeros liberales, casi todos ellos más bien católicos anticlericales que, después del triunfo de la República en 1867, fueron suavizando sus posiciones. A ellos llegó a señalarles llanamente: “Vuestro deber es destruir el principio cristiano o católico para que, emancipada, la sociedad ande”.
((Justo Sierra, Ídem.
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¡Qué diferencia con un Ignacio Manuel Altamirano, que escribió “el culto a la Virgen mexicana es el único vínculo que nos une”!
((Alberto Valenzuela Rodarte, Historia de la literatura en México e Hispanoamérica, México, Jus, 1967, p. 310.
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¡O con un Guillermo Prieto que en 1891 se declaró “cristiano hasta las cachas”!
((Guillermo Prieto, Cartas públicas y privadas. Volumen 26 de las Obras completas, México, Conaculta, 1992, p. 11.
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¿Cabe imaginar que alguien tan franco, tan persistente en su irreligiosidad como Ignacio Ramírez habría dicho o escrito que “se arrodillaba donde se arrodilla el pueblo” tal como se lo ha atribuido repetidamente el presidente Andrés Manuel López Obrador?
((Como en su tuit del 27 de febrero de 2020, en que escribió: “Me reuní con el padre Solalinde, auténtico seguidor de Cristo. Recordé que Juárez fue anticlerical, pero no antirreligioso. Inclusive Ignacio Ramírez “El Nigromante”, que entre los liberales era el más radical en este aspecto, decía: «Yo me hinco donde se hinca el pueblo»”.
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Inútil será buscar la frase en las obras de El Nigromante, pues no aparece en ninguna de las variantes que el presidente ha usado al citarla. Sin embargo, una frase notoriamente parecida se encuentra en el epistolario de Justo Sierra, en una carta dirigida a su esposa fechada en París durante la Semana Santa de 1901:
En Notre Dame – poca gente – gran silencio – Cantos litúrgicos muy graves y severos – Detrás del altar mayor – una capillita ardiente, un precioso bajo relieve en el altar – lámparas antiquísimas – muchas flores – un gran Cristo a besar – lo besamos; mira lo que soy de poco higiénico – y de capaz de poner todas las uñas de punta a mi yerno – yo en España, en Italia y aquí, he puesto los labios donde los pone el pueblo.
((Justo Sierra, Epistolario y papeles privados. Volumen XIV de sus Obras completas, México, UNAM, 1991, p. 220.
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Además de cambiar los labios por rodillas, la frase no posee el aire de solemnidad con que el presidente la ha citado. Antes bien parece entre conmovida y traviesa, muy propia del carácter de Justo Sierra que desborda en sus cartas privadas. ¿Está aquí en realidad el origen de aquella otra frase? Parece ser que sí y la atribución errónea a El Nigromante no ha sido más que el fruto de una serie de confusiones posibles de rastrear.
Como parte de los festejos por el centenario del triunfo de la República, el poeta Andrés Henestrosa pronunció en 1967 una conferencia en el Palacio de Bellas Artes que tituló “La poesía en la época”. En ella incluyó la frase de Sierra, algo modificada pero perfectamente atribuida al yucateco, con el fin de reforzar la idea de que los hombres de la Reforma tenían todos un fondo de religiosidad que no opacaba su liberalismo. Inclusive El Nigromante, de quien cita un improbable soneto guadalupano. Henestrosa escribe:
Está ubicado en el número 73 en la revista El Domingo. De este soneto ha sido negada a Ramírez su paternidad. Ramírez, como ustedes saben, era ateo; su aparición en la Academia de Letrán fue como un soplo de huracán que produjo un verdadero espanto, cuando hizo su afirmación la concurrencia lo abandonó, excepto dos o tres que se quedaron a escucharlo, pero el soneto es de él y no debemos olvidarnos que Altamirano, otro liberal rojo, es autor de las mejores tradiciones guadalupanas de México, sin que por eso se contaminara su liberalismo rojo con las ideas religiosas. Ellos podían decir como dijo don Justo Sierra: “dondequiera que el pueblo pone sus labios, por amor o por piedad, yo pongo los míos”; hay una manera de ser ateo por razones políticas y así eran los ateos de la Reforma, y otra manera de ser ateo es por incredulidad, como en el caso de Ramírez.
((Andrés Henestrosa, “La poesía en la época”, en Artes de México, no. 128, 1970, pp. 91-92.
