Que “no es tropo ni perro / simple de la pata tiesa”, escribe Tedi López Mills en el “Cuaderno de las alucinaciones”, una de las cinco partes que componen su más reciente libro de poemas, Amigo del perro cojo. Hecha la declaración, uno podría sencillamente aceptarla o dedicar una de las varias lecturas que este libro propone para buscar quién es el perro, quién el amigo o también preguntarse, si uno es poeta, ¿de qué pata cojeo? Cualquier poeta-lector puede dar acuse de recibo pues probablemente se va a encontrar en estas páginas donde estamos casi todos: el poeta comprometido que exige denunciar la injusticia, escribir un comunicado, seguro de que “la poesía debe hacerse cargo”; la patética lírica que está orgullosa “de sus poemas melódicos” y se pregunta qué árbol le “gustaría ver todos los días”; el aguafiestas, el fantoche, el vate consagrado, “el africano que canta”, el moderno que mete “rayas, / ensambles con videos”; el “puritano barrio adentro” que lo critica; hasta “gringos avergonzados, vestidos de juglares” vendiendo iluminaciones… Quizá falte alguno, pero solo Tedi López Mills puede saber por qué no incluyó su tipología. No es eso, sin embargo, lo que importa y sí, una discusión que subyace en todo el libro: los “deberes” del poeta y su relación con la realidad.
El “Diálogo de sordos” con el que abre la primera sección (“Misceláneo”) es el portal que debemos cruzar para internarnos en el libro. Aparecen en él, por primera vez, el amigo del perro cojo, y el perro mismo, personajes que recorren todo el volumen a través de un diálogo en ausencia, pues quien escribe, viaja, piensa y discute estos poemas lo hace acompañado de esas presencias. En Toluca, en Auxerre, en Estambul…; a través de cartas o postales; en el recuerdo de sus diálogos, aparecen aquellos que viven todo el tiempo en su cabeza:
Hoy el señor de la casa mencionó
[el tema de las
conspiraciones internacionales.
[Desde lejos le guiñé
al perro de la pata coja en mi
[cabeza
de testigo.
No iremos a Charleville.
Las presentaciones formales ocurren en “Una vida en el día”, donde el lector se entera de esa trinidad (“Este es mi amigo del perro cojo. / Esta soy yo. / Este es el perro de la pata coja de mi amigo / que juega a la humildad conmigo”), pero también de la relación que se establece entre estos personajes y la realidad, percibida desde una fotografía en el periódico, que muestra “un cubo que es una casa”, en un barrio “llamado El Paraíso”.
Los cinco poemas que comprenden esta primera sección son, a la vez, una muestra del contenido del libro y de los distintos acercamientos de López Mills a su propia escritura, las voces que la rodean, divagaciones o alucinaciones pero, también, al espacio público o barrio desde donde los poetas se asoman para asumir “compromisos” y levantar “denuncias”, constreñidos, sin embargo, a vecindarios mínimos, acotados.
No es reciente la idea de otorgar a los escritores un papel didáctico y moral. El escritor se ha visto como el desinteresado guía de un pueblo que dedica su tiempo a buscar la Verdad. Si es poeta, a revelarla o denunciarla. Esa es su misión y supone algunos “deberes” del poeta –ese raro y rebelde habitante de la polis– que muchas veces se transfieren a la poesía. No es raro, entonces, que se le exija al bardo un compromiso que deje asentado en su obra, sin lugar a dudas, su filiación y la causa que defiende, sea esta política y/o estética, que ya vienen siendo lo mismo. Aunque parezca increíble, dada la naturaleza que se le atribuye al poeta, la duda está proscrita: es necesario ondear una bandera. Así, el reducido barrio donde habita esta especie hoy parece un campo de batalla donde cada quien porta su estandarte y su consigna. No es la primera ni será la última vez que vivamos arropados bajo el manto biempensante de la consigna, pues es el bálsamo para no pensar. Los oficiantes, nos muestra Tedi López Mills en sus “Notas desde un festival de poesía…”, refrendan su misión mientras discuten “cómo nos quieren vender, / cómo nos quieren comprar, / qué va a hacer la poesía”.
Afortunadamente, Amigo del perro cojo es una mancha en la corrección política y no faltará quien acuse a su autora de “reaccionaria”, de insensible ante la devastación o la injusticia; de mostrar, cual irónico moralista, nuestras miserias para desnudarnos. Es decir, de portarse como poeta, de incomodar. Pero a nadie le gusta que lo incomoden aunque esa sea una de las misiones del poeta: criticar. ¿Cuántos adjetivos podemos endilgarle a la crítica? Tantos como a la poesía o a los poetas.
