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Deuda cultural frente al deterioro

A pesar de tragedias y disfuncionalidades, México atravesó con suerte el siglo XX. Pero hoy empieza a conocer lo que significa que las elecciones tengan consecuencias reales, y no para bien.
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En 1977, Adrzej Wajda, director polaco que supongo ya solo se ve en escuelas de cine, estrenó El hombre de mármol. Mateuz Birkut, un trabajador de construcción convertido en epítome de la producción soviética, cae en el olvido después de haber sido el emblema de la épica local. La película critica los métodos de manipulación, de desprecio a la dignidad. Contiene la pregunta más importante para cualquier movimiento social y político. ¿Cuáles son los costos sobre la memoria que se están dispuestos a pagar?

A diferencia de buena parte del mundo, incluida Polonia, México no se dio cuenta a tiempo de la suerte con la que atravesó el siglo XX. A pesar de sus infinitas tragedias y disfuncionalidades, de los intolerables saldos humanos en su propia conformación y fantasía política, no sufrimos como el sur del continente las dictaduras militares, tampoco pasamos por la magnitud de las desgracias en las guerras occidentales ni por la conformación de un nuevo mundo que luchó contra sus raíces mientras las veneraba, como le ocurrió a Medio Oriente.

Con todo el entusiasmo natural que provocó el fin momentáneo del partido hegemónico y su salida del gobierno, ni las elecciones de la transición ni las siguientes, incluyendo la de 2018, tuvieron grandes consecuencias en la estructura del país. El esquema institucional permitía leer a futuro ciertos códigos democráticos y republicanos, la endogamia política simplemente se desarrollaba en sus condiciones y estructuras tan habituales como tóxicas.

Es hasta hoy que México empieza a conocer lo que significa que las elecciones tengan consecuencias reales, y no para bien.

¿Qué ocurre en un país cuando deja de importar lo grave; cuando al tener frente a sí suficientes preocupaciones que se podrían esperar naturales para una sociedad relativamente cívica, estas se trasforman en algo parecido a la costumbre?

En la oposición al oficialismo mexicano, partidista o social, se han enfriado muchos de los enojos a lo largo de los últimos meses. Al menos, sus expresiones. Supongo en ello un posible cansancio o una incapacidad de organización efectiva a causa de la falta de necesidad previa de hacerlo, entre varias razones, casi todas, vicios formativos por la ausencia de consecuencias en los procesos políticos anteriores.

Los jueces surgirán de la pantomima de lo electo; la Guardia Nacional pasó a Defensa; ahí está la prisión preventiva oficiosa, extendida a una versión ajena a cualquier denominación coherente y mínima de los derechos humanos; también la disolución de organismos autónomos y el diseño reforzado de la opacidad, ya no solo entre los militares sino en el entramado general del gobierno mexicano. Incluso, la reciente vergüenza sobre la legitimación a la dictadura venezolana y su fraude electoral dan la sensación de ir quedando en los anaqueles de un país, tal vez abrumado, lleno de ruido.

Esa es nuestra construcción de una supuesta épica política, sin la menor manifestación artística o análoga que la pueda reflejar, porque es absolutamente nula.

Aquí no discutimos lo político atrás de nuestras realidades: lo hacemos sobre sus adornos, acerca de los individuos, los desplantes, la declaración del día. Nada de esto se ha modificado en más de seis años de reclamar el que suceda, en la prensa escrita, en uno que otro libro, en infinidad de plumas.

En los meses de selva en Sinaloa, con la vida paralizada bajo ráfagas, hay ceguera institucionalizada. Pasemos todos a lo cómodo: un grito de vez en cuando, una columna de opinión y ninguna permanencia en las preguntas sobre lo que significa vivir en el miedo o que un niño aprenda que sus peores condiciones son posibles.

Cuánto pensamos las implicaciones tropicales de un sistema de justicia presto para una comedia donde no se podrá reír nadie, ¿no consideramos importante pensar qué sueña alguien encerrado durante años sin la resolución de ningún proceso en su contra? Aquí no hay cursilería, simple pregunta. ¿Es relevante o prescindimos de la incomodidad al margen de la decencia?

En México, lo que entra a la conversación sobre el deterioro político es consecuencia de la poca atención a la infinidad de condiciones que se discuten y atienden por vías democráticas. Nuestro deterioro no es solo del edificio, sino de las razones por las que se construye ese edificio. ¿Por qué países como el nuestro sienten cierta tranquilidad ante las manifestaciones burdas del autoritarismo o la sinrazón pública?

Por un tiempo, pensé que la indiferencia elegida era capaz de otorgar semejante desconexión entre las reacciones sociales y el conjunto de la realidad, pero hay cosas que aquí nunca han importado porque simplemente no figuran dentro del colectivo real o imaginario de la individualidad rampante del nacional.

Actuamos bajo la estampa de la disociación del lugar donde nos encontramos. Hablamos hoy de lo público en México como tal vez no lo hayamos hecho antes, sin que eso se refleje en la consciencia de nuestros derredores.

En la fiesta de una sociedad que se dice satisfecha con su propia democracia, duraron si acaso unos días, y apenas en determinados sectores, las indignaciones alrededor del desabasto de suministros en hospitales de Oaxaca, o ante las declaraciones del gobernador de Sonora, que responsabilizó a las víctimas de homicidios y desapariciones por colocarse en situaciones de riesgo que, afirma, son las que los llevaron a su suerte.

De alguna manera, en los cálculos alrededor del futuro del país a raíz del regreso de Donald Trump en Washington, nos la hemos ingeniado para eliminar de la ecuación la fractura en la vida de los millones de mexicanos en territorio estadounidense. Mucha retórica patria, si interesaron a los gobiernos y sociedad mexicana en algún momento, fue más por la cantidad de dinero que envían que por otras razones. Lo importante no será jamás la tarjeta con dos mil pesos, sino el dejar todo atrás. Las existencias arruinadas.

A pesar del espíritu de normalización, es seguro que no nos estacionaremos aquí. El problema es el proceso y sus sufrimientos, pero siempre estos periodos terminan por desvanecerse. Incluso los peores. No se confunda esto con optimismo, sino con perspectiva.

Si la tradición política mexicana, con su estridencia, sus editoriales y cinismos, no es capaz de hacerse las preguntas correctas sobre el país en el que vivimos, queda en los instrumentos análogos para entender la realidad una deuda que debemos saldar. La cultura y el pensamiento profesional sirven para eso, también. ~


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