Qué es manipular a los demás

De la manipulación benévola de filósofos como Cass Sunstein a los chantajes emocionales en las obras de Shakespeare y Jane Austen, este texto explora un concepto con muy mala fama.
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En alguna de sus acepciones, cuando se trata de operar con un instrumento o máquina, “manipular” carece de connotaciones negativas. Sin embargo, el término está valorativamente cargado cuando se refiere a manipular a otras personas. Este sentido además está muy extendido como reproche, pues hablamos constantemente de gente y conductas manipuladoras; incluso se ha erigido en rasgo central de ciertos tipos de personalidad, como el maquiavelismo del que hablan los psicólogos. En tales casos, “manipulador” cobra un aspecto claramente malintencionado o indeseable, pues sugiere la conducta taimada de quien trata de aprovecharse de otros, o utilizarlos para sus propios fines, de forma artera y sin escrúpulos. Tachar a alguien de tal, ya sea un político o una pareja, equivale a una acusación o condena moral, atribuyéndole una forma de proceder turbia o malévola. Por lo mismo, a nadie le gusta ser víctima de manipulaciones ajenas. Hasta ahí nuestras intuiciones morales espontáneas, que se reflejan en el diccionario y el uso común. Los sinónimos de manipular, en la acepción que nos interesa, dejan poco lugar a dudas: amañar, trucar, viciar, adulterar o falsificar. ¡Bueno no parece!

Aunque salta a la vista su sentido reprobatorio, no resulta sencillo explicar cuáles son las condiciones descriptivas de aplicación del concepto, que han de guiarnos a la hora de considerar qué conductas o personas calificamos como manipuladoras. Lo cierto es que manipular presenta una desconcertante plasticidad, susceptible de adoptar formas diversas, sutiles o palmarias, sin que sea fácil dar con el rasgo común que compartirían, distinguiéndolas de otras maneras (no manipuladoras) de influir en los demás. Estamos, por tanto, ante un concepto elusivo y controvertido, cuyo sentido y extensión distan de ser claros. Lo que, por otra parte, afecta necesariamente al juicio moral que merece: ¿cómo sabemos que manipular está mal en todos los casos si no estamos seguros de lo que cuenta como manipular en cada caso y, a tal efecto, de cuáles serían todos los casos? ¿No habría, por ejemplo, formas benévolas donde manipular fuera lícito o justificable? No se puede dar respuesta a la pregunta de por qué manipular está mal, o en qué casos, sin hacernos antes una idea más clara de qué es manipular o qué conductas caerían dentro de su esfera. 

De Cass Sunstein a William Shakespeare

Son los filósofos los que se han empeñado casi en exclusiva en buscar una definición satisfactoria de manipulación y discutir acerca de su calificación moral. Es una discusión bastante reciente en realidad, pues la manipulación carece del pedigrí filosófico de la mentira y el engaño, con los que habitualmente se asocia. De San Agustín a Kant, los filósofos llevan siglos debatiendo sobre mentiras y engaños; por el contrario, hasta los años setenta del siglo pasado no encontramos algún artículo aislado dedicado al concepto de manipulación. Por más que se hablara de “la manipulación de masas” o se criticara la manipulación de los deseos del consumidor por la industria publicitaria, pocos iban más allá de ver la manipulación como un tipo de influencia clandestina o encubierta, opuesta a la persuasión racional, sin ahondar en la cuestión. Grosso modo, ha sido a partir del 2000 que van apareciendo publicaciones en forma de artículos, sobre todo en inglés, y un volumen recopilatorio a cargo de Coons y Weber en 2014. Seguramente la polémica creada por la teoría del “empujoncito” (nudges) de Richard Thaler y Cass Sunstein ha dado a su vez un buen empujón a la investigación sobre qué es manipular en años recientes. La mejor prueba es la publicación de dos excelentes monografías sobre el tema en 2025 y acaba de salir una tercera a cargo del propio Sunstein.

