Enseñar la historia del fascismo en tiempos de Trump

Una clase sobre Hitler y Mussolini se ha convertido para el historiador que la imparte en una forma de reflexionar sobre el presente e intentar entender las amenazas que la democracia enfrenta.
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“Ahora que estamos solos”, preguntó un estudiante muy serio mientras recogíamos las cosas después de la clase Aproximación al fascismo, “Dime: ¿lo es? ¿Es fascista?”

Bajo cualquier circunstancia, enseñar provoca una tensión entre la personalidad de uno en el aula y fuera de ella. Presentar esta materia ahora, en un momento en que el fascismo, o algo que se le parece, amenaza con devorar la democracia estadounidense, obliga a examinar más de cerca esa tensión, la línea que separa las opiniones políticas personales de los temas históricos. Si los profesores y maestros pensábamos que teníamos un control sobre lo que podemos hablar en el aula y en la universidad, hoy nos están tomando por sorpresa .

“Sí y no”, balbuceé como respuesta. “Es complicado”.

Ahora estoy enseñando Aproximación al fascismo por tercera vez desde 2020, en la University of Southern California. Se trata de una gran clase magistral que suele atraer a muchos estudiantes –lo que no es poca cosa en esta época en que las matrículas en humanidades han disminuido–, y esta primavera se han llenado todos menos cuatro de los 200 lugares. Al principio del semestre, y de vez en cuando a medida que avanzamos, les digo a los estudiantes que no intento imponerles mis puntos de vista, y que el pensamiento crítico forma parte del objetivo de todo curso de historia. De hecho, la primera lección que ofrezco es que los fascistas te dicen lo que tienes que pensar, hacen propaganda, limitan la libertad de expresión, reducen la complejidad a simples clichés. Así que nuestra tarea en esta clase es inherente y profundamente antifascista. Es una tarea de adoptar matices, leer ampliamente y retarnos a nosotros mismos a pensar críticamente. ¿Es fascista? Tú dímelo.

Se me ocurrió la idea de impartir una clase sobre fascismo en medio del “debate sobre el fascismo” que se apoderó de historiadores y periodistas durante el primer mandato del presidente estadounidense Donald Trump, sobre cómo caracterizarlo y la amenaza que representaba. Parecía urgente recurrir a mi formación como historiador de la Europa moderna para aportar claridad a este concepto sobreutilizado y difícil de definir, reflexionar sobre sus transformaciones históricas y desafiar los paralelismos fáciles entre Estados Unidos en 2017 y Alemania en 1933, sin descuidar continuidades subyacentes más amplias entre dos períodos en los que frágiles democracias de todo el mundo lucharon por sobrevivir y, en algunos casos, fueron derrocadas por dictadores.

Al igual que el historiador de la Universidad de Columbia Robert Paxton, un destacado estudioso de la Francia de Vichy y el fascismo europeo (y uno de mis profesores de posgrado), durante mucho tiempo dudé en utilizar la “palabra con F” para describir los acontecimientos actuales, pues creía que se refería a un conjunto de condiciones históricas particulares de algunas partes de Europa después de la Primera Guerra Mundial, como el espectro de la derrota militar, las fluctuaciones económicas brutales, el hipernacionalismo racial y el resentimiento hacia el rápido cambio social y cultural. No se me escapaba que el neofascismo se había convertido de nuevo en una fuerza en la política europea del siglo XXI y que los líderes y movimientos autoritarios estaban en auge desde Brasil hasta Hungría y la India. No obstante, seguí insistiendo en las diferencias entre estos acontecimientos y las condiciones anteriores del siglo XX, y en la singularidad de ese periodo histórico concreto.

Pero hacia 2018 o 2019, al igual que Paxton, empecé a cambiar de opinión y a destacar las similitudes por encima de las diferencias. Ya no se podían negar los paralelismos entre los movimientos anteriores y el reciente desprecio por la prensa y la aceptación de la propaganda en Estados Unidos, el coqueteo con la violencia política, la aparición del racismo abierto y la supremacía cristiana, la admiración adoradora de una figura política central y, a falta de una palabra mejor, una especie de energía o estado de ánimo que reflejaba los movimientos, la iconografía y las figuras fascistas del pasado.