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En este párrafo están dados ya los elementos para que una mala lectura lleve a atribuir la frase de Justo Sierra a Ignacio Ramírez, pero antes de concluirlo vale la pena dar un pequeño rodeo sobre el origen del soneto guadalupano en cuestión. Joaquín Antonio Peñalosa, en su libro Literatura de San Luis Potosí del siglo XIX (1991), explica las reticencias a reconocerlo como obra de Ignacio Ramírez:
Porfirio Martínez Peñalosa refiere que Andrés Henestrosa encontró el soneto guadalupano de El Nigromante en El Iris, de San Juan Bautista de Tabasco, correspondiente al 10 de noviembre de 1895, firmado por I. Ramírez; por lo que Henestrosa dedujo que Ignacio Ramírez era el autor. “Debo hacer constar –continúa Martínez Peñaloza–, que Alfonso Taracena discrepa y cree que pertenece a un poeta tabasqueño de nombre José Ramírez y que la firma I. Ramírez debe leerse J. Ramírez” (“Ideas estéticas y lingüísticas de Ignacio Ramírez” El Nigromante”, en Humanitas, Anuario del Centro de Estudios Humanísticos. Universidad de Nuevo León, Monterrey, 1963, p. 371).
((Joaquín Antonio Peñalosa, Literatura de San Luis Potosí del siglo XIX, México, UASLP, 1991, p. 335.
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Sin embargo, Joaquín Antonio Peñalosa, sacerdote católico, no duda en reconocer la autoría de El Nigromante, e incluso proporciona más información sobre las circunstancias de su creación:
En realidad, El Nigromante escribió su soneto guadalupano en San Luis Potosí, tal como puede leerse en El Estandarte (San Luis Potosí, 6 de noviembre de 1895): “Refiérese que en el año de 1862 (sic pro 1863 o acaso 1867), cuando Juárez se encontraba en San Luis Potosí, el Sr. D. Macedonio Ortiz, miembro en aquel tiempo de la Junta encargada del culto en el Santuario de Guadalupe de esta ciudad, fue a solicitar de varios escritores liberales, amigos suyos, que escribieran algunos versos en honor de la Virgen, y en el acto se pusieron a escribir…
((Ídem, p. 336.
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Provenga o no este soneto de la pluma de Ignacio Ramírez (personalmente lo dudo), resulta de interés que se le haya dado hasta lugar y momento de nacimiento. Y es este supuesto origen potosino el que nos conduce a desembrollar la cuestión.
El eslabón final de la cadena de confusiones que llevó a la errada atribución de la cita de Justo Sierra a El Nigromante es, por decir lo menos, curioso, especialmente al considerar que se trata ahora de una de las frases-mantra de Andrés Manuel López Obrador. Se encuentra en el programa radiofónico Fox Contigo del 9 de abril de 2005, titulado “Vida y obra de su santidad Juan Pablo II”. En ese programa, uno de los religiosos invitados, el presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Bíblica y Obispo auxiliar de Texcoco, monseñor Juan Manuel Mancilla Sánchez, expresó sobre el tema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado:
Sin duda que hoy valoramos y agradecemos, por qué no decirlo, agradecemos la apertura nacional que se ha ido confeccionando con muchos actores desde que el presidente Salinas dio ese impulso con su gabinete o las personas que corresponda abrir la relación con la Iglesia. Creo que sí se han sentido tiempos diferentes y el papa fue testigo de todo esto. Pienso que no fue sólo testigo, sino también como alma de esa naturalidad y de esa necesidad que tenemos de vernos a la cara, de escucharnos, y de caminar juntos. Yo recuerdo cuando ya se abrían estas relaciones. Como a mí me hizo mucho bien recordar aquella experiencia que se vivió en San Luis Potosí, cuando don Benito Juárez llevó la presidencia, por un poco tiempo, iba con El Nigromante, y ahí se hizo amigo de varios potosinos y le pidieron que hiciera una poesía a la virgen de Guadalupe. Él la hizo y se hizo un conflicto muy fuerte y sus amigos trataban de acallar esto, hasta que lo confrontaron, y entonces le dijeron, bueno, ¿sí compusiste o no esa poesía? Y él dijo: sí, sí la compuse. ¿Y por qué la compusiste si tú no eres católico, eres ateo? Dijo: es que yo beso donde el pueblo besa y me arrodillo donde el pueblo se arrodilla.
((El gobierno mexicano, Dirección General de Comunicación Social, Secretaría de la Presidencia, México 2005, pp. 244-245.
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Así, el añadido que monseñor Mancilla hizo entonces a la frase de Sierra, en el que habla ya de rodillas y lo atribuye directamente a El Nigromante, parece ser el que tomó y ha repetido en innumerables ocasiones López Obrador. Aclarada la confusión, vale la pena señalárselo: El liberal y jacobino Ignacio Ramírez no se arrodillaba donde el pueblo lo hace, pero el positivista y porfirista Justo Sierra sí ponía los labios donde los pone el pueblo.
Ingeniero e historiador.