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Paz, Zaid y las pirámides

Paz y Zaid se valieron de la figura de la pirámide para expresar sus críticas al sistema político mexicano. ¿Por qué coincidieron en esa imagen?
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México es un país de pirámides. Compartimos ese privilegio con otros: Egipto, Guatemala y Sudán. En Cholula, Puebla, se encuentra la mayor pirámide del mundo. A diferencia de las pirámides de Egipto, las más emblemáticas, las pirámides prehispánicas no son triangulares, pertenecen al género de las pirámides truncadas. Vestigios de pirámides de este tipo se encuentran en Irak y en Turquía, en los territorios que ocupaban los asirios. Se les conoce como zigurat. Son pirámides escalonadas. Constan de una base simple con un espacio horizontal en lo alto. No se utilizaban como tumbas, como en Egipto, sino como centros ceremoniales. En la cúspide de la pirámide se llevaban a cabo ritos y sacrificios. Las pirámides prehispánicas –toltecas, mexicas y mayas– también tienen este modelo. 

Las pirámides representan montañas. “Para los antiguos –señala Octavio Paz– el mundo era una montaña”. No una montaña cualquiera. La pirámide era la representación de una montaña cósmica, una montaña sagrada. La impronta de esa imagen ha pervivido a través de los siglos.

A finales de los años sesenta y principios de los setenta dos pensadores se valieron de la figura de la pirámide para expresar sus críticas al sistema político mexicano. Octavio Paz lo hizo desde el punto de vista del simbolismo mítico en Posdata (1969). Gabriel Zaid desde un mirador económico y administrativo en El progreso improductivo (1979). ¿Por qué coincidieron en esa imagen? Porque, como señaló Paz, “la crítica de México comienza con la crítica de la pirámide”.

México tiene la forma de una pirámide trunca, geográfica –“La geografía de México tiende a la forma piramidal como si existiese una relación secreta pero evidente entre el espacio natural y la geometría simbólica”– y simbólicamente –“Los cuatro costados de la pirámide representan los cuatro soles o edades del mundo y sus escaleras son días, meses, años, siglos. Arriba, en la plataforma: el lugar del nacimiento del Quinto Sol, la era nahua y azteca” (Octavio Paz, Posdata)–.

Luego de renunciar a su puesto como embajador de México en la India en protesta por la matanza de estudiantes en Tlatelolco, Paz viajó en 1969 a Austin, Texas, donde pronunció una conferencia que luego publicaría en forma de libro. Posdata apareció bajo el sello de Siglo XXI, la editorial dirigida por Arnaldo Orfila, fundada luego de que el gobierno de Díaz Ordaz lo removiera como director del Fondo de Cultura Económica por publicar un libro sobre la pobreza en México. La tesis del discurso de Paz causó una enorme controversia entre la izquierda predominante en la cultura mexicana. Paz sostuvo que la matanza de estudiantes ocurrida un año antes no solo debía mirarse desde la óptica de la política: “Reducir el significado de un hecho a la historia visible es negarse a la comprensión e, inclusive, someterse a una suerte de mutilación espiritual”. Ensayó en cambio una interpretación simbólica. Lo que había ocurrido en Tlatelolco era un sacrificio ritual, un eco histórico de los sacrificios que llevaban a cabo los aztecas para garantizar el ciclo solar. Para ellos, la sangre de los sacrificados era necesaria para que el mundo siguiera existiendo. Paz trazó una analogía sorprendente entre la matanza de estudiantes y los sacrificios rituales de los aztecas. Para el heredero de los tlatoanis aztecas, el presidente Díaz Ordaz, el derramamiento de sangre era necesario para la supervivencia del sistema político mexicano. “Tlatelolco es la contrapartida, en términos de sangre y sacrificio, de la petrificación del PRI”.

