Testigo implicado: sobre la juventud antifranquista

La juventud durante el franquismo carecía de experiencia y de oportunidades de formación. La opción hegemónica y casi única era el marxismo en sus diferentes opciones sectarias.
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Hace unos días el Instituto Cervantes homenajeó al filósofo y escritor José Luis Rodríguez García (1949-2022). El vídeo de la celebración ha tenido una excelente acogida. Sin embargo, un crítico anónimo ha comentado que “prefirió equivocarse con Sartre que tener razón con Aron”, recordando su militancia en la organización maoísta Movimiento Comunista (MC) y dándole la vuelta a la frase irónica de Jean Daniel: “Mejor estar equivocado con Sartre que acertar con Aron.” Viene esto a cuento de la reflexión que contiene el libro Jóvenes antifranquistas, de Eugenio del Río, porque lo fácil –incluso, lo necio– hoy es darle la razón a Aron –lo que conlleva aceptar la superioridad del liberalismo, pero también bendecir el golpe de estado de Pinochet, que eso hizo Aron–. Hoy no respiramos la atmósfera envenenada de la guerra fría. La tarea actual consiste en explicar por qué decenas de miles de jóvenes españoles se enfrentaron al franquismo en su última década desde las barricadas de la militancia revolucionaria. Y, de paso, explicar por qué Aron, Camus y otros tuvieron que dedicar tantas energías a combatir la hegemonía intelectual del marxismo-leninismo en ese tiempo.

A esas tareas se ha entregado Del Río en las últimas décadas y este libro es su culminación. Es una tarea no solo más sabia que el simple ajuste de cuentas entre el liberalismo y el totalitarismo sino más urgente y necesaria porque es una demanda histórica que permite comprender la esencia del totalitarismo y los puntos débiles del liberalismo. En el caso del libro que nos ocupa, su autor rinde cuentas de sus errores. Fue el dirigente carismático de una de las organizaciones revolucionarias más activas del antifranquismo. Su obra constituye un legado impagable para las generaciones que no vivieron esa experiencia. Una parte de esa generación se ha negado a entrar en la dinámica de la rendición de cuentas autocrítica. Otra parte, sin duda muy mayoritaria, ha preferido obviarla perdiendo la oportunidad de aprender la lección o quizá aceptando el cambio de estado de conciencia como un ejercicio de oportunismo.

La argumentación de Del Río comienza señalando el alcance mundial de la radicalización de la juventud en esa década –1965/1975–. En un año convergieron el mayo 68 francés, la primavera de Praga, la revuelta contra la guerra de Vietnam y la dimisión de McNamara, la matanza de Tlatelolco y la ofensiva del Tet vietnamita. La radicalización juvenil dio lugar a una movilización general diferenciada y a unos estados de conciencia desiguales. Esas diferencias se expresaron en formas que iban desde el terrorismo al festival hippie, pasando por el sectarismo.

La radicalización juvenil española tuvo poco de festiva. Se enfrentaba a una dictadura asentada sobre las ruinas de una guerra civil. El terrorismo fue una opción muy minoritaria pero dramática. La mayoría optó por el sectarismo. Las organizaciones clandestinas suelen tomar la forma de sectas. Es la manera de resguardarse de la represión. Del Río se cuida de utilizar el término secta, pero el exhaustivo análisis de la vida orgánica que dibuja deja poco lugar a dudas. El monolitismo, la idealización de la actividad, su estetización y, sobre todo, su hermetismo son las dimensiones de unos proyectos que tenían más de religiones laicas que de instancias para la acción –aunque su activismo no fuera, ni mucho menos, desdeñable–. Del Río expone las peculiaridades económicas, sociales (la emigración), sectoriales (la protesta universitaria y el sindicalismo), culturales y religiosas del radicalismo español de manera minuciosa y certera. Su conclusión es que “sin el franquismo no hubiéramos sido como fuimos”, aunque esta afirmación sea de imposible verificación (pág. 195).

Tres aspectos cabe destacar de este libro. El primero –y quizá más importante– es que el estado de conciencia que fundamenta el libro tiene una caracterización clara: liberal. La crítica del dogmatismo izquierdista –léase el pensamiento marxista-leninista o, también, maotsetung, como se escribió entonces– está basada en lo más selecto y edificante del pensamiento liberal. Las obras de Norbert Elias, Isaiah Berlin, Simone Weil o Max Weber iluminan este estudio. El pensamiento liberal es la mejor versión del pensamiento occidental, aunque –como he apuntado a propósito de Aron– no vacuna contra los errores. Los errores vienen forzados por las coyunturas históricas. Y la guerra fría fue una de las etapas más tóxicas de la historia, solo comparable por su toxicidad con el tiempo de entreguerras que precedió a la Segunda Gran Guerra. España ha padecido las peores consecuencias de esos dos escenarios envenenados. Y de ahí la debilidad del pensamiento liberal español, debilidad que perdura hasta hoy. El espacio que deja el débil liberalismo lo ocupa el dogmatismo, un método de pensamiento que tuvo su momento estelar antes de la Modernidad. Ese método se funda en principios incuestionables y da lugar a una organización social jerárquica –y, por eso, enemiga de la igualdad y de la libertad–. El pensamiento liberal es un pensamiento abierto, en el sentido de que cualquier principio o postulado debe ser verificado (como viene haciendo la ciencia moderna). Los dogmas no son susceptibles de verificación. La existencia de Dios se cree o no, pero no se verifica. Y en la patria se cree o no.

El segundo aspecto es la dimensión generacional. Esa generación se debía a sí misma un ejercicio de autocrítica. Y puede decirse que lo ha rehuido. La mayoría ha preferido acomodarse a la nueva situación, bien sea olvidando o dejando el legado en el capítulo de pecadillos de juventud. Esta ausencia posibilita la repetición de los errores. Y algo de esto se ha podido apreciar en las nuevas generaciones de la izquierda radical. Sin embargo, la generación de la Transición tiene una disculpa que no tienen las generaciones posteriores. Esa generación no tuvo la información de la que se dispone hoy –sobre el mundo soviético, sobre China y la revolución cultural– ni la educación a la que tuvo acceso, por ejemplo, Simone Weil, por mencionar a una personalidad también cautivada por el obrerismo. Como juventud carecía de experiencia y de oportunidades de formación. La opción hegemónica y casi única era el marxismo en sus diferentes opciones sectarias.

El tercer y último aspecto es la dimensión personal. Eugenio del Río rinde cuentas en este libro de sus responsabilidades como líder del MC. Ninguno de sus homólogos en las otras organizaciones marxistas –Eladio García Castro, José Sanromá, Didac Fábregas, Miguel Romero…– parece haberlo intentado. Tampoco los que estuvieron en una segunda línea –entre los que me encuentro–. Del Río es un estudioso voluntarista –le queda el voluntarismo de aquella etapa–. Las referencias en las que apoya sus conclusiones son abrumadoras. Tanto estudios históricos como filosofías liberales avalan y dignifican su trabajo. Y todo ello sin excusar su responsabilidad.

El dogmatismo prefiere la permanencia en las mismas ideas, la ortodoxia. El liberalismo se funda en la educación, que no es otra cosa que el aprendizaje de la vida y la asimilación de la diversidad y mutabilidad del mundo. El testimonio de Eugenio del Río es una prueba más de la superioridad de lo segundo.

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Luis Beltrán Almería es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Zaragoza. En 2021 publicó 'Estética de la novela' (Cátedra).


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