Podría pensarse que este libro es solo una diatriba. No es así. “Nadie va a entender casi nada”, leo que dice un amigo del amigo del perro cojo en “El cuaderno de las alucinaciones”, sección que inicia con una nueva advertencia: “Ella es una mujer abominable por natural. / Ella todavía no es yo, / por sensatez.” Si nadie va a entender nada, no tiene ningún sentido sentir miedo, advierte aquel amigo. Pero el miedo está ahí: recorre muchas páginas en forma de un espejo donde la voz se mira, según leo en el “Scrapbook de un viaje imaginario a Estambul/Ankara/Capadocia”, otra de las secciones:
Cada quien va con sus dos sombras:
una asida a la capa del miedo,
otra que no cabe en sí
por la discordia de algunas
circunstancias externas
¿A quién le habla este libro? ¿Quién habla en este libro? ¿Quién dice que en su poema “la jaula soy yo / con un espejo”? Son tantas las voces que transitan aquí que la escritura se vuelve una curiosa interlocución. Hay un testigo que observa, nos observa, todo el tiempo y que discute, asiente o ironiza con voces cuya existencia depende del poema. El “amigo”, “el perro cojo”, “Ella”, el “Dandy”, los vecinos y tantos personajes que hablan en este libro ¿forman parte de las “circunstancias externas” o son la misma voz que se desdobla una y otra vez?; que se pregunta siempre, que duda todo el tiempo y pone todo en tela de juicio, aunque advierta líricamente que “la ironía / es un cable de luz / con su nudo en la penumbra”; que el sarcasmo es “un esqueleto / bailarín o recíproco / en la sala”; la alegoría, “un títere burdo” y aun la rima, de la que hace juego y escarnio muchas veces, se pone en la picota, particularmente en los poemas que componen el “Diario de un viaje”:
Nodriza del aire, mosto en los
[labios, supongo que
nadie se rinde, airado o
[condenado, nadie ni yo
aunque endurecida, casi ofendida
[por la destreza
de retirarme sin castigarme, ay,
[tanta rima que me
mima, quién me lima dándome
[amor sin darme,
fugitiva, al vuelo viva, una caridad
[con todo el
empeño de un ala esquiva
Dice que dijo, que vio, que escuchó. En el vecindario, la murmuración es el pan y en el libro escuchamos también su crepitar, la lista de nuestras vergüenzas: “a quién odias, / a quién envidias, / a quién quieres espiar / cuál es tu lema o tu signo o tu bandera”. La mayoría de los motivos poéticos más prestigiados se dan cita aquí: el desencuentro, la infancia, la enfermedad, el viaje, la amistad, la búsqueda, las “voces”… Escritura que desdeña la poesía confesional, es, al mismo tiempo, una confesión. Algo similar ocurre con las múltiples formas y tropos poéticos, pero también narrativos, que abraza con fortuna, aunque lo haga para evidenciarlos. Tenemos entonces una poeta que con las armas de la poesía se planta en medio de la sala para refutar los “deberes” del poeta. ¿Y la democracia? ¿Y la violencia? ¿Y la belleza? ¿Y el compromiso? ¿Y… la realidad? El diálogo alucinante incluido en la sección final del libro, “Democracia”, nos pone de nuevo sobre la pista de las jerarquizaciones: ¿qué debe ser primero, bailar o pensar? (“–Que baile primero y luego piense”, es como inicia el diálogo). La ironía sobre las virtudes de la democracia y nuestro papel en ella, nuestras palabras sobre ella, son materia dispuesta para el lirismo: (“–Eso es pensar al revés sin el baile correspondiente que imagino en el lienzo de mi lirismo cuando me lo permito. Escucha: la estructura de tu vida en las máquinas que arruino equivale a tres cisnes tuertos en el lodo de la democracia. ¿Te gusta? –No se entiende. A las personas nos molesta no entender.”)
Cerca del final, uno de los hablantes asegura que no se vale pensar. Que aún no ha dado esa orden. “Bailando y pensando, llegaremos”, le contestan. “Hasta los muros del lirismo”, leemos en este que de pronto parece, como al inicio, un diálogo de sordos. Pero la voz que se cuestiona, y tal vez ella misma se responde, concluye el poema y el libro con una pregunta: “Y esto, ¿cómo termina?”
Creo que he leído todos los libros de Tedi López Mills y quizá me demoré demasiado tratando de interpretar algún misterio que nacía en la condición hermética de su escritura. Pero el problema de la interpretación es siempre del lector, no del poeta ni, mucho menos, de la poesía. Lo cierto es que la escritura de López Mills –cuyo carácter conversacional, digresivo y/o narrativo, la distingue de varios de sus contemporáneos– nunca transigió con proferir “notas líricas y pajariles”, como Borges lamenta que acostumbremos pensar de un poeta, al que siempre imaginamos con plumas de jilguero, olvidando que las “distinciones verbales deberían ser tenidas en cuenta, puesto que representan distinciones mentales, intelectuales”. Si Muerte en la rúa Augusta fue la puesta en escena de esas distinciones mediante un entramado de formas y recursos sostenidos por el tono de un lenguaje muchas veces delirante, Amigo del perro cojo lleva a sus extremos las tantas paradojas y prejuicios que nos hacemos al pensar en los “deberes” de la poesía y de los poetas. En ello radica una de sus distinciones y, en estos tiempos en que cualquier pretensión original es motivo de suspicacia, yo celebro que Tedi López Mills lo sea. ~
(Ciudad de México, 1961) es poeta, ensayista y editora de poesía en Letras Libres. Este año su libro Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (Ariel, 2020) recibió los premios Mazatlán de Literatura y Xavier Villaurrutia.