El país podía verse como una inmensa pirámide trunca en cuya plataforma superior se encontraba el Valle de México y en este se ubicaba el centro ceremonial de Tlatelolco. La interpretación de Paz aludía a “la historia invisible de México”. El fantasma del tlatoani autoritario y sanguinario seguía presente en el México que, con las Olimpíadas, creía haber alcanzado la modernidad. La interpretación chocó a aquellos que esperaban de Paz, luego de su renuncia de la embajada de la India, a un líder político que hiciera frente al PRI hegemónico. En vez de eso, el discurso pronunciado en Austin proponía la visión de un poeta que se negaba a ver en la matanza un mero hecho histórico.

Lo que los jóvenes de ese tiempo no supieron ver era que Paz les ofrecía algo más valioso que la ira de un líder. Les propuso una visión de México. Esa visión mostraba que seguíamos presos de nuestros atavismos. Que seguíamos atados a lo peor de nuestro pasado. Nos sabía Paz incapaces de “contemplar frente a frente al muerto: su fantasma nos habita”. Propuso para salir de esa situación dos salidas. La primera, la crítica de la pirámide, que no era otra cosa que la crítica del tlatoani, es decir, del presidencialismo autoritario. Romper con nuestro sistema vertical, paternalista y autoritario encarnado en el presidente-tlatoani. Romper con la imagen de la pirámide. Se adelantó a las críticas que sabía que provocaría su visión de la historia invisible de México. “¿Por qué hemos buscado entre las ruinas prehispánicas el arquetipo de México? ¿Y por qué ese arquetipo tiene que ser precisamente azteca y no maya o zapoteco o tarasco u otomí? Los verdaderos herederos de los asesinos del mundo prehispánico no son los españoles peninsulares sino nosotros, los mexicanos”. Debíamos de romper con la imagen del presidente autoritario para poder dar paso a otro México, ahora sí instalado en la modernidad. El sistema político mexicano, postula Paz, en Tlatelolco mostró su quiebra definitiva. No era posible seguir el modelo autoritario si aspirábamos a ser modernos. “Hay que renunciar definitivamente a las tendencias autoritarias de la tradición revolucionaria, especialmente de su rama marxista”. México debía encontrar “formas nuevas y realmente efectivas de control democrático”, un nuevo modelo de sociedad plural. “Debemos concebir modelos de desarrollo viables y menos inhumanos, costosos e insensatos que los actuales”.

Los jóvenes intelectuales mexicanos desestimaron el llamado de Paz. Lo caricaturizaron diciendo que creía que los dioses del inframundo prehispánico eran los causantes de la matanza. Muchos de esos jóvenes renunciaron a pensar y se unieron a las incipientes guerrillas. Otros se incorporaron al nuevo gobierno de Echeverría que prometía una “apertura democrática”. Otros más, desoyendo la experiencia intelectual de Octavio Paz, optaron por la vía marxista, desde suplementos y revistas. Un joven ingeniero regiomontano, poeta por añadidura, afincado en la Ciudad de México, tomó en serio las palabras de Octavio Paz y se puso a concebir un nuevo modelo de desarrollo viable, menos costoso e insensato. Ese joven ingeniero y poeta era Gabriel Zaid.

Hasta entonces Zaid había escrito ensayos de crítica literaria y de crítica cultural, empleando formas irónicas, sarcásticas y paródicas. Había publicado un breve libro de ensayos sobre la creatividad poética y la cibernética (La máquina de cantar, Siglo XXI, 1967), un libro en el que reunía sus ensayos de crítica literaria (Leer poesía, Joaquín Mortiz, 1972) y un volumen dedicado a reflexionar sobre el mundo relacionado con el libro (Los demasiados libros, Carlos Lohlé, 1972). Desde 1971 era colaborador habitual de la revista Plural, que dirigía Octavio Paz. En esa revista, en su columna titulada La cinta de Moebio, Zaid publicó, en la primera mitad de la década de los setenta, los ensayos que más tarde, corregidos y aumentados, publicaría bajo el nombre de El progreso improductivo (Siglo XXI, 1979). Entre 1972 y 1976 publicó la mayor parte de esos ensayos. Desde un punto de vista originalísimo, que combinaba la lectura de un economista, un ingeniero administrador, un ensayista literario y un poeta, Zaid continuó a su modo “la crítica de la pirámide”. Solo que en su caso la imagen de la pirámide no remitía al pasado prehispánico (o quizá sí, en el fondo) sino al sistema piramidal de las empresas y burocracias modernas, tendientes al gigantismo, fieles creyentes de la idea de que se puede producir más desde un punto centralizado y vertical. La modernidad creó esos monstruos administrativos amparada en una superstición concentradora. La clase política mexicana, que durante años había adoptado con éxito el modelo de la sustitución de importaciones, y que había abandonado a su suerte al mundo campesino, llegó a la conclusión a finales de los años sesenta que ese modelo estaba agotado. Se ensayó a partir de los años setenta un nuevo modelo económico, excesivamente centralista y concentrador, cuyo eje sería la presidencia de la república. “La economía se maneja desde Los Pinos”, sentenció Luis Echeverría. Sin embargo, el esquema piramidal y el control del tlatoani seguían vigentes.

