Los casos de envenenamiento en suelo inglés y en el lapso de unos pocos días (en marzo pasado) de Serguéi Skripal, un excoronel del servicio de inteligencia ruso, y de su hija, y de Nikolai Glushkov, crítico con Vladimir Putin, resucitaron retóricas y dinámicas de la Guerra Fría. La tensión entre el débil gobierno de May y el Kremlin, con expulsiones diplomáticas y acusaciones cruzadas, generó un debate crispado sobre la orientación política rusa, y su reacción consiguiente, que ha sepultado toda objeción práctica. Por esa razón, se agradece la reciente publicación del libro Las redes del terror. Las policías secretas comunistas y su legado (Galaxia Gutenberg, 2018), del historiador y profesor asociado de la universidad Complutense José María Faraldo (1968), que sirve para atemperar el nivel de amenaza geopolítica edificado desde medios alarmistas.
La obra de Faraldo es sustancialmente crítica, aunque no se queda tan solo en la denuncia de las acciones de su objeto de estudio: uno de los aspectos más interesantes del libro es su carácter desacralizador del poder real de las agencias de espionaje que operaron dentro y fuera del territorio soviético. Faraldo no niega su capacidad represora, pero la matiza y la delimita a circunstancias históricas y sociales concretas y a condiciones precisas. La primera parte de Las redes del terror (capítulos 1 a 7, con interludio del octavo) tiene una clara orientación contextualizadora, mientras que la segunda (9 a 12), una vez establecidos conceptos y panoramas, se dedica a una labor desmitificadora, si bien no como objetivo fundamental. La desmitificación acude por inercia, como resultado de la concienzuda investigación emprendida por el autor.
Para elaborar este libro único, el primero en realizar un análisis general de las distintas agencias de policía política comunistas y también en mostrar los traumas y herencias derivados en su transición al capitalismo, Faraldo ha recurrido a cuatro fuentes básicas: el Archivo del Comisionado Federal para los Archivos de la Stasi (en Berlín), el del Instituto de la Memoria Nacional de Varsovia, el Consejo Nacional para el Estudio de los Archivos de la Securitate, situado en Bucarest, y la Hoover Institution de la Universidad de Stanford, el mayor depósito de digitalizaciones y microfilmaciones de archivos soviéticos. Su deseo, como establece en el prólogo, es el de dar voz a las víctimas. De reparar sin perder la óptica del historiador.
La inmersión en estos archivos, llenos de vidas paralizadas, dramas y truculencias, incomoda a Faraldo: se siente voyeur sin pretenderlo. Al escarbar en los documentos dejados por los agentes secretos, que operaron con la necesaria y no siempre voluntaria connivencia de la población, parece como si el historiador se manchara las manos de sangre, por la cantidad de fantasmas que de pronto afloran. En Las redes del terror se refieren, por ejemplo, los casos de la secretaria del Nobel de Literatura Aleksandr Solzhenitsyn (y del propio disidente, al que se le dedica un capítulo entero), que se suicidó tras verse coaccionada a entregar un manuscrito de Archipiélago Gulag (1973), o el de Witold Pilecki, el activista polaco que se dejó capturar por los nazis en 1940 para ingresar en Auschwitz y organizar allí una red de resistencia durante sus 945 días de confinamiento: Pilecki, que debía haber sido héroe nacional, fue ejecutado por el SB polaco (Służba Bezpieczeństwa) y arrojado a una zanja. Con todo, Las redes del terror quiere ser sobre todo una crónica de historias cotidianas, banales de puro rutinarias, que se vieron truncadas por la intervención, muchas veces arbitraria, cruel y violenta, de los agentes de preservación forzosa del orden y el sistema.
En esta línea debe interpretarse el inserto más destacado del libro, la “Historia de Laura”, que narra el encuentro con una española afincada en la parte oriental de Alemania y la influencia que ejercería la Stasi en su cotidianeidad. Mientras se mantiene en la nebulosa del misterio, la narración se equipara en pulso a las novelas de John Le Carré (de hecho, hay mucho del escritor británico en la descripción burocrática y nada romántica de los servicios secretos); una vez disipada, pierde un tanto de magnetismo, al constatarse lo rutinario de esa vida y de esa Stasi, a la que la propaganda de la época pintó omnisciente y omnipresente, y que Faraldo retrata chapucera, falible, titubeante y tan paranoica como el resto de sus hermanas de represión.
No obstante, el rasgo más sobresaliente de Las redes del terror, y el que lo emparenta con la actualidad, convirtiéndolo en brújula para entender la geopolítica, son los capítulos destinados a los archivos de la memoria. Faraldo rastrea los restos de la información anónima que configuró el aparato represivo de los sistemas soviéticos, y analiza el modo en el que cada país ha sabido sobreponerse a su pasado: desde la ejemplaridad alemana, al poner a disposición pública todas las fichas de la Stasi, hasta el revanchismo polaco y sus leyes sobre la lustración, una suerte de “pureza de sangre” administrativa con la que demostrar que no se tuvo nada que ver con las policías políticas, ni como agente, ni como confidente.
Faraldo se decanta así por hacer memoria histórica. No olvida a España, un país en el que las cuentas con su pasado siguen aún candentes: destina todo un capítulo a la relación de las agencias de información política y su impacto. La URSS, asegura, intervino en la Guerra Civil de manera tibia, y con la vista puesta en contraprestaciones económicas (en oro), diplomáticas o estratégicas (evitar que Francia, su aliada soñada, se viera rodeada por fascismos). En línea con la historiografía actual, desmiente el papel decisivo de la URSS en el devenir de la República, así como en el siglo XX hispánico. España apenas interesó a los países de la órbita soviética: quedaba demasiado lejos y fuera, por lo tanto, de todo plan de extender una Revolución drástica. Faraldo zanja la cuestión con la autoridad que le da haber sido traductor parcial de los documentos sobre la Guerra Civil conservados en el antiguo archivo de la Komintern, la Internacional Socialista. Precisamente, es su sensibilidad como traductor (lo ha sido también, y de manera muy destacada, del excelente autor de literatura fantástica Andrzej Sapkowski) la que dota a Las redes del terror de una profunda emotividad. El preciso y rico uso del lenguaje y la empatía a la hora de interpretar las fuentes, más allá de la frialdad exigida a todo historiador, confieren una vitalidad mayúscula a estas páginas. Y también alarga la sombra de todos sus fantasmas.
Joaquín Torán es periodista. Escribe en Dirigido Por y El Confidencial, entre otros.