Cuando hablamos de manipulación podemos referirnos a relaciones entre individuos, pero también a influencias sobre colectivos (¡la opinión pública!), virtuales (la manipulación online) o incluso al amañar o adulterar las reglas de juego institucionales, especialmente cuando regulan la competición entre rivales, ya se trate de un torneo deportivo, un proceso electoral o unas oposiciones. Por simplicidad, aquí nos centraremos en las relaciones interpersonales con la esperanza de que una idea más clara de cuándo son manipuladoras arrojará luz sobre formas más complejas. 

Por eso mismo habría que tener cuidado con otra distinción que se traza habitualmente en la literatura: si en unos casos la influencia manipuladora se dirige directamente a la psicología de la persona, con el blanco puesto en sus creencias, atención, preferencias o emociones, en otros la intervención actúa sobre las opciones del agente, alterándolas de forma más o menos sutil para influir en la toma de decisiones. Por supuesto, la frontera entre una y otra es finísima y en muchos casos prácticamente imperceptible. Algunos nudges, en tanto modifican el entorno de elección del sujeto para inclinarla en una dirección, como en el ejemplo del comedor escolar donde los platos saludables son presentados primero o son más visibles, serían un buen ejemplo de la segunda, pero operan valiéndose de heurísticas y sesgos cognitivos.

Si buscamos ejemplos literarios, no es casualidad que dos de libros mencionados lleven en portada una escena de Otelo, la tragedia de Shakespeare. El personaje de Yago encarna al perfecto manipulador: odia en secreto a su comandante y maquina cómo llevarlo a su perdición; para ello recurre al engaño, plantando pruebas falsas para convencer a Otelo de que Desdémona le ha sido infiel. Como en tantos casos, vemos aquí como manipulación y engaño se superponen. Pero Yago no se limita inducir a Otelo a engaño, haciéndole creer algo falso; además juega hábilmente con sus emociones, atizando los celos y avivando su furia, hasta que finalmente el moro asesina a su esposa inocente. 

Aunque hay quien duda de que se pueda hablar de un paradigma de manipulación, lo cierto es que Yago parece reunir los rasgos más destacables del manipulador. La manipulación siempre es intencional, como el engaño, pues no cabe manipular sin darnos cuenta o sin querer. El que manipula busca de forma deliberada ejercer control sobre otro y para ello trama, calcula, enreda e intriga, como hace Yago. Unido a lo cual va la falta de transparencia con la que típicamente ejerce ese control; en eso de nuevo se parece al engaño, pues el que engaña no solo causa en el otro una creencia falsa acerca del mundo (Desdémona es infiel), sino también acerca de lo que piensa el que engaña (Yago cree que Desdémona es infiel). Las maquinaciones de Yago solo pueden ser efectivas si este las oculta bajo las apariencias de un leal servidor, camuflando o escondiendo sus propósitos y manejos. De ahí el sentimiento de traición de su víctima cuando todo se descubre. 

La ocultación o la falta de transparencia no siempre equivale a engaño, como prueba el caso de la publicidad subliminal, cuyos mensajes tratan de crear asociaciones en sus destinatarios, pasando por debajo del umbral de la conciencia. Pero sí sirve para marcar el contraste de manipular con otras formas abiertas y directas de influir en los demás, como la persuasión racional o la coacción. Tanto una como otra dependen de la comunicación entre las partes, de modo que el destinatario entienda tanto la intención de influir como la naturaleza de la influencia. Si la coacción funciona por medio de amenazas, hace falta que estas sean claras y creíbles para ser efectivas. Incluso si se disfrazan de advertencias, el destinatario no debe llamarse a engaño. Otro tanto sucede con la persuasión, que opera a través del diálogo y el intercambio de argumentos: para convencer a mi interlocutor tengo que ponerle por delante pruebas y razones para que él mismo las sopese.

No hemos terminado todavía con las características de Yago, entre las que sobresale la malevolencia, pues más que un beneficio para sí, lo que busca es el mal de Otelo. Pero la manipulación puede ser simplemente interesada y no deberíamos descartar de entrada, como parte de la definición, que haya manipulación guiada por el bien del otro, como en ciertas formas de paternalismo. 

