Foto: PartsnPieces at Flickr, CC BY 2.0 , via Wikimedia Commons

Tolerancia

No hay que tolerar a los intolerantes. Tolerarlo todo implicaría que todo da igual, que nada es mejor. La tolerancia no es indiferencia.
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La tolerancia no es indiferencia. Si prefiero A, no B, puedo ser tolerante o intolerante con B. Si me dan igual, no soy tolerante: me son indiferentes. Tolerar es aceptar la presencia de alguien o algo que no gusta: personas, grupos raciales o sociales, modas, conductas, palabras, ideas, creencias.

“La tolerancia es el privilegio de la humanidad. Estamos todos llenos de errores y debilidades. Perdonemos nuestras tonterías, recíprocamente” (Voltaire, Diccionario filosófico).

Hay que distinguir la tolerancia como rasgo personal de la tolerancia como institución social. La tolerancia como bondad o paciencia es milenaria (la de Job es de hace 4,000 años) y ha despertado admiración. También repugnancia, cuando se tolera lo degradante (servilismo convenenciero) o imperdonable (asesinato).

La tolerancia como institución social es moderna. Surge por los millones de muertos de las guerras de religión del siglo XVI en Europa; a raíz de la Reforma impulsada por Lutero que fracturó el Sacro Imperio Romano Germánico.

La Paz de Augsburgo (1555) fue la solución política: tolerar la coexistencia de Estados católicos y Estados protestantes. Pero, en los Estados católicos, todos tenían que ser católicos; y en los protestantes, protestantes.

El integrismo es una nostalgia de las comunidades donde todos compartían genes, lengua, creencias, fiestas, formas de vivir y pensar. Fue lo normal en el mundo nómada y campesino, durante milenios. Todavía hoy, algunas comunidades indígenas expulsan a los que se convierten a otra religión. Y, en el Reino Unido, la reina preside el Estado al mismo tiempo que la Iglesia anglicana; aunque su poder sea simbólico.

La Paz de Augsburgo fue un pluralismo, pero no interno. Todas las familias tuvieron que adoptar la religión de su príncipe o emigrar. La religión oficial no toleraba otras.

El pluralismo interno tardó en alcanzarse, y llegó como legislación antes de que fuera una realidad cotidiana. La mutua tolerancia de los diferentes requiere madurez social.

En México, liberales y conservadores prefirieron la guerra civil, no tolerarse. En los Estados Unidos, los estados racistas prefirieron separarse de la Unión y los antiesclavistas prefirieron la guerra civil antes que tolerarlo. En ambos países, todavía hoy, la sociedad tolera prácticas discriminatorias, aunque sean ilegales.

La tolerancia moderna es de origen cristiano: “Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer” (Epístola a los Gálatas 3:28). Pero los cristianos, cuando dejaron de ser una minoría perseguida y llegaron al poder (Constantino impuso el cristianismo como religión del Imperio romano), no fueron tolerantes con otras religiones ni con los cristianos reformistas.

Finalmente, las nuevas minorías, dentro y fuera del cristianismo, fueron imponiendo la tolerancia hacia ellas, a veces de manera intolerante.

El mayor progreso moral del siglo XX fue el desprestigio de la guerra, después de la matanza de las guerras mundiales y la bomba atómica. El pacifismo, que era visto como intolerable: una doctrina de cobardes, poco patriotas, poco respetables y hasta asesinables; se volvió lo decente.

Vladímir Putin, que lleva un crucifijo colgando de su cuello, no sabe en qué siglo vive. No esperaba que miles de rusos salieran a manifestarse contra su invasión triunfal de Ucrania.

En la sociedad, persiste un profundo deseo de comunión en un Nosotros público, que ya no es posible. El integrismo solo es viable a escala microscópica. La única solución (decepcionante para los integristas) es el pluralismo dentro de un Estado agnóstico, que no se mete en cuestiones religiosas o de valores, y se reduce a la administración pública.

Pero no acaba de ser cierto. Tolerar todas las convicciones parece razonable, hasta que alguien defiende el abuso de menores (“es bueno para su desarrollo”) o la poligamia (“no tiene nada de malo”), y pretende pasar a la práctica. Las democracias liberales se engañan creyendo que prohibir la poligamia no es imponer valores cristianos.

Paradójicamente, no hay que tolerar a los intolerantes. Parece inconsistente, y lo es. Pero no es lo mismo tolerar esto o aquello que tolerar cualquier cosa o todo. Tolerarlo todo implicaría que todo da igual, que nada es mejor. La tolerancia no es indiferencia.

Publicado en Reforma el 27/III/22.

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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