Me ha tocado en suerte, si cabe utilizarse esta expresiรณn, presenciar un momento histรณrico. Estaba de paso por Nueva York. Salรญa de un gimnasio al filo de las nueve de la maรฑana cuando notรฉ el estupor de algunas personas congregadas alrededor de esos televisores que se colocan arriba y al frente de las caminadoras: un rascacielos ardรญa en llamas. Creรญ que sucedรญa en otra ciudad. “¿Ocurre aquรญ?”, preguntรฉ. “Sรญ, aquรญ, un aviรณn se estrellรณ contra una de las Torres Gemelas.” Dudรฉ de que fuese un mero accidente. De pronto, en directo, vimos planear suavemente sobre el Hudson al segundo aviรณn e incrustarse en el cuerpo superior de la segunda torre. Era obvio que se trataba de un ataque terrorista. Pasaron unos minutos. No sรฉ cuรกntos. La primera torre se habรญa derrumbado. Mirando ya directamente al lugar desde un piso alto, vi cรณmo en el corazรณn de la segunda torre aparecรญa una llama intensรญsima, como un crรกter vertical. De inmediato el edificio se desplomรณ y generรณ desde el suelo un hongo pavoroso y disforme. Hipnรณticamente, por largas horas clavรฉ la vista en la poderosa columna de humo que a los lejos avanzaba, inexorable y lenta, sobre la ciudad, como un manto gris, mortรญfero y premonitorio, por un cielo cruelmente azul. Pensรฉ que era el comienzo de la tercera guerra mundial.
Esa tarde salรญ a la calle, lleguรฉ a la zona del Lincoln Center y vi caravanas de gente en marcha hacia el norte. Con los telรฉfonos pรบblicos inservibles, las personas intentaban comunicarse con sus familias a travรฉs de los celulares. En los supermercados grandes y pequeรฑos habรญa colas inmensas: un seรฑor hacรญa acopio de voluminosas cajas con botellas de agua, una mujer frenรฉtica cargaba hogazas de pan. Las escuelas cerraban sรบbitamente, las ambulancias iban y venรญan. Y no habรญa taxis en Nueva York. Caminรฉ un trecho contra la corriente, mirรฉ de reojo los carteles cinematogrรกficos. El primero, previsiblemente, tenรญa que ser Apocalypse Now Redux.
¿Quรฉ queremos decir cuando utilizamos el tรฉrmino “histรณrico”? el golpe fue “histรณrico” por su carรกcter sorpresivo, pero lo serรก sobre todo por su impacto futuro. Como una erupciรณn, reverberarรก con desenlaces que pueden ser aterradores. Visto con perspectiva, se dirรก (y es verdad) que, en cuanto al horror y al nรบmero de muertos (miles en este caso), la humanidad ha presenciado y sufrido penas muchos mayores. Despuรฉs del Holocausto, que exterminรณ sistemรกticamente a millones de vidas, la maldad humana deja poco margen a la invenciรณn. Sin embargo, ahora asistimos al perfeccionismo masivo de la tรฉcnica inventada por los kamikazes japoneses, cuyo suicidio era simbรณlico, ritual: el uso de la tecnologรญa contra la tecnologรญa, el uso de la propia vida como arma para atacar al enemigo y desquiciar, mediante el miedo, sus calles, sus plazas, sus hogares, sus conciencias. Todo ellos desde el anonimato total: sin rostro, sin domicilio, sin nombre. La globalizaciรณn del terror.
Creo que el atentado del 11 de septiembre de 2001 serรก histรณrico tambiรฉn por otros motivos, aรบn mรกs preocupantes. Es una guerra que declara un sector radical del fundamentalismo islรกmico a la modernidad. Estados Unidos —protagonista claro de esa modernidad— podrรก quizรก encontrar a los culpables y aun castigarlos, pero no se necesita ser un novelista para imaginar lo que los fundamentalistas (cuyas cรฉlulas operan en decenas de paรญses) pueden llegar a hacer si emplean armas bacteriolรณgicas u otras tรฉcnicas de exterminaciรณn masiva. La crisis de los misiles serรก un cuento color de rosa, una bravata entre occidentales (enemigos ideolรณgicos, no religiosos) que difรญcilmente podรญan haber terminado apretando el botรณn, porque los occidentales (por mรกs fanรกticos que lleguen a ser) no creen que el martirio por Alรก conduzca al paraรญso con todo su serrallo de mil vรญrgenes. Los fundamentalistas sรญ lo creen y actรบan en consecuencia, convirtiendo el martirio en un asesinato colectivo. Si Saladino hubiese tenido armas distintas que las lanzas, tal vez la historia mundial habrรญa sido otra. Vivimos una revuelta de la historia: la globalizaciรณn de la guerra santa.