De lo que no cabe duda es de que Yago quiere ejercer control sobre Otelo, pero trata de conseguir ese control desde dentro, por así decir, jugando con su psicología y explotando sus puntos débiles, en este caso los celos e inseguridades. Seguramente este es uno de los aspectos que más se resaltan del fenómeno: las tácticas del manipulador se valen de los mecanismos psicológicos y reacciones previsibles de sus víctimas para explotar su vulnerabilidad. Pensemos en dos métodos típicos, como el lavado de cerebro o “hacer luz de gas” (gaslighting), en cuyo caso el manipulador busca insidiosamente que la víctima dude de su propio juicio o de su cordura para aprovecharse de ella, como en la película del mismo nombre. 

Este último rasgo está bien grabado en la imagen popular de lo que es manipular, hasta el punto de que le da su coloración distintiva. En ella la víctima aparece como un pelele o un títere en manos de otro, que mueve secretamente los hilos. Pero conviene afinar la imagen, pues el manipulador no anula en realidad la condición de agente de la víctima, sino que la dirige convenientemente, operando sobre determinados resortes psicológicos. Por eso el manipulador no cosifica a su víctima, usándola como objeto, como hace por ejemplo el que abusa sexualmente de alguien inconsciente; por el contrario, se vale de la subjetividad del manipulado para sus propósitos, poniendo en jaque o subvirtiendo su autonomía racional. De ahí que esta sea la protesta moral habitual: no es solo que el manipulador en muchos casos se aproveche en beneficio propio o cause un perjuicio a sus víctimas, es que no las trata con el respeto debido, socavando su autonomía y atentando contra su dignidad.

Jane Austen y el chantaje emocional

Podemos comparar los rasgos anteriores con otro ejemplo literario más benigno, extraído de Emma, la novela de Jane Austen, cuya protagonista hace de casamentera y ha adoptado a Harriet, una chica modesta de padre desconocido, con idea de buscarle un buen partido. Harriet recibe inesperadamente una oferta de matrimonio por carta de un joven granjero, por el que la joven se siente atraída, lo que desbarataría los planes que tiene Emma para ella. La insegura Harriet busca el consejo su amiga, aunque es evidente que la propuesta le complace grandemente. Ante lo cual, Emma maniobra hábilmente para que, superando sus vacilaciones, la rechace. El lector no puede evitar la impresión de que Emma está manipulando sutilmente a su pupila, valiéndose de su superioridad. 

La ironía de la situación es que Emma declara una y otra vez que no pretende intervenir, pues la decisión solo corresponde a Harriet, que está ansiosa por saber su opinión, temerosa de decepcionarla si toma la decisión errónea. La táctica de Emma es dar por sentado que solo cabe una respuesta posible; ante las dudas de su amiga, que vacila, aguijonea esa inseguridad usando esas mismas dudas en contra de que acepte. Cuando Harriet, titubeante aún, se inclina por rechazarlo, Emma da el golpe definitivo como si finalmente tomara cartas en el asunto: aceptar al granjero, le confiesa, hubiera supuesto perderla como amiga y dejar de verse. La perspectiva horroriza a una apenada Harriet, zanjando convenientemente el asunto. 

Emma no es Yago, desde luego, y no quiere nada malo para Harriet. Su actuación es paternalista, mirando por el bien de su protegida, aunque sea equivocadamente como se verá después en la novela. No cabe duda tampoco de su intención de interferir en la decisión de Harriet, a pesar de sus protestas en sentido contrario. De ahí la falta de transparencia, pues Emma esconde detrás de estas su decidida voluntad de intervenir, ejerciendo sobre su amiga una forma de control medio camuflada o que no se reconoce como tal. Más allá de eso, no recurre en ningún momento al engaño. Diríamos más bien que se sirve de una forma de presión psicológica o blanda, que juega con la inseguridad y los sentimientos de Harriet, sin llegar a ser coacción en ningún caso. 

