Foto: Henri Manuel, dominio público, via Wikimedia Commons

Bergson en México

Cuando la política descansa en señalamientos morales, no demanda explicar los procesos, consecuencias o sutilezas de lo que propone. Convence así de aquello que no entiende.
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La historia fue ampliamente conocida en algún momento y todavía era recordada hasta hace pocos años. Al igual que muchas hoy día, se diluyó en la memoria de un siglo saturado.

En 1922, Henri Bergson fue nombrado presidente de la Comisión para la Cooperación Intelectual, semilla de lo que se convirtió en la UNESCO. Ahí debatió con Einstein alrededor de su teoría de la relatividad. El filósofo francés continuó su discusión con el físico alemán en su libro Duración y simultaneidad, que siguió reimprimiéndose hasta que Bergson decidió no hacerlo más. No es que su discusión estuviese cargada de diferencias absolutas, se ha exagerado sobre ello. Si bien su convivencia fue de desacuerdos continuos, tampoco definió aspectos irreconciliables entre las ciencias y las humanidades ni enfrentó la racionalidad contra su opuesto. Ambas se relacionan con un simple elemento en la secuencia de su entendimiento: nosotros.

Bergson reconoció que la teoría tocaba a la física como a la filosofía. Simplemente los códigos entre ambos para tratar de entender el tiempo y el espacio partieron de parámetros distintos. Aquellos aspectos de la realidad inexplorables desde la investigación científica, el todo y la nada filosóficas, se estudian desde la metafísica. No se trata de piedras mágicas, abstracciones espirituales, bastones con poderes ni otras mafufadas. Bergson, si acaso, intentó hablar de un problema físico desde la filosofía.

En 1927, seis años después de que Einstein recibiera el premio Nobel de Física, Bergson obtuvo el de Literatura.

Gracias a aquella disputa, el pensamiento de Bergson no siempre es visto como parte de la filosofía política. Su condición viene de un lugar más complicado que descubre ciertos reflejos en las sociedades contemporáneas. Quiere diseccionar lo filosófico de la política. Es decir, encontrar sus problemas y pensar sus paradojas.

En alguno de mis cuadernos de notas, esas escritas con la intención de incorporarse a un texto futuro que puede o no llegar, encuentro una paráfrasis a Bergson sobre las equivocaciones políticas: de los errores comunes en política, la mayoría suceden por creer que todavía es verdadero lo que ha dejado de serlo, pero el más grave de ellos proviene de no creer que aún es verdadero lo que es.

Todas las sinrazones y barbaridades cometidas por gobiernos cuya sociedad las perdona bajo los fueros de esperanzas políticas o adscripciones ideológicas entran en la reflexión bergsoniana sobre la creencia en la mentira.

Cuando la sobresimplificación de los populismos ofrece soluciones sencillas a la dificultad, cierto misticismo en las retóricas salvadoras pervierte la realidad para sustituirla con su percepción. Frecuentemente, entre quienes nos encontramos en el lado crítico del populismo resulta habitual a señalarle algún tipo de irracionalidad: si se gasta mucho y no se recauda hay conflicto; si se ofrece lo inalcanzable no se consigue por definición; si se promete la mejor seguridad sin fundamentos para garantizarla no existirá, si se presume la mejor red sanitaria sin medicinas la gente enferma y muere, etcétera. Es una equivocación situar la aceptación a dichas acciones en lo irracional. Olvidamos la explotación sin argumentos de los procesos racionalizables. Los que tienen la posibilidad de convencer lo inexacto o lo falso.

Para Bergson, la moralidad puede tener una lectura dentro de la definición metafísica de la filosofía. Entrega un marco de comunidad sin sus complicaciones y brinda un sistema de valores irrefutables.

La necesidad humana de pertenencia se refuerza con el etiquetado que denomina como positivas las acciones por provenir de una entidad, sin ser discutidas. Las políticas dependientes del señalamiento moral no demandan explicar los procesos, las consecuencias o meandros de lo propuesto. Su mera utilización de lo que ofrece como bueno o malo se amplifica en el reduccionismo que la filosofía combate y es falla en la política que, en nombre de moralidades, convence de lo que no entiende al prescindir del bagaje filosófico y muchas veces denostarlo.

México guarda una buena colección de ejemplos al respecto.

Acciones políticas a lo largo de los últimos seis años, y probablemente los siguientes, están cobijadas con el halo de virtuosismo del que se ha adueñado la izquierda nacional. A partir de ese sentimiento, intrínsecamente moral, fue en buena medida aplaudida la derrota de la extrema derecha en Francia. Su fracaso debía, éticamente, ser festejado por el hecho de ser de extrema derecha. No se necesitaba más. Sin embargo, gracias a la fuerza simplificadora de la etiqueta, se evitó entrar en una contradicción. Muchas de las políticas de la coalición de extrema derecha francesa se asemejan a las del gobierno en México. Comparten tono, al menos:

            •Aumentar el presupuesto de defensa para el 2027.
            •Fortalecer nuestra soberanía.
            •Crear un ministerio de la lucha contra el fraude.
            •Establecer el patriotismo económico para producir riqueza en Francia.
            •Proteger nuestra economía de la competencia desleal y revisar los acuerdos de libre comercio que no respetan los intereses de Francia.
            •Establecer el referéndum de iniciativa ciudadana.
            •Detener los proyectos eólicos y desmantelar gradualmente los parques existentes.

Preocupaciones vistas cada vez más como conceptuales, a menudo consideradas como intereses de quienes no viven angustias inmediatas –las de la calle, las tildadas con superioridad moral como del contacto con la gente–, se han desvirtuado sin atender que la protección de lo que se entiende parte de los intereses terrenales surge como consecuencia de aquellas aparentes abstracciones.

Un enfermizo nivel de condescendencia es capaz de afirmar que democracia, derechos humanos o verdad no son sujetos de relevancia para sectores cuya supervivencia es la principal urgencia.

Creamos una situación de golpeteo perpetuo, de tensión e intransitabilidad constante, en la que lo electoral pasó de ser la herramienta de castigo al gobierno deficiente para convertirse en el relativizador de los valores democráticos.

Cada una de las construcciones sociales y valores políticos que consideramos positivos se originaron gracias a su planteamiento filosófico. La democracia moderna no nació siendo un sistema de contabilización de voluntades o un tipo de gobierno espontáneo. Instrumentos como la rendición de cuentas o la transparencia tampoco provienen de un ejercicio únicamente pragmático o discursivo. En el periodismo, la relación con la verdad trae implícita su concepción, y esta es producto de discusiones dedicadas a escudriñar sus complejidades. Las figuras de Estado o República traen consigo infinidad de reflexiones para llegar a lo que hoy comprendemos como tales. Sin su raíz filosófica, no tendríamos ninguno de los asimilados políticos que conforman la vida pública.

Hemos impregnado demasiada seriedad a lo que no la merecía y dejamos crecer a la banalidad. Tomamos con extrema ligereza lo que no solo no la necesitaba sino exigía su rechazo. ~

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es novelista y ensayista.


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