Estados Unidos pasarรก por un estado de shock que cambiarรก su vida desde sus cimientos: no tanto —sospecho— en su dimensiรณn econรณmica, sino en su cultura, su mentalidad, su rรฉgimen de libertades y su relaciรณn con el mundo. En ese sentido profundo, en esa cuenta larga, el 11 de septiembre tendrรก una importancia histรณrica sรณlo comparable con la guerra civil de 1861-1865. En aquรฉlla murieron 750,000 personas y decenas de ciudades quedaron reducidas a cenizas. Nada similar, en apariencia; pero lo decisivo es que ambos hechos ocurrieron, como ahora, en ese territorio que se creรญa inviolable e invulnerable. Aquel error fue endรณgeno, รฉste no. Ahora la realidad ha rebasado todas las fantasรญas paranoicas de Hollywood. Su mundo, en su sentido casi religioso, se ha derrumbado. Y ese derrumbe, por razones muy concretas derivadas del lugar que ocupa Estados Unidos en el mundo globalizado, tambiรฉn es nuestro.
Cada muerto cuenta y les duele. Es natural. Sรณlo quienes vimos de cerca la terrible estela que dejรณ el terremoto de 1985 en la ciudad de Mรฉxico podemos imaginar lo que ellos sienten: decenas de miles de inocentes sacrificados en un dantesco escenario. Pero el caso de Nueva York es, en cierto sentido, mรกs cruel, porque el desastre no lo causรณ el azar, sino el hombre. Contra la naturaleza no hay venganza posible: nadie se venga del mar o del furor de los elementos. Del hombre, sรญ. El imperio herido reaccionarรก con firmeza —lo que es justo— pero quizรก lo harรก sin prudencia ni mesura, sin consulta ni discriminaciรณn. La frase de Valรฉry en 1914: “Las civilizaciones sabemos ahora que somos mortales”, adquiere ahora un sentido mรกs ominoso, mรกs real, que cuando fue escrita.
A la siete de la tarde de ese dรญa, el sol cรกlido y dorado del crepรบsculo iluminaba la fachada de los rascacielos. La columna se habรญa difuminado y vuelto rojiza, sangrienta. Nadie circulaba por Riverside Drive. Un barco solitario cruzaba el Hudson. Pensรฉ, como muchos, que la guerra entre los hombres habรญa tomado una nueva, inimaginada, impredecible dimensiรณn. Dรญas mรกs tarde fui a Union Square y vi multitudes silenciosas, gente de todas las edades, clases, colores y religiones, resignadas y dolientes. Unos prendรญan veladoras, otros rezaban a sus deudos, y aun otros pegaban en las alambradas hojas con la fotografรญa de los desaparecidos y el letrero de “missing”. Un mรบsico de jazz cantaba el himno americano con una guitarra, unos niรฑos de ojos azorados ondeaban banderas, y en cualquier rincรณn se improvisaban discursos y elegรญas. Habรญa un estado casi mรญstico de duelo, no exento de autodepredaciรณn, como si el golpe hubiese respondido a una culpa histรณrica o aun castigo de Dios. Recordรฉ las Lamentaciones de Jeremรญas:
¡Cรณmo, ay, yace solitaria
la ciudad populosa!
No pensรณ ella en su fin
¡y ha caรญdo asombrosamente!
No hay quien la consuele
Que el acto terrorista induzca en los estadounidenses un estado de profunda introspecciรณn moral serรญa una derivaciรณn buena. Que los lleve a la inmovilidad culposa no lo es. Tampoco la ira indiscriminada. Las voces liberales y sensatas en Estados Unidos saben que la guerra contra el terrorismo y el fanatismo serรก larga y penosa, una guerra sin brรบjula segura y sin textos de Clausewitz. Ojalรก esas voces prevalezcan. Merece la pena librar esa guerra, librarla en todo el mundo y sin cuartel. Pero desde los valores que han construido la civilizaciรณn de Occidente.
Una version de este texto se publicรณ en Reforma, 12 de septiembre de 2001
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clรญo.