Con una salvedad. El 68 había revelado una enorme grieta en el sistema. Había un nuevo espacio para la crítica. Ya no desde posiciones marginales como revistas (Siempre!) y suplementos (La cultura en México) sino desde el diario más importante de México (Excélsior, dirigido por Julio Scherer), que dio cabida a la revista Plural, en donde Gabriel Zaid escribiría su nueva crítica de la pirámide, su propuesta de un nuevo modelo de desarrollo, menos “inhumano, costoso e insensato”. Un modelo que proponía el desarrollo de pequeñas empresas como crítica y respuesta al gigantismo empresarial y burocrático, al mismo tiempo que sostenía un desarrollo para el campo, basado en la producción local a pequeña escala. Buscando una salida al modelo desarrollista Zaid creó un nuevo modelo, descentralizado, horizontal, en el que el Estado no fungiera como instancia concentradora ni mucho menos productora. Un Estado que interviniera lo menos posible, que se dedicara a apoyar a los pequeños productores mediante el reparto en efectivo y la oferta pertinente de productos para transformar el apoyo recibido en fuerza productiva.

Zaid hizo su propia “crítica de la pirámide”. Criticó el modelo económico del Estado piramidal y sus supuestos ideológicos. El tlatoani, culposo de las matanzas estudiantiles de 1968 y 1971, había ordenado el crecimiento hipertrofiado de la Universidad Nacional. El tlatoani ahora se acompañaba de una corte de universitarios que pensaban que su modo de vida podía replicarse a todo el país. Por supuesto, se trataba de un espejismo creado por la mala conciencia. Mala conciencia que llevó a una generación a crear un modelo concentrador, piramidal, elefantiásico. No ayudó el entorno internacional, abundante en dólares que llegaron a nuestro país en forma de deuda que contribuyó a la hinchazón del gobierno mexicano. Tendencia que continuó el gobierno de López Portillo y que nos llevaría a la quiebra.

La crítica de la pirámide –moral, política e histórica– que pidió Paz en Posdata no se llevó a cabo. Tampoco la crítica al gigantismo piramidal que emprendió Zaid tuvo efecto inmediato en el modelo económico mexicano. A mediados de la década de los ochenta comenzaría a quebrar el sistema político (señalado por Paz, Zaid y Krauze en el número de Vuelta titulado “Escenarios sobre el fin del PRI, en junio de 1985) y poco antes el modelo económico estatista que sustentaba ese modelo político. Esa quiebra económica y política pudo haberse evitado de haberse hecho una crítica profunda, una revisión de nuestro modelo de desarrollo y nuestro sistema político. Nos negamos a enfrentar nuestro pasado y nuestros fantasmas. De hecho, seguimos sin enfrentarlos. En estos años hemos asistido, entre irritados y perplejos, a la resurrección de un nuevo Estado piramidal y a una nueva encarnación del tlatoani. Pero como dijo Marx, ahora ha vuelto como farsa. La pirámide es ahora de cartón piedra y nuestro tlatoani tropical porta plumas falsas y deslavadas. ~

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