Si algunas tácticas de manipulación se asemejan al engaño, mientras otras usan la presión, las de Emma son de las segundas. Un elemento de chantaje emocional sobrevuela la conversación entre Emma y una Harriet temerosa de perder la estima de su amiga, sin que se haga explícito hasta el final; ni siquiera entonces llega a utilizarse propiamente como una amenaza (“si eliges a Martin, me perderás a mí”), pues Emma da por sentado en todo momento que es impensable que acepte. Por eso, tanto o más importante es el encuadre (frame) que de antemano Emma impone a la elección de su amiga: reforzado por la presión emocional, hace prácticamente imposible que Harriet llegue a considerar seriamente ambas opciones. En lugar de ayudar a su amiga a deliberar bien sobre una decisión tan importante, Emma maniobra para lastrar cualquier posibilidad de que sopese realmente los méritos del caso, seguramente porque ve a Harriet tentada por la oferta. 

La falta de Emma pone de relieve el rasgo que para muchos caracteriza a la manipulación en cualquiera de sus formas: aquel tipo de influencia que “sortea o socava” la capacidad racional del destinatario. En esa línea propone Sunstein su definición, de acuerdo con la cual es manipulador cualquier intento de influir en la conducta o estados psicológicos de otra persona “en la medida en que no involucre o apele suficientemente a su capacidad de reflexión y deliberación”. Pero la definición queda a todas luces demasiado ancha: hay situaciones donde buscamos causar una impresión favorable en otros, como en una entrevista de trabajo o el enamoramiento, sin que apelemos exactamente a su reflexión o deliberación; no por ello las calificaríamos necesariamente como manipulación, a falta de otras cosas. 

Se dirá que el adverbio “suficientemente” carga con todo el peso en la definición anterior. No parece sencillo determinar un umbral de suficiencia en general, cosa que variará según las personas y situaciones sociales, como tampoco cabe separar limpiamente influencias racionales de las que no los son. Todo lo cual nos abocaría a una casuística interminable. El adverbio, con todo, pone en claro el carácter abierto o borroso de una noción como manipular, irremediablemente vaga. Cuando los filósofos hablan de vaguedad se refieren a que el concepto en cuestión no tiene bordes precisos, sino una franja difusa de casos indecidibles en los que no sabemos si se aplica o no. Cuando esa franja en penumbra se extiende hacia el futuro, con el surgimiento de nuevos casos dudosos, hablan de textura abierta. El concepto de manipulación reúne ambas cosas, pues siempre podrán aparecer nuevos casos difíciles en esos márgenes inciertos. 

Lo que constituye una buena razón para cambiar de estrategia, renunciando a buscar condiciones necesarias y a la vez suficientes de la manipulación. Como tantos conceptos, bien puede haberse formado analógicamente a través de una serie de semejanzas cruzadas, los “parecidos de familia” de los que hablaba Wittgenstein. En tal caso, en lugar de una propiedad definitoria, habría una serie de rasgos y características, como las que hemos venido señalando (intencionalidad, falta de transparencia, malevolencia, etcétera) que pueden darse o no en diferente grado o intensidad. Tendremos entonces casos típicos o centrales de manipulación, donde encontramos reunidos esos rasgos de forma marcada, como en Yago, casos menos típicos donde faltan o están atenuados algunos y, en el margen, los casos fronterizos de dudosa adscripción. Hay amplia constancia empírica de estos typicality effects en el aprendizaje y uso de conceptos. 

En esta línea va el prometedor planteamiento de Shlomo Cohen, cuyo libro se publicó hace pocos meses, quien insiste en que manipulación es fundamentalmente una metáfora conceptual: nos guiamos por la imagen del agente que se sirve de otro nudge para sus propósitos manejándolo figurativamente como si fuera una máquina o mecanismo, pulsando los botones psicológicos o moviendo las palancas correspondientes. Como ya hemos visto, es la metáfora del titiritero y la marioneta, de acuerdo con la cual vemos ciertas relaciones sociales bajo ese aspecto. Es otra manera de afirmar el carácter analógico de manipular, lo que no resta en absoluto relevancia al concepto. 

También permitiría abordar de otro modo por qué es un concepto moralmente cargado, pero eso ya es tema de discusión para otro día. 


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