Sin embargo, cuando enseñé por primera vez Aproximación al fascismo, en la primavera de 2020, los temores a las tendencias fascistas de Trump estaban, al menos hasta cierto punto, eclipsados por su ineptitud, por la fuerza y la determinación de la resistencia a él, y por sus absurdos comentarios sobre la pandemia de covid-19 y otras crisis. En la primavera de 2021, tras la insurrección del 6 de enero en el Capitolio de Estados Unidos, los paralelismos con los intentos fascistas de tomar el poder eran imposibles de pasar por alto, pero Trump, derrotado, parecía una amenaza menor.

Esta tercera versión de la clase de fascismo comenzó en enero, pocos días antes de la segunda toma de posesión de Trump. Percibiendo un escalofrío anticipatorio en la sala, aseguré a los estudiantes que estaban sentados en un curso de historia, que se remonta hasta el siglo XVIII y enmarca el fascismo como un rechazo de los legados de la Ilustración y la Revolución francesa. Se centra sobre todo en el desarrollo de los movimientos fascistas en Europa tras la Primera Guerra Mundial, la consolidación de los regímenes fascistas en Italia y Alemania, y la posterior propagación de las ideas fascistas por Europa y otras partes del mundo. Dedicaremos nuestra última semana a los líderes y movimientos autoritarios en el mundo actual, momento en el que volveremos a analizar el debate sobre el fascismo desde la primera presidencia de Trump y las formas que está adoptando en la actualidad.

Sin embargo, aun cuando leemos y discutimos los acontecimientos de hace un siglo, se trata también de una clase que tiene mucho que ver con el momento actual. Cuando hablo de la movilización nacional en toda Alemania en 1920, cuando las huelgas cortaron la red eléctrica y asfixiaron Berlín, salvando a la incipiente república del autoritario Putsch de Kapp, ¿podría alguien haber pasado por alto la pasión en mi voz, la fugaz nota de esperanza sobre la acción colectiva y la posibilidad de resistencia al posible autoritarismo? ¿Mi afirmación de que las instituciones y las leyes son tan fuertes como las personas que las respaldan?

Al presentar los intentos de Mussolini de instrumentalizar el pasado romano mitificado para su visión del futuro, me sorprendí a mí mismo y a algunos de los estudiantes empezando a pronunciar las palabras “volver a hacer grande a Italia” antes de cortarme. O, por citar dos paralelismos más recientes: cuando yuxtapuse la cultura permisiva y progresista de la República de Weimar con la afirmación nazi de los binarios de género supuestamente naturales, sentí que en el aire flotaban ecos de la política de género del Partido Republicano, las trad wives y la bro-masculinity. Y un debate sobre las metáforas biológicas que Hitler utilizó para demonizar a judíos y marxistas me hizo pensar en el actual ataque a los inmigrantes y otras poblaciones vulnerables y en la resurrección de la eugenesia en algunos círculos de la derecha estadounidense. Otra estudiante igual de aplicada se acercó a mí después de clase ese día para señalar estos paralelismos y ver si podía ayudarla a evaluar la gravedad del peligro que suponía Trump.

A pesar de mis declaraciones del primer día, dar esta clase se ha convertido en una forma de intentar entender a Trump y la amenaza a la democracia sin hablar de Trump. Pero los paralelismos solo te llevan hasta cierto punto, y mi trabajo, como ya he señalado, es precisamente no decir a los estudiantes lo que tienen que pensar.

Supongo que ofrecer un marco histórico es una forma de atraer la atención a los orígenes y los fundamentos de la crisis actual. Por lo menos, durante 80 minutos dos veces a la semana, la mayoría de los estudiantes y yo sentimos un sentimiento de solidaridad y conexión en torno a preocupaciones compartidas, un tipo de intensidad e indagación colectiva que es demasiado rara en nuestra era post covid, de corta capacidad de atención.

Tal vez, en última instancia, la clase funcione como una forma de tranquilizar a los estudiantes ansiosos, de decirles que cosas similares han sucedido antes, que la resistencia era y es posible, que los resultados históricos nunca están predeterminados, y que el futuro está en sus manos. ~

Este artículo se publicó originalmente en Zócalo Public Square, una plataforma de ASU Media Enterprise que conecta a las personas con las ideas y entre sí.

Forma parte de Cruce de ideas: Encuentros a través de la traducción, una colaboración entre Letras Libres y ASU Media Enterprise.


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